En mi memoria, en mi particular modo de afrontar la existencia, el mes del año que más versátil resulta es septiembre. Obviamente, las primeras rememoraciones se relacionan con mi período escolar. Los primeros años, con la novedad de entrar por primera vez a un centro escolar, conocer las primeras maestras, los primeros colegas de aula, sin saber, como es lógico, cuánto influirían en el resto de la vida tanto esa primera maestra de prescolar como quienes nos tocaron en los pupitres de al lado.
Mi amistad más lejana data precisamente de esa fecha. Éramos dos niñas que se miraron por primera vez en el aula de los bajos de la escuela primaria Arturo Montori. Una rubita escuálida se sentó a mi lado y me dijo “Me llamo Nancy Fernández”. La maestra, Ibis Lescaille, alta como un pino, majestuosa y sabia, nos recibió a todos tocando el piano. Muchos años más tarde, muchísimo tiempo después, yo era médica, y acudí al funeral de esa entrañable profesora, ya para entonces trabajadora del mismo centro laboral de mi padre.
Cada septiembre era diferente. Las maestras iban cambiando (Gloria en primer grado, Hilda en segundo, Sara en el tercero), pero el grupo de alumnos era el mismo, de modo que asistíamos al crecimiento y desarrollo de cada uno de nosotros con absoluta naturalidad. Se nos caía la primera dentición, usábamos zapatos ortopédicos, o tirantes especiales para corregir escoliosis, aparatos en los dientes delanteros, nuestros cuerpos y nuestras dimensiones cambiaban y solo nos percatábamos de las modificaciones cuando llegaba septiembre.
Al llegar a los doce años, tocaba separarnos. Unos se iban a las escuelas secundarias del municipio, y otros éramos internados en becas. Cursé la secundaria básica y el preuniversitario en la escuela Lenin, de manera que cada septiembre significaba el rencuentro con mis compañeros de beca, con quienes compartía no solo el aula, sino también literas, comedores, áreas rurales de trabajo en el campo, pistas de deportes y salones de educación cultural.
Más adelante, vino una etapa de septiembres sin mayores repercusiones, mientras duraron los años de la universidad, sin grandes sorpresas, hasta que me convertí en madre, y recomencé el ciclo de dichos meses en la misma escuela donde cursé mis primeros estudios. De nuevo entré en mi aula de prescolar, pero ahora llevando de la mano a mis hijos, uno a uno. Otra vez septiembre despertaba la ansiedad (ahora de la separación de mis niños, como mucho antes había ocurrido la ansiedad por la separación de mis padres), y volví a sentir el desasosiego mezclado con alegría que producen estas inevitables incursiones.
“(…) nuestros cuerpos y nuestras dimensiones cambiaban y solo nos percatábamos de las modificaciones cuando llegaba septiembre”.
Como en una rueda infinita, reviví las emociones de los septiembres escolares. Cada inicio de curso representaba renovar los uniformes (ahora de mi prole), las mochilas, los libros y libretas forrados, los zapatos nuevos que debían durar todo el curso, y había que tenerlo todo listo desde agosto, incluyendo los lápices, las gomas, los cartabones y demás enseres escolares.
No existía en mi época ni en la época de mis hijos la enconada, furiosa e intransigente necesidad de seguir modas en cuanto al vestuario y también los bolsos merenderos que hoy sufren las familias. Entre las incontables diferencias entre los momentos anteriores y los actuales están no solo la parafernalia moderna con Internet, relojes y móviles para niños, sino también el lenguaje. A nadie, a nadie se le ocurría decir, por ejemplo “lunchera” al pozuelo donde va la merienda. Tampoco nosotros exigíamos a nuestros padres, ni nuestros hijos a nosotros, que los zapatos fueran deportivos, con colores estridentes o incluso con luces parpadeantes. Tengo la impresión de que antes todos éramos más iguales, más uniformes, menos demandantes, pero quizás sea septiembre el espejo de la actualidad, y no solo el mes donde se retoman los estudios elementales.
El implacable no perdona, ya se sabe, y en medio de tantos giros, y cumpliendo ciclos vitales, mis maestras ya no viven, mis colegas de varias escuelas se radicaron en otros países, los primeros y fugaces amores ya se olvidaron, y muchas de mis amigas son abuelas, repitentes del mismo ciclo ya por tercera vez.
“(…) quizás sea septiembre el espejo de la actualidad, y no solo el mes donde se retoman los estudios elementales”.
En mi caso, llega septiembre y me encuentra esperando que mis hijos me llamen desde donde viven ahora, no porque ellos recuerden que en un mes como este iniciaron el aprendizaje del vocabulario escrito, de las Matemáticas, de los mapas y de los misterios de la Biología, sino porque al no estar a mi lado, no hay más remedio que acudir al teléfono para decirnos “Hola, ¿cómo estás?”. Debe ser que las lecciones de Historia, ineludibles como deben ser, insisten en mantener esos lazos afectivos que conforman una familia, por muy distantes, muy añorantes y muy conformes que estemos todos, los de aquí, y los de allá. Sí, septiembre es un buen mes para recordarnos que, a pesar de todo, seguimos siendo los mismos.