El silencio que siguió a los créditos finales de Nuestra tierra en su proyección durante el 46 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano fue, en sí mismo, una potente declaración. No hablamos de un vacío por la indiferencia, sino el peso de una verdad difícil de procesar.

El primer documental de Lucrecia Martel, tras una gestación de catorce años, irrumpió en la sala del Cine 23 y 12 no como un simple relato judicial, sino como una profunda excavación en las raíces del colonialismo y la violencia estructural que aún late en el presente latinoamericano. Sintoniza plenamente con la vocación de memoria y justicia social que históricamente ha defendido el festival habanero.

La película toma como punto de partida el asesinato en 2009 del líder indígena Javier Chocobar, en la comunidad de Chuschagasta, Tucumán. Sin embargo, Martel evita los caminos previsibles del true crime. Como ella misma explicó en una entrevista anterior, su objetivo nunca fue solo reconstruir el crimen, sino “buscar las raíces”, comprender el sistema que legitima la violencia. Por ello, el archivo del impactante video del homicidio (disponible en su momento en YouTube) y las secuencias del juicio celebrado nueve años después no son el fin, sino la puerta de entrada a una investigación más vasta.

“Con un guion escrito junto a María Alché, Martel estructura el filme como un mosaico de múltiples temporalidades y materiales”.

Con un guion escrito junto a María Alché, Martel estructura el filme como un mosaico de múltiples temporalidades y materiales. Las frías imágenes del tribunal, donde los acusados —el terrateniente Darío Amín y dos ex policías— justifican sus actos, se entrelazan con fotografías familiares de los comuneros, planos aéreos serenos de la tierra en disputa y recreaciones realizadas para el proceso legal.

Esta estrategia formal, fragmentaria y a veces laberíntica, sirve a un propósito mayor: desmontar el lenguaje de la ley y la propiedad para mostrar cómo este sigue siendo un instrumento de despojo. La cámara, como señaló la crítica, no explota el dolor, sino que escucha y observa, expone un desequilibrio estructural donde los pueblos originarios deben luchar por ser reconocidos como sujetos de derecho.

La fuerza del documental reside en su capacidad para trascender el caso específico y convertirse en una alegoría poderosa sobre la continuidad histórica de la expoliación.

“(…) Nuestra tierra confirma a Martel como una de las voces más lúcidas e incómodas del cine contemporáneo”.

Cada plano del territorio, cada rostro en las viejas fotografías, habla de una pertenencia que los papeles notariales intentan borrar. Esta lucha por la tierra es, en esencia, una lucha por la memoria y la identidad, temas que resuenan profundamente en un festival que siempre ha entendido el cine como un espacio para la reafirmación de las culturas y las luchas populares de la región.

Producido por un consorcio internacional que incluye a Rei Cine (Argentina), Piano (México) y Snowglobe (Dinamarca), entre otros, y con apoyo de Ibermedia, Nuestra tierra confirma a Martel como una de las voces más lúcidas e incómodas del cine contemporáneo.

Más que ofrecer respuestas, la película planta preguntas incómodas y necesarias sobre el racismo, la justicia y la legitimidad. Al hacerlo, no solo documenta un crimen impune, sino que ejecuta un acto de reparación simbólica, otorgándole a la comunidad de Chuschagasta, como destacó el jurado del Festival de Cine de Londres, una parte de la justicia que el sistema les ha negado. Su proyección en La Habana reafirma que el cine latinoamericano esencial sigue siendo aquel que, con rigor artístico y compromiso ético, insiste en recordar lo que el poder pretende olvidar.