La tarde en que murió el último tío que me quedaba, yo debía asistir a una reunión, por lo cual llamé al funcionario que la encabezaría, para explicar mi ausencia: “Ha muerto mi tío, y debo encargarme de los trámites”, le dije. El me dio la respuesta más alucinante que escuché en mi vida: “Ojalá no sea nada”, dijo, y colgó el teléfono. Luego ambos nos reiríamos del desaguisado, pero en aquel momento fue realmente asombroso que me deseara que “no fuera nada”, habida cuenta que yo enfrentaba la muerte de un familiar.
Traigo esta anécdota a colación, porque mi compañero y yo estamos cumpliendo, aunque parezca que no es nada, veintiséis años de estar juntos, de los cuales veinticuatro fueron formalizados en un casamiento sui géneris, aquí en mi casa, rodeados de tres niños que solo esperaban que terminara la ceremonia para comer dulces, y de mi madre, recién operada de una fractura de cadera, arropada por mi padre, quien me preguntaba todo el rato si su mujer volvería a caminar algún día. Luego de firmar las actas correspondientes, nos fuimos a un hotelucho en las afueras de La Habana, único sitio que logramos conseguir, y que más tarde fuera desmantelado al descubrirse que allí se practicaba turismo sexual a gran escala. Hacía un frío de mil demonios, y mi flamante nuevo marido y yo nos dedicamos a amarnos, comiendo tomates maduros, y a pasear en bote.
“Parecíamos Hansel y Gretel, dos jóvenes traviesos que, en este caso, buscaban qué comer luego de deleitarse con el mayor de los placeres humanos”.
No sería elegante que yo me dispusiera a narrar los más espectaculares encuentros amorosos que hemos tenido en estos maravillosos años que llevamos juntos, y es por eso que me limito a recordar, en primer lugar, la cantidad de tomates que engullimos durante nuestra luna de miel, y no contaré, por ejemplo, que años más tarde, en una de las escapadas que hacíamos dejando a los niños al cuidado de mis padres, fuimos a Cienfuegos, concretamente al hotel Pasacaballos, y allí ocurrió un milagro de película, de esos que no se pueden olvidar jamás. Una tarde, hicimos el amor con verdadero delirio y exhaustos y hambrientos, salimos a buscar comida alrededor del hotel, donde solo se escuchaba la escándida voz del inimitable Cándido Fabré, a toda hora. Nos alejamos, adentrándonos en un bosque que circunda a Las Milpas, esa costa de la bahía, casi virgen, inexplorada, paradisíaca, deliciosamente inhóspita. Parecíamos Hansel y Gretel, dos jóvenes traviesos que, en este caso, buscaban qué comer luego de deleitarse con el mayor de los placeres humanos, y para lograrlo, se metían en un matorral con olor a agua de mar. Íbamos tomados de las manos, curiosos, divertidos, y de repente, de entre la maleza, se nos apareció un hombrecillo, que nos preguntó qué necesitábamos. Dijo su nombre, y yo busqué en mi mente un recurso nemotécnico para no olvidarlo, segura de que algún día regresaríamos a ese sitio. Era algo musical, un nombre propio que me recordó al de una agrupación de música popular, y anoté “Trabuco” porque me pareció que era como el del grupo de Manolito Simonet. Lo cierto es que nos llevó al borde del mar, y nos ofreció langosta asada, acabada de pescar. Nos descalzamos, nos adentramos en el agua, mientras comíamos ese fruto marino que no tiene comparación. Nos agarró la noche, mojados, saciados, felices en extremo. Fue francamente mágico. Cuando años después regresamos a Las Milpas, en un intento por revivir aquella experiencia feliz, descubrimos dos cosas. El hombrecillo no se llamaba “Trabuco” sino “Charanga”, y estaba preso, acusado de proxenetismo. Obviamente, nuestros más intensos momentos de amor se relacionaban, de forma macabra, con delitos sexuales.
Tampoco debo rememorar la noche de carnaval en que nos amamos impúdicamente bajo las patas del caballo fastuoso que sostiene la estatua grandilocuente del general Calixto García. En ese entonces, cuando ambos teníamos treinta y pico de años, y una sed hormonal indescriptible, dicha estatua se encontraba en G y Malecón, mucho antes de que fuera trasladada a Quinta Avenida, donde está hoy, bañada, además, de un color cobrizo que resulta raro y hasta ridículo a quienes recordamos su antiguo emplazamiento. Esa noche de carnaval, como iba diciendo, fue también inolvidable. Digamos que la situación marital de mi pareja era complicada, o más bien compleja. Específicamente estaba aún casado con la madre de su hijo, mujer que era hija, además, de una compañera mía del trabajo, por lo cual nuestros encuentros tenían el agrego de lo prohibido, de ese placer intenso que produce la clandestinidad. Estuvimos carnavaleando con desprecio a las normas morales, y terminamos de madrugada en el muro del malecón, pletóricos de dicha, como si al día siguiente fuéramos a morir. “No es nada”, me repetía él, y enfrentaba la natural furia de su pareja según papeles, para reunirse conmigo día tras día, noche tras noche hasta que fue imposible sostener esa doble vida, y se mudó a mi casa, bajo una lluvia de improperios por parte de su suegra, la compañera mía ya mencionada.
“En cada provincia, en cada hostal, en cada reservación, en cada playa que hemos visitado, hemos hecho el amor con la misma ternura del primer día”.
No, no debo escudriñar el pasado, ni recordar todos los lugares donde nos dejamos llevar por los impulsos indetenibles del amor. Solo mencionaré que nos regocijamos debajo de un lavamanos mientras los tres niños dormían en la única habitación donde todos pasábamos vacaciones en una cabaña rentada; en un auto Polsky, que a duras penas soportó el embate de nuestras dimensiones corporales; en camas de amistades que nos permitían dormir una siesta y en una casa que fuimos a valorar porque los techos amenazaban con venirse abajo, y en teoría, mi hombre iba a restaurar. Recuerdo que antes de abrazarnos como dos adolescentes, mi marido, entonces pareja adúltera porque aun vivíamos separados, estiró y sacudió las sábanas de aquella cama, como el buen rígido militar que era, y ese gesto a mí me pareció de una pulcritud exagerada, teniendo en cuenta que íbamos a mezclar nuestros fluidos.
El resultado es que, en cada provincia, en cada hostal, en cada reservación, en cada playa que hemos visitado, hemos hecho el amor con la misma ternura del primer día. “No es nada” es su frase favorita. Nunca se detiene ante la posibilidad de que nos escuchen, nos descubran, porque nunca será nada lo suficientemente fuerte para inhibirnos ante la magnitud del contacto de nuestros cuerpos, y eso explica que los muchachos nos hayan descubierto un par de veces. La primera fue en una casa en la playa. Dejamos a los niños chapoleteando a la orilla del mar, y nos escapamos furtivamente, a la habitación que compartíamos con ellos. Todo marchaba bien hasta que el mayor de los hijos se apareció de pronto. Yo no supe qué hacer, pero mi pareja, siguiendo su lema de “no es nada”, agarró una escoba y se puso a barrer, completamente desnudo. El niño se fue azorado, sin comprender cómo alguien es capaz de limpiar sin ropa.
En otra ocasión, todos los infantes del barrio compusieron una pirámide para espiarnos a través de la ventana. Recuerdo que mi amor estaba de guardia en su Unidad, y aprovechando el horario de almuerzo, había ido a verme, por lo cual estaba vestido de militar. El espectáculo de un guardia con chaqueta verde olivo y charreteras sin pantalones debe haber sido traumático para los ojos ingenuos del coro que nos contemplaba. “Mirábamos cómo lo hacen ustedes” —dijo el menor de aquella tropa indiscreta— y yo cubrí mi cabeza con la sábana, avergonzada.
“Cuando sonreíste frente a mi casa, me recordaste a Richard Gere, a pesar de que la sonrisa ocultaba un poco la elocuencia de tus ojos.”
Hablando de su unidad militar, una fortaleza art decó rígida y bien custodiada, debo añadir que también fue testigo de nuestras aventuras irrefrenables, y confieso el morbo que me producía tocar el cielo, mirando ametralladoras y botas descomunales. La patria y el sexo, la defensa y el amor, la violencia y el placer, todo en un delicioso cambalache sin pudor. En más de un cuarto de siglo compartido, hemos completado un ciclo que en realidad no tiene fin, porque una pareja se hace sólida en la cotidianidad, en el bregar del día a día, en ese respirar juntos el mismo aire, por denso, enrarecido, tenaz y difícil que sea. Quiero terminar esta suerte de recorrido sentimental leyendo uno de los tantos cuentos que he escrito para él, pensando en él, en este hombre que me acompaña y me alivia; que me soporta y sostiene; que me asegura que “no pasa nada”, aunque los padres se mueran, aunque los hijos se vayan, y que me demuestra que la vida, a pesar de los pesares, merece ser vivida. Este es el cuento, “Carta de un día”, que resume el glorioso día en que lo conocí:
Esa mañana pensé que me gustaba tu cabeza rapada a lo Bruce Willis, y que las arrugas de tu frente eran tan atractivas como las de Benicio del Toro. Luego, cuando sonreíste frente a mi casa, me recordaste a Richard Gere, a pesar de que la sonrisa ocultaba un poco la elocuencia de tus ojos, que eran como los de Baldwin. Te presentaste adelantando una de tus hermosas manos, como las del Subcomandante Marcos, y no me importó que tu vientre me recordara al de Elliot Goull. Al decir tu nombre, con la mirada cansada que siempre tiene Willem Dafoe, mostraste una dentadura imperfecta como la del magnífico Denzel Washington, y avanzaste un paso hacia mí de pronto desvalido, al estilo de Hugh Grant.
—Sí, venga, necesito un hombre que pinte las paredes, que arregle las tuberías, que componga el teléfono y que resuelva la rotura de las luces —te dije, lo más parecido a Sharon Stone que me fue posible.
“Al final del día, cuando nos parecíamos más bien a Henry Fonda y a Katharine Hepburn en La laguna dorada, ocurrió el milagro”.
Sobraban veinte palabras en mi respuesta, pero no quisiste darte cuenta. Con la misma ternura de Julia Robert pasé horas mirando cómo preparabas las mezclas de pintura y observando la fuerza de tus brazos al impulsar la brocha, como si yo fuera Nicole Kidman en ropa de Molino rojo. Muy a lo Jessica Lange fui ofreciéndote refrescos en medio de tu trabajo con los cables, inspeccionándote con el retorcimiento de una Demi Moore a medio camino con la desfachatez. No me impresionaba tanto lo bien que hacías cada cosa ni el sorpresivo arreglo que ibas logrando, sino que al terminar los techos me recordaras a Morgan Freeman. Que una vez el teléfono y las luces listas, yo dejara de ser la Brigitte Bardot de antes, para convertirme en la Lauren Bacall de los noventa. Que no fuera más Penélope Cruz ni Mónica Vitti, ni la Raquel Welsh de siempre.
Al final del día, cuando nos parecíamos más bien a Henry Fonda y a Katharine Hepburn en La laguna dorada, ocurrió el milagro. Ya tus espaldas no eran las de Kirk Douglas, ni mis piernas las de Marlen Dietrich; ni tu boca la de James Wood, ni mis ojos los de Liz Taylor ni los de Simone Signoret y mucho menos, nuestros cabellos, como los de Tom Hanks o Marilyn Monroe.
De noche fuimos lo que siempre habíamos sido: ignorados, grises, caminantes de no hacer ruido, pero ahora con la sorpresa de haber descubierto que no íbamos a renunciarnos. Que, aunque nunca se supiera, o por eso mismo, nos sentíamos deliciosamente lindos, igualmente bellos, definitivamente reales. Sencillamente tú y yo, sin parecernos a nadie, ocupando la madrugada en darle aletazos a una soledad que ya nos había durado demasiado.