La genialidad del francés André Marcel Voisin, que dio como fruto el método “Pastoreo Racional”, aplicado al ganado vacuno, por una extraña razón se desarrolla actualmente en los procesos burocráticos del país. Es conocida la magnitud de ese reino autónomo llamado Burocracia, que ha sido homenajeada en casi todas las manifestaciones artísticas (creo que solo faltan el ballet y la escultura por rendirle tributo), pero la variante moderna de aquí para allá y de nuevo para el lugar inicial, marca un hito en el arte de complicarnos la vida.
Así como el agrónomo galo destacó las relaciones estrechas que existen entre el suelo, la hierba y la vaca, nuestros burócratas descubrieron que no hay por qué ocupar nuevos espacios para el peloteo. Han ideado el método de obligarnos a regresar al punto de partida, con lo cual sufrimos un dêjá vú muy interesante. Cuando creíamos haber superado uno de los escalones de la cadena, ¡zás!, nos envían para el primer suelo. De nuevo a comer la misma hierba, y a sentirnos como la primera vaca que habitó el planeta.
Hay personas muy previsoras que no abandonan del todo el puesto que alcanzaron en el estadío Uno de sus gestiones. Se quedan “rotando” en la cola, por si hay que volver. Llegan a ocupar el lugar Tres en cinco molotes distintos, pero son los menos. La mayoría de nosotros pecamos de ingenuidad, y damos un largo suspiro cuando superamos el estadío Dos. Es cuando aún no tenemos la sospecha de que debemos retornar.
“… nuestros burócratas descubrieron que no hay por qué ocupar nuevos espacios para el peloteo. Han ideado el método de obligarnos a regresar al punto de partida…”.
Muchos abandonan la carrera: la dejan para un después más lógico y expedito que nunca llega, con lo cual hay que comenzar de nuevo, desde el principio. Pero con más años en el costillar, lo que se traduce en mayores dolores de huesos, más hipertensión arterial, y menos tolerancia ante lo absurdo.
Es abusivo que las personas “de edad” tengamos que correr con el tramiteo legal. Debería diseñarse un método para que fueran los niños los encargados de registrar las propiedades, solicitar certificados de defunción y actas de nacimiento. Ellos, los infantes, carecen de referentes, por lo cual no protestarían como hacemos los adultos. Si no fuera por el detalle de que les importa un soberano pepino estar a bien con la sociedad mostrando los documentos avales, ellos serían perfectos para el peloteo Voisin. Creerían que es normal visitar la misma oficina con el mismo calor y las mismas caras de hace seis meses, y responderían “Sí, cómo no” sin chistar. Pero no es el caso, y como tampoco dejamos para los abuelos de la familia el engorroso deber de demostrar que el jardín que sembraron hace sesenta años es de ellos, nos toca a nosotros, los de edad intermedia, someternos al vaivén de la temible burocracia.
Cuando salimos bien temprano a una de esas gestiones, el resto del clan nos despide con lágrimas, nos abraza y nos desea buena suerte como si partiéramos a un conflicto bélico, y al regresar, bien tarde, nos recibe en la puerta con limonadas, café, y un plato de chícharos. Un niño nos quita los zapatos, el otro nos abanica, los abuelos calman nuestra sed y nuestro voraz apetito antes de preguntarnos (cruzando los dedos) “¿Cómo te fue?” Hay que tener mucho tacto a la hora de responder esa pregunta. A los más jóvenes les aburre escuchar nuestros repetidos pasos en la hierba, a los contemporáneos les causa náuseas, y a los ancianos, dolor de pecho. Por todo esto, resumimos nuestra carrera meteórica hacia el fracaso con un simple “más o menos, ahí, ahí” que no significa nada pero resume todo.
“… nos toca a nosotros, los de edad intermedia, someternos al vaivén de la temible burocracia”.
Quizás lo más apasionante del peloteo Voisin no sea el impuesto regreso al sitio donde comenzamos a legalizar nuestra existencia, sino el asombro con que nos reciben los funcionarios que ya conocen nuestro rostro. “¿Y a usted quién lo mandó de nuevo para aquí?”, nos preguntan después de dos horas de espera en el banco. “Los de aquella oficina” contestamos en susurros, implorando piedad. Por una razón inexplicable, nos sentimos tan inferiores frente a las hordas burocráticas, que los enanitos de Blancanieves resultan polifémicos al lado del minúsculo punto en que nos convertimos. “Mire, le voy a resolver, pero usted no debería estar aquí”, nos dicen. Unas tremendas ganas de gritar nos embargan, pero contenemos al asesino que llevamos dentro. La ilusa creencia de que estamos llegando al final nos tranquiliza, de modo que escondemos la mueca, el puño cerrado y el imaginario arcabuz que tiende a asomarse en momentos como este, y balbuceamos “Como usted diga, compañera”.
Si el francés demostró que es posible armonizar los principios de la fisiología vegetal, y alcanzó justa fama mundial, la burocracia cubana merece el Nobel de Medicina con un trabajo titulado “Cómo enloquecer a un ser humano haciéndole creer que es vaca”. O con otro que sea “Estreche sus coronarias sin darse cuenta”. O quizás con “Establezca relaciones de amor-odio con personas desconocidas”. Pudiera ser “Nazca y muera repetidas veces: solo nosotros podemos lograr el milagro”. Las posibilidades son infinitas. Igual que nuestros trámites. En nuestro país se vive y se muere, como en todas partes. Lo difícil es demostrarlo con papeles.