Policía, tú eres mi amigo
20/4/2020
Poesía y policía riman consonante y conflictivamente. Policía es sinónimo de orden por sobre cualquier otra prioridad. Poesía, aunque también convoca al orden a través de la armonía, la rima y la medida, valora altamente la transgresión del verso libre, el experimento irracional visionario, la violación de las reglas. Ambas trabajan, a su manera, por la paz, por el entendimiento humano, por la convivencia civilizada. Pero la poesía —hija traviesa del saber— persigue igualmente la inquietud, la insubordinación estilística, la sacudida del receptor aletargado.
Confieso con pena que en mi ya largo vivir nunca incorporé la figura del policía como entrañable, excepto en mi aturdida infancia, cuando devoraba Western por la TV y cultivaba la devoción por los revólveres. Pocas veces, ya adulto, sentí al policía como alguien cercano, pues mi visión condicionada por clichés no alcanzaba a ver que sobre la tortuosa cotidianeidad andábamos tras las mismas consagraciones. Unos —los agentes— sostén de la dinámica legal y el orden de un sistema concentrado en la trabajosa equidad; los otros —que somos nosotros— pólvora espiritual, levadura lírica.
En la dura época republicana (1937) Nicolás Guillén publicó sus Canciones para soldados y sones para turistas; entre sus versos están aquellos famosos que le dedicó a un soldado: «No sé por qué piensas tú, / soldado, que te odio yo, / si somos la misma cosa / yo, / tú.», y también en un contexto de desigualdad y discriminación, el dominicano Manuel del Cabral escribió: «No le tire, policía; / no lo mate, no; / ¿no ve / que tiene la misma cara / que tiene usted?» En ambos casos se reclama del uniformado una conciencia de clase capaz de entrar en contradicción con su encomienda, ejecutada por entonces con mayor énfasis en la represión que en la regulación del orden.
Precisamente es ese último aspecto el que marca la diferencia entre nuestra policía y la de muchos otros sitios. El acto represivo —necesario siempre ante al desorden público, el delito, la peligrosidad o el desacato— es para la policía cubana la última opción después de haber agotado el repertorio persuasivo. Esta policía, que recibe el calificativo de revolucionaria, opera con las pautas humanistas en que se cimentan nuestras normas de convivencia y armonía social.
En estos días de pandemia arrasadora hemos podido valorar, casi que con asombro, el alto valor profiláctico con que actúan los miembros de la PNR, ahora en la nueva misión de cuidar porque guardemos el distanciamiento necesario para que el virus reduzca su paso de gigante. Las comparecencias televisivas del segundo jefe nacional de la policía cubana nos aportaron aún más claridad sobre sus principales directrices.
Las crisis siempre nos ponen a pensar diferente, sacan a la luz matices esquivos. Acabé preguntándome: ¿es esto nuevo para nosotros? Debo confesar que, pese a que no lo es, muchos lo pasábamos por alto, atendiendo más al «trabajo sucio» que al beneficio de la mayoría adjunto a las acciones policiales. Y aunque en muchos debates nos hemos detenido a contrastar esos manejos con la crueldad con que la policía de otros países –la chilena, por ejemplo– reprime manifestantes con balas de goma y otros adminículos invasivos, realmente, lo mismo al protestar por una multa del tránsito que al cebar el repertorio de chistes, nunca reservamos para el agente un buen sitio en el imaginario con que nos autoasumimos, poesía mediante, paladines de la espiritualidad.
Felizmente, en el discurso general de la nación, en sus principales documentos rectores de la vida política, en la plataforma ideológica del PCC, y en la Constitución, el reconocimiento de los valores humanos de la Policía Nacional Revolucionaria no falta. Pero me gustaría que en un nivel popular –el poético entre ellos– pasemos a ver a estas personas, también, como figuras que luchan por incorporarle calidad cultural a nuestras vidas. ¿O es que acaso la paz y el orden no son cualidades culturales de un entorno?
Recuerdo, de hace quizás un par de décadas, un spot televisivo donde un niño preguntaba: «Policía, policía, ¿tú eres mi amigo?» y acto seguido aparecía el policía ejecutando algún acto tierno, solidario o afable. Quizás en esta circunstancia nuestros medios (sobre todo la TV) pudieran exaltar un poco más, con materiales de esa naturaleza, la intensa y riesgosa labor de ordenamiento que, para resguardarnos, nuestros policías ejecutan, pocas veces con mano férrea.
En las duras condiciones en que trabajan, estos guardianes de la tranquilidad conjuran el resquebrajamiento de la disciplina social que en los últimos años ha ganado espacio en el día a día cubano. De ahí que se hayan producido lamentables episodios de desacato y atentado, justamente reprimidos. Convivimos hoy con una especie de lumpen de nuevo tipo para quien constituye una gracia burlarse de las regulaciones, transgredirlas de manera desafiante y hasta proclamarlo a viva voz.
Derivado de lo anterior, describo una de las actitudes más frecuente que se da en mi entorno más cercano, que es por añadidura una de las ciudades de mayor índice de infestación en el país: resulta que una cantidad no despreciable de fumadores se bajan el nasobuco para fumar en espacios públicos y suponen que con llevarlo al cuello, como una gargantilla o un babero, basta. Evidentemente hacen caso omiso de que, cuando expelen el humo, crean una diseminación tan virulenta como la de un estornudo. Ven al policía y lo suben; se va el policía, y lo vuelven a bajar.
Narro entonces un suceso de hace menos de una semana: un agente, avisado de la escaramuza evasiva, dio un rodeo y sorprendió infraganti al fumador alegre. Con la cortesía de un predicador y prolija paciencia, le explicó el fenómeno al infractor. Por suerte el aludido reaccionó de manera positiva. Pero su positividad no le impidió preguntarle al policía: «Bueno, ¿y cómo fumo entonces?». La respuesta le llegó, contundente, de un señor entrado en años que pasaba: «Fuma en tu casa, pichón».
El policía haciendo la labor del trabajador social no es un fenómeno de reasignación de contenidos de trabajo, pues siempre nos ha acompañado. Otra cosa es que no lo notáramos ni lo agradeciéramos denotativamente. Valdría la pena saldar la deuda.
A veces me he preguntado si el gusto de la población cubana por seriales como Tras la huella, CSI, La ley el orden, y por la llamada novela negra (prefiero decirle policial) se asocia con algún morboso regusto por recorrer sin peligro los bajos fondos del delito, folclóricos y manieristas. Pero igual acabo respondiéndome la mayor parte de las veces que, como esos productos artísticos siempre concluyen con la captura y el castigo a los infractores (incluso en los filmes de Hollywood) es el afán justiciero el que nos llama a consumirlos, incluso cuando los pasan por segunda, y hasta por tercera vez.
Al final esos héroes de la pantalla o de las páginas acaban siéndonos entrañables, y por ello, en sintonía con uno de los mensajes previos a la transmisión de cada capítulo de Tras la huella —donde se avisa que lo narrado se basa en hechos reales— convoco a que también les brindemos un buen aplauso a estos policías de la Cuba de hoy, como mismo hacemos cada noche para los médicos, científicos y trabajadores de diversos perfiles. Todos ellos, junto al pueblo, se arriesgan por garantizarnos la continuidad de la vida.