Varias veces he oído decir, en espacios académicos, que somos “seres poscoloniales”. Solo apruebo la etiqueta si asumo el “pos” como secuela de una condición psicológica que nos empotra en lo subalterno. No solo los habitantes originarios de estas tierras resultaron animalizados, y exterminados, sin derecho a réplica, por los conquistadores, sino también los esclavos importados, los inmigrantes, y hasta los descendientes de aquellos caballeros que se apropiaron de nuestras riquezas en nombre de alguna corona. Todos aquí padecimos, en diversos rangos, las asimetrías que la colonización provoca y consolida.
Esa detestable práctica nutre sus esencias con la fragmentación. Se destruye un legado y se rearma con los componentes que maneja quien domina. En nuestros tiempos, una vez alcanzada y consolidada la prevalencia material y financiera, la nueva tarea de los poderosos pasó a ser la de legitimar y perpetuar ese dominio, imponiendo sus valores. La fuerza operó primero, la extorsión después, el engaño y la seducción hoy. Esas han sido las herramientas usadas con más efectividad para tales propósitos.
Como la historia registró ya el relato sobre cómo nuestros pueblos se desprendieron del dominio colonial de Europa, hay una nueva historia por escribir (la neocolonial), y es también épica, aunque la inteligencia, y no solo las armas, sea quien la protagoniza.
Eso que llaman guerra de los símbolos trabaja con mecanismos en apariencia más sutiles, pero igual de burdos e identificables. Que la nuestra es la era de la posverdad define la caracterización más acertada que conozco para este amargo presente. El amplio dominio de los medios tradicionales y del ciberespacio al servicio del gran capital, impone la mentira como verdad y establece rangos en los valores culturales. A través de ellos se desdibujan (o se profanan) las identidades largamente establecidas en los imaginarios colectivos: tal es el caso de las expresiones musicales, y de las modas, sobre todo, aunque el desmontaje va mucho más allá.
“Como la historia registró ya el relato sobre cómo nuestros pueblos se desprendieron del dominio colonial de Europa, hay una nueva historia por escribir (la neocolonial), y es también épica, aunque la inteligencia, y no solo las armas, sea quien la protagoniza”.
En algunos de nuestros ámbitos los antivalores se establecen como modelos, por obra y gracia de la reiteración magnificada de imágenes o la amplificación de discursos excéntricos. La voluntad de ruptura derivada de la crisis en que se encajonó a las tradiciones, unida a la desmemoria inducida, han acabado por imponer expresiones en apariencia artísticas, sumadas a normas de conducta y anhelos de consumo inconcebibles en una sociedad como la nuestra.
Un mal trabajo de comunicación social por parte la plataforma autóctona, que no acaba de consolidar jerarquías, también influye en más de un grupo poblacional, hasta llevarlos a asumir esos modelos falaces. Y no nos acogemos a la ya vieja y superada dicotomía “culto” versus “popular” sino al justo apremio por establecer con absoluta claridad y sin paternalismos, límites y vías de acceso legítimos a los espacios públicos.
La rebeldía y la irreverencia, en décadas anteriores fueron potenciadas como poéticas sociales positivas per se. Las protestas de los grupos hippie y los estudiantes contra la guerra en Vietnam como modelos de lucha social clasifican entre lo más emblemático en la segunda mitad del pasado siglo. Enrumbar selectivamente esos performances hacia las capas desfavorecidas y propiciar su desmesura a la par que se hacía crecer su marginalidad económica, derivó en el culto a la brutalidad que hoy presenciamos con pavor en nuestros predios, donde entre otras cosas la grosería a veces se asume como virtud.
El achacoso conflicto civilización contra barbarie vierte y revierte sus protagónicos. La miseria y el arrinconamiento fueron encajonando a esas capas sociales en un pequeño coto de vindicación de lo sucio, de apología a la marginalidad: única manera de los apartados de alcanzar alguna notoriedad y cultivar, en los pantanos de la sociedad, la autoestima.
“Un mal trabajo de comunicación social por parte la plataforma autóctona, que no acaba de consolidar jerarquías, también influye en más de un grupo poblacional, hasta llevarlos a asumir esos modelos falaces”.
Que el fenómeno de la peor música urbana se deriva en nuestro caso de la colonización cultural, pudiera parecer impostado. Pero como contracultura a una cultura oficial que se esfuerza por promover los mejores valores del arte y de la ética, en no pocos casos connota sometimiento e inducción a patrones de asunción de símbolos equívocos.
En sentido opuesto, la imitación pedestre del glamur que los nuevos colonizadores practican amparados en las riquezas que sus ancestros construyeron a costa de nuestro subdesarrollo, connota sentimiento de inferioridad. Estaríamos entonces ante un dilema fatal: ni imitándolos ni rechazándolos con respuestas bárbaras logramos conjurar totalmente la nocividad de esos modelos.
Llevan la ventaja de unos medios más desarrollados, una industria cultural más próspera y muchísimo más dinero para invertir. El gran capital, siempre explotador, es dueño casi absoluto de los medios y la industria cultural, y bien sabemos que su descomunal logística basta para construir biografías, dinamizar carreras y —amparados en mentiras— ensamblar verdades sin fundamento.
Solo nos queda la resistencia, signada por el activismo y la ponderación de los modelos más auténticos de la cultura y la educación. Constituye la única estrategia eficaz para esquivar a ese vampiro que intenta desangrarnos totalmente el alma.