Qué tremenda importancia tiene cada día para todos: solo veinticuatro horas que suman realizaciones y fracasos, siempre que apliquemos la aritmética correcta. En un solo día podemos concretar, entre otros muchos beneficios: la escritura de un buen poema, una conquista inolvidable, la adquisición de algún bien, la lectura de un libro que nos estremece, la culminación de una buena obra a un semejante, un colectivo, o toda la humanidad… Pero igualmente, en ese mismo día, en un solo instante, todo lo logrado puede derrumbarse si en vez de sumar, restamos. Y siempre habrá quien quiera sumar a cuenta de nosotros, perpetuarnos en la sustracción.

Hay un “siempre”, definido por el gran Antonio Machado, que se forma de instantes sucesivos a partir de una condición de eternidad que no caduca. “Hoy es siempre todavía”, dijo el poeta, y gracias a eso comprendemos que el flujo perdurable de los días viene desde los mismos inicios del universo y viaja sin puerto a la vista hacia todos los destinos.

“La dura cotidianeidad nos secuestra los instantes con tareas que los apremios le arrebatan al espíritu, pero hay días en que ‘vivimos el día’ y los seres sensibles que somos declaran fiesta”.

“Vivir al día” no es equivalente a “vivir el día”. Muchos de nosotros “vivimos al día” apremiados por necesidades inmediatas y urgentes, siempre esquivas, que nos obligan a perder, jornada tras jornada, las mejores esencias inherentes al tiempo. La dura cotidianeidad nos secuestra los instantes con tareas que los apremios le arrebatan al espíritu, pero hay días en que “vivimos el día” y los seres sensibles que somos declaran fiesta.

El futuro puede ser sueño o pesadilla, según lo que queramos alcanzar o temamos perder. Esto no es una receta, pero pretende comprender que la posesión de lo elemental, adquirido con la fatigosa e imprescindible inversión de tiempo, constituye el gasto ineludible que nos impone nuestra materialidad humana. Conjurarlo, o dosificarlo, es el antídoto, porque siempre habrá un tiempo para todo, solo basta emplearlo con cordura y sabiduría. Lo esencial está esperando por nosotros.

Economizar tiempo y esfuerzo para entregarlos a la creatividad y el altruismo (solo en contadas ocasiones al ocio estéril) puede ser una de las claves invisibles para que nuestro “hoy” siga siendo “siempre” hasta el final de nuestros días. La búsqueda de lo suntuario a costa de la totalidad de nuestro tiempo es casi un crimen. Quien a ello convoque, de alguna manera nos enajena la felicidad. Y pienso ahora mismo, con indulgencia, en esas personas que, en muchos lugares de este mundo lleno de vitrinas repletas, se ven obligadas a consumir la mayor parte de sus días (todos sus “hoy” a tiempo completo) en horarios sobrehumanos de labores que acerquen los tesoros efímeros de la sobrevivencia. Sus disímiles potencialidades se posponen vitaliciamente y la realización se atasca, como utopía, en el devenir.

Pero pienso también en mis compatriotas de hoy mismo, y en congéneres de otros muchos sitios de nuestro entorno empobrecido, que, con la entrega de todo el tiempo útil de sus vidas tras la mínima subsistencia, propician la opulencia de otros. Muchas más veces de lo imaginado, una buena parte ni siquiera logra ese peculio, frenados por los obstáculos que imponen los poderes omnímodos del gran capital, cuya lógica de expolio sí accede con vía libre al futuro.

Cuando compruebo que aquellas despensas privilegiadas se llenan con lo que nos quitaron quienes las avituallan a costa de nuestra pobreza, condeno con todas mis posibilidades a esos que, con los bienes, el tiempo y la fuerza como herramientas, le imponen a la mayoría de la especie un “hoy” perpetuo, que nunca será “siempre”.

El mayor bien que nos arrebatan cotidianamente es la energía que ofrendamos a un tiempo sin espíritu. La injusta mano que distribuye la riqueza creada por el ser humano, no solo escatima mercancías y otros bienes materiales, también nos deja secos de perspectivas y vacíos de tiempo. Nos roban el “hoy”, que debía ser “siempre” porque viene del pasado y se pierde en los confines de la eternidad.

“El futuro como prolongación de un hoy que viene del pasado (tiempo al fin) está presente en algunos bellos textos que han pretendido anticiparlo o conjurarlo”.

La manera en que la mayor parte de la humanidad se organiza al amparo de un sistema social que patenta la inequidad valiéndose de principios hermosos como la democracia representativa y la libertad de opinión, entre otros, es un proyecto de convivencia cuyo fracaso refrendan los siglos. Esa plataforma, solo en apariencia filantrópica, derivó en una concentración de poderes al servicio de una minoría que los usa de un modo instrumental y selectivo.

El futuro como prolongación de un hoy que viene del pasado (tiempo al fin) está presente en algunos bellos textos que han pretendido anticiparlo o conjurarlo. Pablo Neruda lo aprecia repleto de posibilidades: “El futuro es espacio, / espacio color de tierra, / color de nube, / color de agua, de aire, / espacio negro para muchos sueños, / espacio blanco para toda la nieve, / para toda la música”. Wislawa Szymborska, sin embargo, lo siente de otra forma: “Cuando pronuncio la palabra Futuro la primera sílaba pertenece ya al pasado”. Sobre el día que transcurre, en fecha más reciente, dijo el poeta español José Manuel Lucía Megías: “El instante cotidiano nace para desaparecer”. Yo, por mi parte, me quedo con la sentencia que alguna vez le oí a cierto filósofo apócrifo cuyo nombre omito: “El día de hoy es el pasado de mañana y el futuro de ayer: todos tienen más de una cara”.

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