¿Y qué me va a dar la Uneac?
6/5/2019
Ingresé en la Uneac a los 41, en 1990, un año después de haberse editado el que en términos profesionales considero mi primer libro. Tres años antes de la publicación, con el original de aquel proyecto obtuve el premio 26 de Julio, por entonces muy valorado. He asistido a tres congresos de la organización: en 1998, 2008 y 2014. Nunca me pregunté (ni pregunté a otros, ni preguntaré) qué me daría la Uneac.
Sobre todo en los dos últimos cónclaves, se habló del envejecimiento de la Unión, de la necesidad de nutrir la membresía con jóvenes. Poco se ha concretado en ese propósito. Sobre las razones, lógicas algunas, dudosas las otras, me pronuncio.
En primer lugar, me parece comprensible que la juventud más joven (perdón por el pleonasmo) no sea mayoría en las filas de la Uneac, sobre todo si entendemos que se trata de una agrupación que incluye con criterio altamente selectivo a los artistas y escritores de probada madurez expresiva, condición que la mayor parte de las veces requiere de la acumulación de vivencias, experiencia, estudios, reflexiones.
Manejar la juventud como una categoría estética y no como un accidente cronológico es un error con el cual se ha operado en algunos momentos no tan afortunados de nuestra dinámica cultural. Algunas consagraciones espurias se concretaron a la luz de ese espejismo.
Pero, mirándolo desde al ángulo opuesto, lo dilatado de los períodos en que se ejecutan los crecimientos de nuestra organización, entre congreso y congreso, también retardan, creo que de manera injusta, la concreción del impulso renovador que aportaría una cultura entendida y promovida desde la perspectiva joven. Impone además una espera casi desesperanzadora para aquellos que, con obra ya madura, desean y necesitan de los caminos expeditos que la Uneac pudiera propiciarles para su inserción en un discurso cultural enriquecedor, contestatario de los mensajes reductores que de todas partes (incluyendo nuestro propio entorno) nos llegan.
Confieso hoy el desconcierto con que viví las sesiones del último congreso de la Uneac (2014), donde afloraron en demasía intereses de pequeña estatura, ceñidos a supuestas consagraciones empresariales, economicistas, estrechamente gremiales, sectarias y, en no pocos casos, egocéntricas en pos de cotos de poder. El confuso guion con que se manejaron los debates, al menos a mí, me infundió la certeza de que los momentos de cambio que en lo económico implementa nuestra sociedad hacían pensar a una buena parte de los debatientes que había llegado la hora (pido perdón nuevamente, ahora por la importación de sentidos) de adquirir acciones financieras sacadas al mercado en la bolsa de Cultura.
Al evocar la profundidad de los debates del VI Congreso, de 1998, de donde emergieron problemáticas y soluciones encaminadas a incorporarle coherencia a nuestro devenir, con el fomento de la cultura como única rentabilidad, en el evento de 2014 sentí que pisaba tierra extraña.
En aquel emblemático congreso del 98, último al que pudo asistir Fidel, se discutieron políticas que derivaron casi inmediatamente en hechos concretos vinculados con la enseñanza artística, la arquitectura, el patrimonio, los medios, la literatura. Qué diferencia con el último, donde una de las frases más socorridas fue que la Uneac tenía que procurar parecerse al país. Supongo que quienes sustentaban tal principio no pensaban en el país ideal, sino en el que mutaba abriendo espacios a opciones donde la institucionalidad era penetrada por otras esferas de influencia, vinculadas a sectores y lógicas emergentes donde la intervención estatal se desdibujaba a todas luces.
Me complace pensar –a las puertas del IX Congreso, a celebrarse en junio– que pertenezco a la misma Uneac que se parece al país forjado en los altos ideales de la política cultural de la Revolución, la de aquellos duros días en que la cultura no era solo lo primero que había que salvar, sino también la salvadora de lo aparentemente insalvable.
Alabo, porque siempre me permitió expresarlo sin censura, una organización donde no pocas veces plantamos cara en pos de no desvirtuar las esencias que le permiten a la cultura jugar su papel dinamizador de todos los procesos en una sociedad de profunda razón humanista, como la que siempre hemos soñado. Y hablo de una cultura que –se sabe– trasfunde ímpetu y vigor a todo, incluyendo la economía.
Falta mucho más pensamiento joven, en general, en nuestro devenir social. La Uneac no es la excepción. Con el propósito de revertir el fenómeno, en el pequeño radio de acción de un Comité Provincial (Villa Clara) hemos tratado de incorporar, no solo a la membresía sino también al ejecutivo, a algunos bisoños artistas destacados. Los que ya militan en nuestras filas, en alguna medida responden de manera coherente; otros pocos, con condiciones para ingresar en ellas, han expresado reticencia, pues no la perciben como fuente de ganancias. Tengo la esperanza de que se trate solo de casos puntuales.
Lo sorprendente es que algunos compañeros, ante descabellados reclamos a priori sobre los beneficios que reportaría pertenecer a la Uneac, sufren una especie de parálisis argumental y no consiguen devolver una respuesta adecuada.
Ante la gruesa pregunta de "¿Y qué me va a dar la Uneac?", un compañero de un comité municipal de mi provincia, cuya membresía mengua por las consabidas razones de la emigración hacia el turismo y más allá, confesó sentirse anulado.
De alguna manera este texto quisiera ayudar a quienes enfrenten semejante galimatías: quien sea capaz de emitir con tal desembozo dicho cuestionamiento, se descarta a sí mismo como posible miembro de una organización de pensamiento y militancia cultural cuyas pautas altruistas no se contraponen a las de crecimiento personal.
No obstante –quizá para que se lo replantee– no estaría de más responderle que pertenecer a la Uneac le da a uno el orgullo de integrar la misma organización que acoge o acogió a: Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Mariano Rodríguez, Rita Longa, José Lezama Lima, Harold Gramatges, Abel Prieto, Leo Brower, Roberto Fernández Retamar, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Silvio Rodríguez, Miguel Barnet, José Antonio Rodríguez y tantos grandes artistas que hacen imposible la enumeración puntillosa.
También, pertenecer a la Uneac nos permite concebir y recibir apoyo para emprender proyectos que sumen a nuestra cultura nuevos enfoques, perspectivas revolucionarias, propuestas de vanguardia. El tufo pragmático de la pregunta no resulta ni siquiera irreverente, porque es, sobre todo, pedestre.
Mi generación operó durante varias décadas con un concepto que llamábamos "voluntad de servicio", lo cual no implicaba servilismo ciego a lo concebido por otros, sino la conciencia de que lo que pensábamos y poníamos en práctica servía a otros para alcanzar la estatura humana que las pautas de igualdad y justicia socialistas tienen como prolegómeno esencial.
En los últimos tiempos, con las duras y urgentes tareas que enfrenta el aún nuevo ejecutivo cubano, veo con un poco de preocupación que en el gran discurso político no se le asignan grandes protagonismos a la cultura en pos de los objetivos de prosperidad y desarrollo sostenible que buscamos a toda costa. Quizás sí ocurra y nuestros medios no lo consideren información priorizada. De cualquier modo, si no es una carencia en el discurso mismo, sí lo es en la plataforma informativa. No olvidemos que nuestra Revolución fue liderada hasta sus últimos días por un intelectual consciente del papel de la cultura en el sueño de una Cuba a la altura de lo que merecemos los cubanos.
Tendremos mucho de qué hablar en el largo proceso que antecede al IX Congreso de la Uneac, y en el propio cónclave, por supuesto. Nada buscamos, poco queremos, solo aspiramos a entregar lo mejor que pueda producir la casi nunca errática inteligencia colectiva, y que de ello se deriven claros y contundentes programas de acción.