La acera infinita

Anisley Negrín
21/12/2015

A María Liliana, a su niña

y, por qué no, también a su asesino.

Siga las instrucciones al pie de la letra.

Vaya a un callejón oscuro. Cualquier callejón, no tiene que ser uno en específico. Allí encontrará al asesino. Acérquesele por detrás, sin hacer ruido. Para esto debe usar zapatos cómodos, que amortigüen el sonido de las pisadas (preferiblemente zapatillas deportivas). Si él se percata de su presencia, no tema. El asesino no es su asesino. De seguro hará como si nada cuando vea que usted no es a quien espera. Sitúese a su lado. Ubíquese en la misma posición que él ocupa. Si está recostado a la pared, recuéstese. Si tiene una pierna descansando tras la otra, descanse la suya. Acompase la respiración a su ritmo. Adopte su expresión, sea de austeridad, de profundidad en la mirada, de resignación, de santa calma. No importa. Asuma sus manías de asesino. Entiéndase: acariciar una navaja, cortarse las uñas, jugar con un mechón de pelo, chasquear los dientes, masticar una pajita… De tanto imitar al asesino, usted se ha convertido en el asesino. Usted es el asesino y no viceversa.

Una vez superada la primera etapa: de reconocimiento y aceptación, pasemos a la segunda.

Por la avenida, a la que desemboca el callejón, pasará una mujer elegante. No tiene que estar vestida de rojo, ni llevar una prenda especial para que usted la reconozca. Simplemente debe recordar que irá elegante. Sígala. No se preocupe por el asesino que deja atrás. Ya usted se asumió como tal y es hora de que interprete su papel. Concéntrese en la mujer a la que está siguiendo. La mujer afinca los pies con fuerza sobre el pavimento, como si quisiera cerciorarse de que esté bien firme. Para no hacerse notar, camine a su paso. No es que vaya a pasar nada si lo nota, pero es mejor precaver. Como usted comprenderá, la calle está desierta y cualquiera puede imaginarse lo que no es; y si presiente que un asesino lo sigue…

Cuando se tropiece con el tercer semáforo, la mujer doblará a la derecha. Doble. Recuerde, siempre a su ritmo. En el semáforo está la clave. Ella bien pudo doblar en el anterior y no lo hizo. Lo hace ahora, en el tercero. Pregúntese por qué. La respuesta importa poco. Es una pregunta retórica. Ojo con la mujer, que se está adelantando demasiado y eso no conviene. Ella se parará en la esquina. Mantenga una distancia prudencial, no es bueno que sospeche demasiado. Notará usted que busca en su cartera. Debe quedarse en vilo, porque usted no sabe que sacará de ahí, si un revólver o un cuchillo. Respire cuando logre ver que solo era un cigarro, que la mujer se apresura a encender. Sí, pero no pierda mucho tiempo respirando. Meta usted la mano en su cartera y saque otro cigarro. Fume. De pronto se ve usted vestido elegante, bolso en mano, fumando como esa mujer a la que persigue. Usted es ahora la mujer. Cuídese las espaldas.

Arroje el cigarro. No importa cuánto le haya costado, ni si está por la mitad. Arrójelo. En el momento justo en que va a lanzarlo a la calle aparecerá un barrendero conduciendo un tanque de basura sobre ruedas. Espere a que pase por su lado. No se impaciente si nota que es de andar lento. Usted no tiene apuro. Usted tiene todo el tiempo del mundo. Cuando el barrendero esté a su alcance termine de arrojar el cigarro y métase dentro del tanque de basura. Aguante la respiración si cree que el hedor es insoportable. No se preocupe mucho por arruinarse la ropa. Usted no la paga. Una vez dentro del tanque, esté atenta a todo lo que dice el barrendero. Los barrenderos por lo general hablan solos, de cualquier cosa; incluso, sobre si ya la gente no bota los cabos de cigarro a la basura y se queman los dedos por tratar de extraer lo más que puedan. El barrendero se alegrará de que usted haya lanzado su cigarro con solo haberle dado una o dos chupadas. Seguro dirá: esta es mi noche de suerte, y no se molestará de cargar con usted en su tanque, así tenga que recorrer la ciudad entera. ¿Ya ve cómo una buena acción se paga con otra? Repito, esté atenta a las palabras del barrendero. Deseche la hojarasca. Cuando diga la contraseña es porque el asesino está ahí, pisándole los talones y usted deberá salir del bote de basura y darse a la precipitada. Sé que es difícil descifrar lo que el barrendero dice. Le faltan los dientes. Masca tabaco. Habla con un acento nasal que se asemeja al francés. Todo ello influye; pero no se dé por vencida.

Es tanto el rato que lleva esperando a que el barrendero diga la contraseña, que usted ya no es esa mujer elegante a la que persiguen, sino el barrendero mismo. Y ahí está, arrastrando el bote de basura sobre ruedas que pesa más que un tanque de guerra, por ocultar a la santa que arrojó medio cigarro al suelo para que usted lo recogiera. Se recuerda de ella y dice: La acera es siempre infinita.

Las palabras salen de su boca empujadas por una fuerza superior a sí mismo. Usted se extraña al decirlas, pero que el extrañamiento no le impida ver al cuerpo que sale disparado del latón de basura y corre, calle arriba, sin mirar atrás. Tras ella, el asesino. En el suelo, la tapa de latón hace un ruido metálico antes de detenerse. Es cambio de turno. Hora de que usted se vaya a casa. La noche es fresca y se presta para caminar. Quizás la mejor ruta sea esa por la que escapó la mujer. A las puertas de su hogar se topará usted con su esposa, que lleva un buen rato esperándolo. No le pregunte qué hace ahí a estas horas. No hará falta. Ella se le adelantará para decirle que sintió una voz de mujer y abrió la puerta. La mujer se notaba sofocada y un tanto nerviosa. No le dijo mucho, solo que entregara ese papel a la persona correcta. Pero su mujer no hará eso. Las calles, de noche, son mortales para las mujeres. Usted es quien deberá ocupar su lugar. No se queje de sus obligaciones de esposo. Las amas de casa son como la policía; es decir, la autoridad.

Se vale sentir un poco de duda o temor. Es natural.

Haga lo que ella le orienta, lleve el papel a la dirección indicada. Si siente curiosidad no lo voy a cuestionar. Todos sentimos curiosidad en algún momento de nuestra vida. Si la curiosidad es más fuerte que usted desdoble el papel y léalo. Asuma las consecuencias de sus actos. Usted sabía que al leerlo contaba con dos probabilidades: que le gustara lo que había escrito, o no. Séquese el sudor, que no es bueno presentarse ante personas tan distinguidas, que lo recibirán con diplomacia, como un barrendero cualquiera. Usted no es un barrendero cualquiera. Usted es El Barrendero. Oculte su miedo. Una vez que se vaya acercando al lugar acordado, cerciórese de que nadie lo observa. Voltee a su derecha, a su izquierda, detrás de usted. Debajo de una bombilla pública encontrará un hombre con saco gris, corbata y brazalete negros, como si llevara luto. Encuéntrese con él. Salga rápido de ese asunto. Déle el papel y olvide de plano lo que leyó. No es saludable que lo recuerde. Siempre se corren riesgos. Puede que, mientras duerma, usted sueñe con este incidente y se le vaya la lengua sin querer. Puede que su esposa lo escuche y lo diga a la vecina. Puede que la vecina riegue la voz y la policía venga por usted. ¿A quién le importa un barrendero? Su ausencia no se hará notar. Cuando se vaya a retirar hágalo despacio para darle tiempo, de llamarlo, al hombre que lleva luto: ¡Eh, tú, vuelve acá! Regrese sobre sus pasos y haga exactamente lo que el tipo le oriente. Él le pedirá que lo acompañe a esperar su auto. No tardará mucho —le dirá. Puede que todo esto le huela a gato encerrado, pero acceda. Uno no sabe cuándo se queda bien, ni cuándo mal, con esta gente. El auto aparcará frente a ustedes. Las ventanillas se mantendrán arriba. El tipo le ordenará: Entra. Obedezca. A no ser que quiera amanecer con un plomazo en el cuerpo. Solo irán usted, el tipo y el chofer. Nadie hablará dentro del auto. No lo haga usted. No es bien visto que el extraño tome la iniciativa, e introduzca un tema de conversación. El auto demorará horas en detenerse. En ese tiempo dedíquese a observar a su contrario. Imite sus movimientos. Adelántese en tomar la botella que él pretende alcanzar. Obvie su cara de contrariedad por tal atrevimiento de su parte. Sírvase un trago. Beba justo como él bebe. Coma cuánto come. Mírelo bien. El tipo es un poco grueso, tendrá usted que aumentar unos kilos para llenar el traje que él viste. Pero no se preocupe. La imitación lo ha hecho transformarse. Usted ya es él. Usted lleva el mando ahora.

Cuando el chofer frene, saque al barrendero fuera del auto. Hágalo sin ensuciarse mucho las manos de esa gentuza. Ya tendrá tiempo de desinfectar los asientos. Llévelo hasta la sala de reuniones. Siéntelo en una silla frente a los demás y pregúntele si leyó el papel. Él dirá que no, pero usted sabe que sí. Todos leen el papel. Es un reflejo incondicionado. Pregúntele si entendió lo que decía el papel. Él negará de nuevo. Cabe la posibilidad de que no haya comprendido, es un mensaje cifrado, no está hecho para ser asimilado por todo el mundo. Pero no subestime al enemigo. Dispárele un balazo en la sien sin muchas contemplaciones. Lo más probable es que si lo piensa dos veces no lo haga. Es su deber hacerlo. Su prestigio está en juego delante de los otros. Ellos lo juzgarán por sus acciones. Ordénele a uno (asegúrese que sea el indicado) que abandone el cuerpo en el primer basurero que encuentre. Mándele a buscar y páguele a la patrulla nocturna. Hoy está de ronda el que le debe favores, al que usted le debe pagos. Aproveche la oportunidad. Hágalo con aire de cordialidad. Más que mandar, sugiera. Sea amable. Pásele un brazo por detrás del cuello, al tiempo que introduzca un sobre abultado en bolsillo interno de su saco. Dígale que usted apreciará mucho su acción. Hágale saber cuán importante es la discreción en estos asuntos. Déle unas palmaditas en el pecho. Ríase con él. Contamínese con él. Conviértase.

Confío en ti para este trabajo —le dirá el jefe. Usted sabe que es un deber moral cumplir con él. Envuelva el cuerpo en bolsas de basura. Requerirá por lo menos dos. Introdúzcalo dentro de una maleta que el jefe le propiciará. Arréglese el pelo engominado, que con tanto ajetreo se le ha descompuesto. No puede usted denotar agotamiento si quiere deshacerse de un cuerpo sin levantar sospechas. Baje las escaleras. Salga. Camine despreocupadamente por un rato. Aléjese del lugar de los hechos, así evitará conexión con la banda, el jefe y el muerto; aunque, no olvide que lo que lleva en la maleta es un cadáver, y un cadáver siempre atrae moscas. Y ahí esta la primera: la patrulla que se aproxima como si usted oliera a peligro.

—¿A dónde se dirige?

Conteste que solo pasea.

—¿A esta hora de la noche?

Asienta con la cabeza.

—¿Y para qué lleva una maleta si solo pasea? ¿Qué hay dentro?

Responda que se va de viaje y quiso dar una vuelta por la ciudad antes de hacerlo.

—¿Qué hay dentro?

Ropa, conteste.

—Usted tiene cara de ser el enviado del jefe.

Es la patrulla indicada, pero usted es un hombre que cambia, que no ha dejado de cambiar, que tal vez tenga otros sueños… Haga silencio unos minutos. Ponga cara de yo no fui. Confiese que él lo obligó a deshacerse de un cuerpo con un balazo en la cabeza y que había sido advertido de hacer lo posible por evadir la ronda nocturna. Tenga presente que todas sus acciones deben quedar perfectas. La policía es la autoridad. El reto es burlarla. Dígale que a usted le pareció que el jefe hacía un gesto de fastidio cuando se refirió a la patrulla, y no le gustó la idea.

—¿Así que fastidio? Que se cuide si no quiere ver acabado su negocio y sus días.

Insista en la mala cara del jefe cada vez que mencionaba a la patrulla.

—¿Y no me mandó lo mío con usted?

Niegue, como si no supiera de qué habla. Ya que se está arriesgando, mienta. Algo debe ganar. Jure. La mano derecha en el corazón, en el sobre.

—Que se prepare ese mal nacido.

No se quede parado como una estaca. Indíquele el lugar de reunión a la patrulla. Sírvale de guía. Un favor, para mantener a salvo su condición de hombre libre. Ábrale la puerta sin dejarse ver ante los otros. Alégrese de su suerte. Puede que el jefe y los demás acaben baleados ahí mismo, o vayan presos. Los criminales no valen una moneda de cobre. Usted ya no es un criminal, se acaba de limpiar con esa delación; mientras, ha ganado algo.

Acabe de soltar la maleta en ese callejón oscuro que se avista. Enfrente tiene un callejón oscuro, pero también su libertad, un sueño. Todos soñamos. No se preocupe por esa sombra de hombre que sale proyectada hacia la calle. Él no tiene por qué presumir que usted transporta un cadáver, ni tiene que importarle. Usted ya se libró de todo al dejar de pagar para que pagaran otros. Al verlo aproximarse, la sombra se internará más en la oscuridad. Usted, avance. Intérnese en el callejón. Suelte la maleta. Vuélvase para mirar. Fíjese en la cara de la sombra que viene a su espalda, clavándole los ojos en la nuca. Lo reconoce ahora, ¿cierto? El asesino es su asesino. De nada le valió denunciar a ese atajo de criminales para embolsarse un fajo de dinero.

Este es el final del camino. El final del camino es un callejón oscuro. Un callejón oscuro es un asesino que espera mientras los demás huyen, encubren, secuestran, ordenan, delatan, se vengan, sienten alivio. Ese ambiguo alivio que usted sintió al mentir y soñar con un futuro, creyendo (por un instante) que liberaba su conciencia y se hacía liviano como un globo inflado de helio.

Ahora, desorbite los ojos en señal de temor. Asúmase víctima y déjese matar, aunque no muera.

Tomado de Isliada