Los delirios de Mario Bellatin

Pedro de la Hoz
28/1/2016

Una de las tantas buenas iniciativas de la Casa de las Américas —la concesión de Premio Honoríficos a libros publicados en el plazo del bienio que antecede a la convocatoria al certamen literario— ha hecho posible que joyas de la narrativa, la ensayística y la poesía, no suficientemente visibilizados en el mercado editorial pero de indudables valores, circulen entre los lectores cubanos.

En 2014 el Premio José María Arguedas nombre que implica un acto de justicia al recordarnos al formidable escritor peruano, autor de Los ríos profundos— recayó en la novela del mexicano Mario Bellatin, El libro uruguayo de los muertos, puesto a circular en Cuba con motivo de las jornadas por el Premio Casa 2016.

Conocí a Bellatin cuando fue jurado de ese propio concurso en 2009. Ya era un escritor de obra fecunda y sugerente. Había obtenido el Premio Xavier Villaurrutia en el 2000 por su novela Flores y en su arca narrativa sumaba otras como Salón de belleza (1994), Damas chinas (1995) y El gran vidrio (2007). Tenía una mirada intensa, vestía una capa negra y manejaba la prótesis implantada en el brazo derecho como un espadachín. Rezumaba humor por todos los poros.

Entonces supe que pude haberlo encontrado antes. Había viajado a Cuba a finales de los años 80 para estudiar en la Escuela de Cine y TV de San Antonio de los Baños y conocía de memoria las calles de La Habana. En su estancia de tres años no se hizo cineasta pero sí narrador: “Aquí comprendí que mi destino iba a estar atado a la escritura”.

Uno no sabe si todo lo que dice Bellatin es en serio. En una entrevista suya leí la siguiente disquisición: “Soy sufista. El sufismo me enseñó que todo es un todo, que todo forma parte de lo mismo, que vivimos en tiempos paralelos, que no hay avance, que hay circularidad, paralelismos. Que todo el tiempo, los vivos y los muertos vivimos en tiempos simultáneos, en el instante”.

Uno no sabe si todo lo que dice Bellatin es en serio.

Ignoro si el escritor pertenece a una cofradía de practicantes de esta doctrina islámica, si persigue la purificación del alma, el alcance del conocimiento divino, y si se le han revelado las verdades coránicas, pero ese tránsito por mundos paralelos entre la vida y la muerte le imprime a El libro uruguayo de los muertos una densidad mágica que arrastra al lector hasta la última línea de la novela ahora publicada por el Fondo Editorial Casa de las Américas.

El juego, siempre el juego, es la perspectiva dominante en Bellatin.

De a poco se van acumulando delirios y misterios. El propio Bellatin es y no es protagonista, indaga en La Habana, junto su colega mayor Sergio Pitol, quien reparte muñecos desalmados, revela una enfer­medad de la que nada se sabe, decide la adop­ción de per­ros de dis­tin­tas razas que luego regala, pretende apresar la naturaleza esquiva de Frida Kahlo, y dedica parte de su tiempo a tomar fotografías invisibles con una cámara antigua. Muchas historias que se entrecruzan, complementan, se niegan a si mismas y terminan por construir un túnel de doble acceso a la ficción y la realidad.

Al juzgar el texto, el mexicano Alejandro Badillo observó: “Los frag­men­tos que se repiten no tienen un vín­culo infor­ma­tivo o for­man parte de una anéc­dota, se basan en la caden­cia, en hilar los frag­men­tos en un solo dis­curso hasta encon­trar un ritmo hip­nótico: efecto que aparente­mente se queda en la super­fi­cie pero que trata de hacer una crítica o abor­dar lo lit­er­ario desde una trinchera diferente”.

El juego, siempre el juego, es la perspectiva dominante en Bellatin. Alguien le pregunta por qué un mexicano tituló su obra El libro uruguayo de los muertos. El autor responde: “Para que me hagan la pregunta. Otro poco para molestar. Quizá también como una forma de demostrar lo milagrosa que me parece buena parte de la literatura uruguaya, y porque cuando en el libro se menciona el asunto ya estamos todos sumergidos —escritura, autor, lector— en uno de los puntos más irreales de la ficción.