Ramiro Guerra: Danzar más allá de la muerte

Norge Espinosa Mendoza
3/5/2019

El fallecimiento del maestro Ramiro Guerra, Premio Nacional de Danza, deja para el arte escénico y la cultura cubana toda, una ausencia que nadie podrá cubrir. Su legado como coreógrafo, profesor, investigador y líder, en las apropiaciones de las vertientes modernas, y sus postulados en nuestro ámbito dancístico, lo habían convertido ya, desde hace mucho, en una referencia primordial. Su obra es la de un fundador veraz y convincente, que fue en vida, además, un guerrero dotado de todas las armas, en busca de la renovación genuina.

No hay adiós posible para quien supo alcanzar una trascendencia tan firme,
pletórica de futuridad. Ismael Batista. Tomada de Granma

 

Nacido en 1922, de haber llegado al junio de este 2019, le hubiéramos celebrado los 97 años. Renegó de su carrera de abogado para irse en pos de la danza, y tuvo entre sus maestros y guías a figuras como Nina Verchinina, Martha Graham y José Limón. En 1943 bailaba, guiado por Alberto Alonso, en Pro Arte Musical. Viajó a Europa, a Estados Unidos, se integró a las Misiones Culturales animadas por Raúl Roa en 1950, y se forjó como bailarín y coreógrafo en medio de la indiferencia general. Como a tantos cubanos, le sorprendió encontrar fuera de su tierra los ecos de su identidad, y regresó a su patria para ir más al fondo de este asunto, preparándose para retos mayores. En 1959 crea el Conjunto del Departamento de Danza Moderna del Teatro Nacional de Cuba. Fue su propia revolución dentro del nuevo tiempo.

Lo que Ramiro Guerra hizo cristalizar en ese empeño nos alienta todavía. Mulato; Mambí; La Rebambaramba; Chacona; Improntu galante; Medea y los negreros y Orfeo antillano, son mucho más que títulos en un catálogo de lujo. Con Suite yoruba consigue un clásico que unifica la herencia de la cultura africana en nuestra nación, con la visión de un artista pleno en su afán de modernidad. Fue estricto, severo, riguroso. Fogueó a bailarines y nombres que hoy lo reconocen con agradecimiento infinito. El Conjunto triunfó en París, en otras naciones europeas, recibió los elogios de Maurice Béjart. Y tenía por delante aún más desafíos. La fuerza polémica de El decálogo del apocalipsis, en 1971, parecía rozar el límite.

Tras el frustrado estreno de esa última pieza, los aires de un momento oscuro alejaron a Ramiro de la compañía que él fundó. Fiel a sí mismo, no se detuvo por ello, y de esa aparente parálisis vinieron algunos de sus libros sobre el arte de la danza, uno de sus grandes aportes. Restaurado el nivel de las aguas, no quiso volver atrás y retornó a la coreografía, con el Conjunto Folklórico Nacional y otras agrupaciones. En 1989 estrenó De la memoria fragmentada, una pieza que recomponía, en el escenario, memorias, obstáculos y nuevas profecías. No volver sobre sus pasos era una de las divisas que proclamó. Y también en ello fue único, indagando siempre, inquietando siempre.

Ahora que ha fallecido, podrá hacerse una biografía formal de este maestro. Premios y condecoraciones, distinciones y doctorados, podrían intentar su retrato. Genio auténtico, no podrá ser reducido a una biografía formal. Sus discípulos directos e indirectos, sus colaboradores, estudiosos y amigos, sabrán recordarlo como un espíritu sin descanso. Lo que él fundó, baila con nosotros. Sus libros, que deberían ser más y mejor leídos por las nuevas generaciones, no solo de la danza en Cuba, serán bitácoras imprescindibles. Ramiro Guerra fue un talento y un carácter, y en su ética de rigor nos deja muchos retos por venir. Este fin de semana, la compañía que él fundó, ahora bajo el mando de Miguel Iglesias, volverá a convocar al público en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Sea esa la mejor manera de entender, y demostrar, que su nombre danza más allá de la muerte. Que como todo artista verdadero, no hay adiós posible para quien supo alcanzar una trascendencia tan firme, pletórica de futuridad.