Cincuenta años para volver a Tlatelolco, Paisaje Minado

Norge Espinosa Mendoza
8/10/2018

Determinados dolores no desaparecen nunca. Cuando esa sensación se une a la rabia de las pérdidas y a la ansiedad de respuestas que aún reclaman justicia y orden, la memoria es siempre un paisaje minado. Fue eso lo que sentí al pisar la Plaza de las Tres Culturas el pasado 2 de octubre, escenario de una matanza que alteró, con la misma fuerza de un temblor, la historia de México. Cincuenta años no han bastado para limpiar allí lo que la sangre dibujó ante el edificio Chihuahua, y los acontecimientos de aquellos días perduran como un recordatorio que se extiende hasta las reacciones de hechos tan recientes como los de Ayotzinapa.

En el eje la masacre estaban los estudiantes universitarios y la acción ordenada por el presidente Gustavo Díaz Ordaz pretendió acallar esas voces en las vísperas de los Juegos Olímpicos de 1968, los primeros que se efectuarían en una nación latinoamericana. Año intenso no solo en México, el 68 fue el punto más febril de una serie de hechos que se concatenaban, y que ya fuera en Praga, París o Ciudad México, evidenciaban una serie de malestares y la necesidad de otras utopías que por desgracia, en muchos casos, no pasarían de ser más que eso. Me encaminé a la Plaza, combinación viviente de historias y culturas, con todo esto en la cabeza. Mucho antes de que llegara, el bullicio de cantos y consignas me hizo saber que estaba ya, no solo físicamente, sino también en el espíritu de Tlatelolco.


Fotos de la Plaza. Foto del autor

 

Lo que comenzó siendo, en julio de ese año, el enfrentamiento entre dos grupos de estudiantes rivales que acabó con la intervención policial, fue creciendo como un malestar que reventaría en Tlatelolco. Como respuesta, la juventud se empezó a organizar y a emitir demandas, ante lo cual el presidente envió las tropas del ejército a la UNAM para desarticular los núcleos de manifestantes. El 2 de octubre, casi a las seis de la tarde, dos bengalas rojas cruzaron el cielo sobre la Plaza donde se habían convocado unos diez mil estudiantes. Poco más tarde, sobre las 6:15, nuevas bengalas, una roja y una verde, darían la señal de ataque. Los que llenaban aquel sitio clamaban: “¡No queremos Olimpiadas, queremos Revolución!”, y otras consignas ante el arribo de fuerzas armadas. Nadie imaginaba lo que iba a suceder.

La mezcla confusa de gritos, cuerpos y disparos, es parte crucial de lo que hoy nos viene a la mente cuando recordamos esos momentos de 1968. El ejército y el batallón Olimpia, identificados estos por un pañuelo blanco, se apoderarían de la Plaza, disparando contra los estudiantes y civiles. El monolito levantado en este sitio recoge hoy el nombre de varios de los que cayeron acribillados. Otros, como aquella muchacha de abrigo rojo que no pocos recuerdan por su belleza, queda evocada en la línea de puntos que, sobre esa estela de piedra, nos dice que los caídos fueron muchos más. La violencia desencadenada contra lo que se proponía como una manifestación pacífica no concluyó ahí: seguirían maltratos, torturas, arrestos. La cifra real de muertos es aún discutida. Detrás de esas horas en las que se mezclaron la sangre, la balacera y la lluvia, hay una complicada madeja de fuerzas políticas aún por descifrar íntegramente, algo que las sucesivas investigaciones oficiales no acaban de desentrañar.

La referencia clave sigue siendo La noche de Tlatelolco, el libro que Elena Poniatowska organizó mediante testimonios, documentos, reportajes y entrevistas que implican a los participantes. Devenido libro de culto, tras su primera edición en 1971, es un retrato vívido, preciso y doloroso de una incertidumbre que aún no termina. La autora, de regreso tras cincuenta años a la Plaza de las Tres Culturas, afirmó: “Yo creo que la gente, los lectores, lo sienten suyo porque dicen ‘yo puedo estar aquí, seguramente aquí está mi padre, está mi abuelo, está la gente que yo conozco, la que yo me encuentro en el camión, la que me encuentro en el Metro’. Es muy bonito pensar que es un libro que está a la mano, que no tiene pretensiones. No es un análisis, es un testimonio, está hecho con las voces de la gente… esa es la ventaja de ser periodista”.

Lo que pervive de aquellas horas en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, es un malestar que resuena como debate político aún pendiente. Los estudiantes volvieron a llenar la plaza, la atmósfera se caldeaba con sus consignas, cercanas a la iglesia franciscana que no quiso abrir las puertas para acoger, hace cincuenta años, a los que huían de la metralla. Del mismo modo, lo que se pudo ver este 2 de octubre es una señal de alerta acerca de cómo leemos desde el presente ciertos hechos e historias. Allí estaban desde los alumnos de la facultad de diseño levantando un cartel que los identificaba y clamando sus consignas, hasta un grupo de hare krisnas vendiendo comida vegetariana. Los vendedores de camisetas y banderas gritaban con la misma fuerza que los estudiantes, anunciando su mercancía. Dos tarimas competían con artistas en plena actuación: un dúo de hip hop acá, un conjunto de música tradicional por el otro lado. En un círculo próximo bailaba un grupo de indigenistas. En el suelo, libros que siguen yendo de mano en mano en el campus universitario: biografías del Che, libros de filósofos y utópicos también a la venta. Por encima de todo eso, la energía creciente que anunciaba una marcha que arrancaría a las cuatro de la tarde rumbo al Zócalo. El cielo prometía una lluvia que no cayó. La marcha, que algunos temían deviniera violenta, fue pacífica, pero no por ello carente de una vibración que deja saber cómo, en términos de una vibración mayor, el recuerdo de Tlatelolco puede animar otras demandas y expresar nuevas incomodidades.

Cartel de la obra teatral de David Olguín, uno de los más respetados autores de la nueva hornada
teatral mexicana. Foto: Blenda

 

Sobre las seis de la tarde me encaminé con mi pareja hacia el teatro El Milagro. Íbamos a ver la nueva pieza de David Olguín, uno de los más respetados autores de la nueva hornada teatral mexicana. Hacia el Zócalo, aún a esa hora, iban contingentes de estudiantes. Los negocios cerraron puertas y vitrinas, temiendo perder los cristales o quedar cubiertos por las pintadas que, en efecto, iban apareciendo sobre los muros descubiertos. México 68 es una pieza que trata de desmontar ese encontronazo de fuerzas políticas que también tuvieron su teatro en la plaza frente al edificio Chihuahua. Cinco jóvenes son los protagonistas, y pasan de un estadío al otro, batallando entre si ante la decisión o no de obrar, actuar, luchar, al tiempo que temen y desafían a una encarnación del Poder que cita directamente a Díaz Ordaz. En una larga secuencia, la de la cena que preside esta figura paterna, se encadenan con notable teatralidad los efectos psicológicos que el horror, la opresión, la tortura, el desdén hacia la cultura entendida como acto de progreso, pueden activar en un momento de particular ahogo. Las máscaras de las figuras políticas del 68 cierran la pieza. Es difícil mirar con distanciamiento un hecho que aún está a flor de piel, en la memoria. No es justo comparar la experiencia de pisar ese terreno minado que es Tlatelolco y la que me provoca la pieza de Olguín; es más lúcido entender ambas como golpes originados en el mismo aturdimiento, en ese idéntico punto neurálgico que son las preguntas sin respuestas que aún rebotan en los muros de esa plaza.

Estar es una manera de rendir tributo. Acudir a este punto de la ciudad en el que convergen y colisionan las angustias del pasado y el presente, en un espacio que trae, desde los días de la colonización, otras clases de estremecimiento, es ser parte de ese dolor. Tras los hechos de Tlatelolco, Octavio Paz y Sergio Pitol renunciaron a sus puestos oficiales. Otros escritores, como Elena, cineastas, documentalistas, han ido una y otra vez a esa tarde de 1968 en busca de claves que expliquen no solo la masacre, sino sus orígenes y ramificaciones, que los Juegos Olímpicos trataron luego de opacar. Las consignas eran las de hace cincuenta años, me digo, pero las gargantas y voces que las entonan son las de un hoy no menos convulso, no menos abocado a otras determinaciones que esperan del próximo gobierno algunas de esas respuestas. El tiempo, también me digo, es la respuesta mayor. Y la lección que el dolor deja, el espacio en blanco en esa estela, una señal de alerta.

Estar aquí ha sido eso, más que un simple privilegio. No vine a hacerme una foto de celebración (como la que sí quisiera tener en Stonewall, en julio del 2019), sino a sentir y tener conmigo lo que puede significar, a medio siglo de distancia, Tlatelolco. Por encima de lo que puede ser para algún millenial despistado esa tragedia, o para lo que otro miembro de la misma generación puede significar una raíz de inspiración para las protestas de hoy, pervive de esa memoria un estremecimiento genuino, que rebasa estas fronteras. Es cierto que algunos espacios son una cápsula de tiempo. Y de dolor y de indignación, como en este caso. Solo espero que eso nos sirva como impulso, para saber que la Historia es lo que somos, lo que aprendemos a ser sobre la sangre y bajo la lluvia que nos han legado los otros.