Cuando las luces salen del pecho

Reinaldo Cedeño Pineda
15/9/2016

Rolando González era un cronista monumental. A él se debe el inolvidable programa Guión 5 y multitud de instantes atrapados para siempre. Nunca olvidaré, por ejemplo, sus relatos sobre el café carretero, pilado a mano, colado en el empinado y conversado. Si en otros lugares existe la ceremonia del té, en Cuba existe la conversada del café.

Nunca olvido cómo detuvo en su obra “Reencuentro” a los fundadores del dúo Los Compadres, Lorenzo Hierrezuelo y Compay Segundo. Los hizo mirarse a los ojos después de muchos años. Y volvieron a sonar las guitarras.


Dúo Los Compadres. Foto: Archivo La Jiribilla

Una tarde me dijo que había que entrenar la mirada, para apreciar el ansia de la gente y su creatividad libre. “Hay que saber detenerse donde otros pasan”, remarcó. Todavía lo estoy escuchando.  

No será este un artículo teórico, tal vez sea un rememorar de asombros. La palabra popular tiene muchas acepciones y matices, ha sido llevada y traída, denostada y glorificada, pero a lo que nos referiremos aquí es a esa “creatividad libre” que parece estar en el aire, que rebasa los moldes, que nace porque sí, porque allá dentro se mueve algo indetenible; a eso que sintetiza una nación, que la hace emerger.

He vivido entre guitarras y trovadas, entre lomas y tambores, en Santiago de Cuba. Conozco sus barrios. Siempre me pregunté por qué nació aquí esa legión de cantadores y bohemios, de guitarreros y poetas, que leía en el corazón y no en el pentagrama; lo que se ha conocido después como trova tradicional cubana. Esquinas, bares y corredores formaron a Pepe Sánchez, a Sindo Garay, a Ñico Saquito y a Miguel Matamoros. Fueron su “Scala de Milán”.


Foto: Archivo La Jiribilla

Nadie llevaría un piano para una descarga ambulante. La guitarra es ligera, va de la mano como una novia. Verdad que hubo creadores de instrumentos desde temprano por estos lares; que aquí no cae nieve, que la claridad y el sol invitan a salir. Son explicaciones que se han buscado, o tal vez valgan aquellas que un día me dijera Eliades Ochoa: “Será que aquí el ron se toma al palo, que la alegría nace en la calle, que la tierra tiembla; pero la gente no”.

En verdad algo de inefable y misterioso hay en todo ello. Una estirpe inasible. Y quien piense que aquel fermento se acabó, solo tiene que ver las descargas de hoy, escuchar al Septeto Santiaguero, irse por la Casa de la Trova. O asistir al sinnúmero de peñas que animan el territorio y donde se estrenan las nuevas voces trovadorescas con temas de estos tiempos. Es tierra fértil, paridora.


Foto: Archivo La Jiribilla

De esos soles y estas lomas surgieron Augusto Blanca, René Urquijo, Emilio Cavailhón, las Hermanas Ferrín, José Nicolás, Felipón, el Grupo Muralla, William Vivanco, Adriana Asseff, Rubén Lester, Eduardo Sosa, el Dúo Estocada… una larga lista de artistas en perpetuo movimiento. Todos atraparon eso que parecía estar en el aire y le agregaron (o agregan) su sello propio.

¿Ha visto alguna vez la larga serpiente de una conga o cómo se “calibra” con candela el cuero de chivo para un tambor? ¿Ha visto cómo todo un barrio se vuelca a la calle? ¿Y cómo abuelos, padres, hijos, nietos… se relevan en una comparsa, como una cuestión de orgullo? ¿Cómo se cosen lentejuelas a una capa? ¿Cómo suena una campana hecha de cualquier pedazo de metal? ¿O cómo unas manos imaginativas transforman un retazo, un pedazo de poliespuma, una hoja seca?

¿Ha vivido semanas sin electricidad al paso de un huracán y las noches infinitas salvadas por la contada y la oralidad, como si volviera a nos aquel mítico Juan Candela de pico fino que creara Onelio Jorge Cardoso? 

Puedo dar fe de lo uno y de lo otro. De escuchar, de ver, de aplaudir a diseñadores, bailarines y cantantes populares, narradores orales de entraña guajira. He visto a profesionales, a instructores de las Casas de Cultura y a graduados de nuestras Escuelas de Arte, entrelazados con ellos. La pasión natural no rebaja un ápice lo que entregan, al contrario, lo multiplica y expande.


Foto: Archivo La Jiribilla

Los cultores populares no necesitan más luces que la que sale de su pecho. No hay apagón para su estirpe, y ese ejercicio de desprendimiento demuestra no solo que la belleza es una necesidad y que el arte es patrimonio de todos; sino que deviene en un ejercicio reafirmatorio, conmovedor, salvador. En consecuencia, es una necesidad aquilatar, de diferentes maneras, lo que son capaces de hacer.

Que en algunos sitios, en tendencia creciente, se quiera carnavalizar cualquier espacio sin respetar condiciones ni horario, es otra cosa. Que “la cultura del bafle y el escándalo” haya tomado más de un lugar, es una deformación.

No se pretenda vender como “cultura popular” lo que francamente resulta facilismo, improvisación irresponsable, motor de marginalidades e indisciplinas.

No se pretenda vender como “cultura popular” lo que francamente resulta facilismo, improvisación irresponsable, motor de marginalidades e indisciplinas. Todo el esfuerzo educativo y sensibilizador que, en medio de una realidad compleja, se desarrolla en nuestras escuelas e instituciones, entra en contradicción con propuestas empobrecedoras y agresivas como estas. Se ha generado un dejar hacer en tal sentido, que ya resulta preocupante.

Hay que asumirlo de una vez: la cultura no es un entretenimiento, es un estremecimiento. Es mucho más que cualquier manifestación del arte: es una heredad. Es un antídoto, una salvación. Se necesita de aliada y de inspiración, porque esa atmósfera ejerce sobre la pertenencia.

Lo que puede  tocarse o palparse de manera masiva, lo que hace eclosión en una parranda remediana o en un carnaval santiaguero, en un pasacalle habanero o en el Santiago espirituano, subsiste todos los días, nos sale al paso, casi sin darnos cuenta.

La cocina es una de las muestras más fehacientes. Recuerdo a un grupo de visitantes extasiados, estrenando su paladar con unos buñuelos de malanga, tan comunes entre nosotros. Ahora mismo acudirán a su mente platos que llegan desde la raíz africana, hispana, indígena, china, árabe…

Hay que asumirlo de una vez: la cultura no es un entretenimiento, es un estremecimiento.

Esa mixtura de razas y de espíritus que Don Fernando Ortiz calificase como ajiaco, es materia de orgullo. Ese integrar antes que apartar, esa convivencia de lo diverso resulta una de las columnas de nuestra cubanía y nuestra cultura, en momentos en que tantas diferencias se dirimen a golpe de muerte en otras partes del mundo.

Hace algún tiempo asistí a una exposición de artesanía y tejido hecho a mano en Caimanera. Ese nombre es sinónimo de la Base Naval norteamericana, que usurpa parte de nuestro territorio nacional. Aquellas obras hechas por hombres y mujeres del lugar, resultaban simbólicas. No había podido la violencia con el arte emanado de la gente. La cultura siempre rescata. 

No me gustan las etiquetas, suelen ser reduccionistas. Solo un ejemplo: he asistido a las Romerías de Mayo y he visto a un parque lleno aplaudiendo a sus cantantes líricos, rendido a su excelencia. He visto a más de uno hablar con orgullo de ellos, referirse a algunos por sus propios nombres. ¿Un arte de “élite” que ya caló en el “gusto popular”? ¿Dónde hallar los límites?

Se habla mucho de rescate de tradiciones, pero no se trata, por supuesto, de una labor de arqueología. A veces las tradiciones se extinguieron o dieron lugar a otras, porque sus circunstancias no las pudieron sostener o porque ya no forman parte del espíritu del lugar. Lo que interesa no son las cenizas, sino la vitalidad. Solo subsiste aquello que pasa a la savia emocional de la gente.


Foto: Archivo La Jiribilla

El Festival del Caribe, que cada julio anima Santiago de Cuba, prohijó un centro, la Casa del Caribe. No podría ser al revés: el aquilatamiento de esos valores devino en tema y sostén de la investigación. En esa especie de olimpiada cultural que es la Fiesta del Fuego, coexisten poetas e investigadores, al lado de babalawos y grupos defensores del folclor de raíz afrocaribeña. Todo es parte de lo mismo, un árbol que se ramificó desde la misma tierra. Pasión convertida en misticismo, metáfora y ensayo.

La palabra folclor (como la palabra identidad) engloba tantas refundaciones y refundiciones, tantos choques y asimilaciones, que devienen más que en acepciones acabadas, en pensamiento dinámico, en un cosmos en constante enriquecimiento.

Tengo más asombros que teorías, advertí. Por el ejercicio, la defensa y la promoción de la cultura popular, que vista desde su ángulo más profundo es toda la cultura, pasa nuestra propia existencia. Al fin y al cabo, no somos más que eso que nos toca, que nos estremece.