CULTURA, CUBANIDAD, CUBANIA

Abel Prieto
19/10/2017

En 1949, cuando ya su obra investigativa sobre la formación y el perfil del ser nacional cubano nos había dejado textos fundamentales, Fernando Ortiz llegó a la conclusión de que era necesario, además, “algo inefable” para completar “la cubanidad del nacimiento de la nación, de la convivencia y aun de la cultura”. Ese “algo”, que nada tiene que ver con caracterizaciones etnográficas, es,  justamente, lo que define a la cubanía.

“Hay cubanos”, subraya Ortiz, que “no quieren ser cubanos y hasta se avergüenzan y reniegan de serlo”. En ellos, “la cubanidad carece de plenitud, está  castrada”. Se imponen, pues, algunas distinciones y un nuevo concepto: 

No basta para la cubanidad tener en Cuba la cuna, la nación, la vida y el porte; aún falta tener la conciencia. La cubanidad plena no consiste meramente en ser cubano por cualquiera de las contingencias ambientales que han rodeado la personalidad individual y le han forjado sus condiciones; son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser. Acaso convendría inventar o introducir en nuestro lenguaje una palabra original que sin precedentes roces impuros pudiera expresar esa plenitud de identificación consciente y ética con lo cubano (…). Pienso que para nosotros los cubanos nos habría de convenir la distinción de la cubanidad, condición genérica de cubano, y la cubanía, cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad responsable, cubanidad con las tres virtudes, dichas teologales, de fe, esperanza y amor.

(Fernando Ortiz: “Los factores humanos de la cubanidad”, en Etnia y sociedad, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1993). 

El interés de Ortiz —inspirado en Unamuno— en el concepto de cubanía, habla por sí mismo de las contradicciones y desafíos que ha enfrentado nuestra identidad nacional, desde sus orígenes, para realizarse plenamente y sobrevivir. Y el hecho de acudir a la eticidad, también presente en las investigaciones poéticas sobre lo cubano de Cintio Vitier, y a la responsabilidad, y a la conciencia, muestra las polarizaciones surgidas a lo largo de este itinerario espinoso y difícil que recorrió la nacionalidad cubana hacia su definición.

Elías Entralgo diferencia la “cubanidad progresiva” de la “cubanidad estacionaria”, y esta última fue la que “compuso los cuerpos de voluntarios y guerrilleros, bajo la dominación española, frente a las insurrecciones de 1868 y 1895”. (Elías Entralgo: La liberación étnica cubana. Universidad de La Habana, La Habana, 1993). José Antonio Foncueva opone “el patriotismo abnegado, comprensivo y previsor” al “miope”, “falso”, “declamativo y localista”, y acusa a “los que siendo traidores a los más altos y legítimos intereses del país, se fingen poseedores de una delicadísima sensibilidad patriótica”. (José Antonio Foncueva: “Nacionalismo y chauvinismo”,1928; en Escritos de José Antonio Foncueva, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1985).

Ha habido, pues, en las distintas etapas de nuestro proceso histórico, fuerzas, corrientes, tendencias que provienen de la cubanía, y se orientan en favor de la defensa de nuestro perfil nacional, de su completamiento y profundización; y ha habido también, sin duda, tendencias por fortuna minoritarias, que se nutren de una cubanidad castrada, parten de aceptar lo más superficial y externo de la cultura cubana para subordinarse en lo esencial y convertirse, de manera más o menos consciente, en cómplices de la desnacionalización de Cuba.

La cultura plattista es resumen y fundamento de estas últimas tendencias; está  viva; existe en un sector de los cubanos de la emigración y tiene todavía allí vigor y poderío, y aparece una y otra vez, en manifestaciones diversas, entre los cubanos de la isla. El anexionismo duerme en todas las manifestaciones de esta cultura, por muy ruidosamente cubanas que se presenten. Martí lo había advertido: la idea de la anexión está condenada a “impotencia permanente”; pero “es un factor grave y continuo de la política cubana”, y “mañana”, profetiza, “perturbará  nuestra república” (José‚ Martí: El remedio anexionista”, Patria, Nueva York, 2 de julio de 1892. En Obras Completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t. 2).

La formación de una cultura propiamente cubana fue un arduo proceso, largo, difícil, de zigzagueos, retrocesos y búsquedas, que acompañó en sus avatares al de creación de la identidad nacional; en ocasiones, lo precedió; en otras, fue arrastrado por él. La multiplicidad y diversidad de sus componentes étnicos y culturales, la resistencia feroz de la metrópoli española a la independencia de Cuba, y el crisol de las guerras anticoloniales, marcaron de modo muy particular el nacimiento y los primeros pasos de la identidad cubana.

La cultura plattista cruza como una línea de sombra los empeños de emancipación de los cubanos y su afán de completar el proyecto nacional. Usó como emblema de esa cultura la Enmienda Platt, por sus efectos reales, pero sobre todo, por su relevancia simbólica, por lo que representó en el proyecto neocolonial y por sus efectos culturales en la recién nacida república; aunque, de hecho, las tendencias que aquí bautizamos como plattistas anteceden a la existencia misma de la Enmienda, y sobreviven a su cancelación. El término cultura es indispensable, porque se trata de algo que va mucho más allá de una posición política; abarca todo un complejo de símbolos, mitos, actitudes, estados anímicos y modos de pensar, y una representación peyorativa del ser nacional, conjugada con una exaltación de todo lo extranjero y en especial del imperio del norte y de su papel en los destinos de Cuba.

Algunos principios culturales básicos del plattismo se difuminaron peligrosamente en la conciencia colectiva, sobre todo en los primeros años de la república neocolonial. El panegírico de los programas de higienización, orden interior y educación que llevó a cabo el gobierno interventor entre 1898 y 1902, se combinó con una lectura yanqui de la historia de Cuba y de América, y con la permanente amenaza de la intervención directa de Estados Unidos ante huelgas obreras, disturbios y pugnas entre grupos políticos. La opinión del embajador y del gobierno norteamericanos era un punto de referencia indispensable para cualquier acción política, por moderada que esta fuese. Junto al tutor yanqui omnipresente y poderoso, se extiende la metáfora del pueblo cubano como un niño vigilado, y la sociedad cubana como un organismo inmaduro, infantil, que da sus primeros pasos y necesita ayuda y también una paternal severidad.

Como ha demostrado Jorge Ibarra, el llamado “mito de Roosevelt” ocupa un lugar relevante en la imaginería de la cultura plattista hasta los años 30; con la idealización de la figura de Teodoro Roosevelt como insigne luchador por la libertad de Cuba y como fundador de la república mutilada, se asumía la condición neocolonial y se renunciaba al genuino ideal independentista (Jorge Ibarra: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1992).

La armazón de la cultura plattista está sostenida por una mediocre filosofía de la vida, opuesta radicalmente a toda grandeza de miras que pueda generar un cubano. Pragmático, medroso, siempre llamando a la cordura y a las concesiones, enemigo de ideales y utopías, este triste “realismo plattista” se dedicó a minar las bases del pensamiento de la independencia, martiano y antiimperialista, a través de muy diversos ropajes.

Quizás el origen de algunos principios del “realismo plattista” está en ese pensamiento de la transacción, tan caro al reformismo, y luego al autonomismo. Elías Entralgo ha recorrido el itinerario de lo que él llama “eclecticismo cubano”, que se desliza en su propia valoración hacia la ética y la política: el rechazo explícito de Arango y Parreño por todos los extremos; el elogio a la transigencia en la enseñanza de la economía política que hace, frente a polarizaciones y extremismos, Bachiller y Morales; el programa formulado por los autonomistas en 1878, basado en la transacción “entre el derecho histórico de la metrópoli española y las aspiraciones jurídicas de la nación cubana”; la admiración de Montoro por el modelo inglés, como ejemplo superior de equilibrio entre “las tendencias progresivas y estacionarias”; Govín, y su plataforma para la convivencia de corrientes opuestas; la dialéctica de Eliseo Giberga (“la planta en la realidad, pero la mirada en el ideal”); el papel del autonomismo, según Rafael Fernández de Castro (“asumir un deber de centro que unificase la conciencia cubana equidistándola de los ensueños independentistas y de los delirios reaccionarios”). (Elías Entralgo, Op. cit. Este recorrido de Entralgo parte de un análisis de la polémica filosófica sobre el eclecticismo de Cousin y de la tesis, acertada a mi juicio, de la cultura mestiza cubana como sustancialmente ecléctica. Creo, sin embargo, que no discrimina el análisis el eclecticismo filosófico y literario, y en suma cultural, el ámbito de las concesiones políticas, y esa peligrosa mezcla lo lleva a incluir a Martí, sin las precisiones indispensables en su galería de “eclécticos”. El trabajo incansable de unidad, suma y acercamiento que promovió Martí en torno al Partido Revolucionario Cubano, no puede ocultarnos su intransigencia en torno a principios no negociables, ni su enfrentamiento sin cuartel a la tesis de anexionistas y autonomistas. Y, obviamente, nada de esto le quita un  ápice de fecundo eclecticismo a su abierta, insaciable vocación cultural.)  Luego, el “realismo plattista” dejaría a un lado los aportes indudables de lo mejor y más riguroso de la intelectualidad autonomista, vulgarizaría su basamento conceptual y se apropiaría de su indudable amor a las concesiones, de su horror al “extremismo” independentista y a la confrontación revolucionaria.

Cuba, los primeros años de su independencia, de Rafael Martínez Ortiz, que se editó por primera vez en 1912, se estructura sobre el “realismo plattista” y se convierte, de hecho, en un manual muy completo de este pensamiento. Allí narra el conflicto —manipulado por los yanquis— entre Máximo Gómez y la Asamblea del Cerro, y aquel episodio siniestro en que Estados Unidos, desarmado ya el Ejército Libertador y con el país intervenido militarmente, impone la Enmienda Platt a la Asamblea Constituyente, y se encarga de caracterizar a los protagonistas cubanos y de enjuiciar sus actuaciones. En unos de ellos señala falta de “el equilibrio mental suficiente para mirar las cosas desde el punto de vista real y humano”. Otro, no tiene “la ductibilidad necesaria en un hombre de gobierno”, ni es “adaptable a la transigencia”; pues su naturaleza, forjada en batallas y destierros, no es posible “moldearla para las nuevas exigencias de los tiempos”. Defectos gravísimos “en una sociedad heterogénea como la cubana, en la cual tantas cortapisas imponían lo real a lo ideal”. Un tercero, por ser más joven, es “más adaptable al medio”; aunque “su carácter pronto y altivo hacíanlo poco dado a rectificaciones y a echar pasos atrás, una vez emprendido el camino y cualesquiera que fuesen las razones de prudencia que aconsejaran el retroceso”. Otro es “algún tanto soñador”, se enamora de “las ideas extremas” y olvida a veces que las buenas leyes son “las que están en armonía con las del medio social en que deben aplicarse”. En los convencionales hubo “patriotismo ardentísimo”, pero también, lamentablemente, “exaltación del sentimiento y (…) falta relativa de serenidad en el juicio”. Frente a las virtudes de la prudencia, la moderación, el realismo, la transigencia, la capacidad para adaptarse a las circunstancias, sitúa, en el campo de los antiplattistas, la irresponsabilidad, el romanticismo, el fanatismo, la exaltación de las pasiones, el oportunismo de los que medran con el sentimiento nacionalista de las masas.

Cuando los convencionales ponen punto final a la constitución de la nueva república, anuncia Martínez Ortiz, en un rapto de melodramatismo plattista: “aún faltaba algo impuesto con la rigidez inflexible y con la impasibilidad cruel de lo inevitable: determinar sobre las relaciones futuras entre Cuba y los Estados Unidos”; es decir, algo que, como sabía todo el mundo, ya estaba determinado por el gobierno yanqui. Era, con el pobre repertorio de eufemismos de Martínez Ortiz, “la realidad dolorosa [que] se ofrecía ya ante su vista”: la “realidad”, lo “inevitable”, es decir, la Enmienda Platt, la neocolonial. Así, considera fatales para Cuba “el camino de los idealismos utópicos”, la “enfermiza subjetividad” de “soñar con lo que pudo ser y cerrar los ojos a lo que es”, o “los impulsos ciegos de un sentimentalismo morboso”: para los cubanos “el realismo” es cuestión de vida o muerte, y “realismo” en Cuba significa considerar resuelto, con la aprobación de la Enmienda, el problema de su personalidad nacional, aunque con “cortapisas y limitaciones”; asumir la subordinación a Estados Unidos; no poner “ni en tela de duda siquiera” la coincidencia de intereses entre la neocolonia y el imperio; y “tonificarse con la prudencia, robustecerse con las virtudes cívicas y crecer con los recursos de una administración honrada”. Si algún día apareciera alguna contradicción entre la república cubana y el vecino del norte, “la muerte del más débil sería fatal, absolutamente inevitable”.

Resulta interesante advertir, dentro del esquema del “realismo plattista”, la posibilidad utópica que nos está  permitida, y que viene a ser una curiosa inversión de la utopía martiana acerca de la misión trascendente de Cuba.

Según Martínez Ortiz, la amistad de Cuba con Estados Unidos, “franca y lealmente cultivada”, nos proporciona “la sola conyuntura de ser mañana una nación poderosa”. Cuba podría convertirse, con la anuencia yanqui, en el centro de una Gran Confederación de las Antillas, que no amenace a la “civilización sajona” sino que sea “el círculo máximo y neutral de las dos grandes divisiones impuestas por el destino al gran continente americano”. Seremos, si todo sale bien, “la tienda amiga donde, en alianza santa, se mezclan y confundan los descendientes de las dos grandes familias que (…) realicen la grandiosa labor de la Era Americana” (Rafael Martínez Ortiz: Cuba, los primeros años de su independencia; primera edición: 1912. París, Le Livre, 1929). Despojando el proyecto de palabrería y de los consabidos eufemismos, podríamos aspirar, al parecer, dentro del diseño de la geopolítica plattista, al papel de representantes o de gendarmes regionales del imperio, con el atractivo extra, quizás, de ser un modelo neocolonial, una tienda amiga, donde la raza latina se subordina gozosamente a la raza sajona en un simpático aunque poco glorioso final feliz.

A otra escala, mucho menos pretencioso, se nos revela a menudo el realismo plattista. Está en las palabras maliciosas de Torriente, el caricaturista creador del Liborio, quien fue además un activo —y adaptable— participante en la vida política de los primeros años republicanos: “Hay que adaptarse al medio… hay que adaptarse” (Citado por Adelaida de Juan en Caricatura de la República. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1982. Corresponden a una entrevista con Ricardo Torriente de L. Frau Marsal, aparecida en La Ilustración, el 26 de febrero de 1916). Y está en el siniestro personaje del pícaro cubano.

Fue Fernando Ortiz quien descubrió, muy tempranamente, la conexión entre la filosofía del pícaro y el plattismo: 

Nuestro problema económico es materia interesante solamente para nuestros tutores, los yankees, destinados a beneficiarse de nuestras prodigalidades.

¿Para qué habríamos obtenido su cooperación sino para quitarnos este otro peso de encima?

Y preocuparnos por problemas que otros han de resolvernos, ¿no es acaso la mayor de las boberías? 

El desprecio del vivo, del listo, a las boberías, alcanza según Ortiz, al ideario y el empeño independentista: “de bobos fueron tildados los Céspedes, los Martí, los héroes todos de nuestra única bobería nacional, que nos dio vida, fuerza y esperanza” (Fernando Ortiz: Entre cubanos; primera edición: 1913. La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1987).

Ha habido, por otra parte, en distintos momentos históricos, un tipo de cubano renegado, al que se acusa de tener un sentimiento nacional muy poco sólido y, parejamente, una estructura ética también débil. Desde los pesimistas antinacionales denunciados en 1913 por José Sixto de Sola (José Sixto de Sola: “El pesimismo cubano”, en Cuba Contemporánea. La Habana, t. III, no 4), hasta los cubanos que se “avergüenzan y reniegan de serlo”, apuntados por Ortiz en 1949.

El “realismo plattista” implica, pues, concesiones respecto a la dignidad y la conciencia nacionales, y conduce además, al parecer, “con la imposibilidad cruel de lo inevitable”, a licencias en el terreno de la ética.

La imagen de minusvalía de los cubanos tiene su origen en la colonia, en sus instrumentos ideológicos de dominación. Conformada a partir de valoraciones racistas, de estereotipos y de elementos reales descontextualizados y elevados a una condición arquetípica, esta imagen fue usada insistentemente por el colonialista español e hizo mella en la autopercepción de los criollos y cubanos, desde los primeros momentos de la gestación de nuestra nacionalidad. José Antonio Ramos, en 1919, verifica amargamente que la visión deteriorada y seudofolklórica de Cuba y de los cubanos que elaboró la colonia, sigue viva en la república. Para nuestras muchedumbres, afirma, lo único genuinamente cubano es lo que nos permitía la colonia: “el negrito, la mulata, la hamaca, el tabaco, la guajira, la rumba, el chévere cantúa y el pasmo de admiración y acatamiento por todo lo extranjero” (José Antonio Ramos: Manual del perfecto fulanista. La Habana, 1916).

El personaje de Liborio, que se llamó primero El Pueblo, creado por el caricaturista Torriente entre 1900 y 1904, lleva en sí la herencia colonial de los guajiros de Landaluze; aunque su diseño definitivo es fruto del clima de la frustración de los ideales independentistas, de la primera intervención yanqui y de la humillación plattista. El Liborio que contempla con significativa ambivalencia las intromisiones del Tío Sam y la carrera corrupta de sus cómplices, los politiqueros nativos, y que lleva con resignación los títulos infamantes de “el bobo de la yuca” o “el guanajo de siempre”, es una figura emblemática de la cultura plattista (Adelaida de Juan, Op. cit.).

La imagen de la cubanidad utilizada por la metrópoli española pasó a Estados Unidos, donde encontró terreno abonado en las consabidas apetencias imperiales, en un racismo mucho más áspero e intolerante, y en el marco propicio de toda una visión general, muy rebajada, del hombre latinoamericano. La versión yanqui de estos estereotipos sobre lo cubano, se expresó, impúdicamente, en The Manufacturer, de Filadelfia, y en The Evening Post, de Nueva York, en 1889, y motivó la rotunda respuesta de Martí con su “Vindicación de Cuba”. El catálogo de infamias iba desde la presunta incapacidad de los cubanos “para cumplir con las obligaciones de un país grande y libre”, hasta considerar la revolución del 68 como una “farsa”, donde se demostró “nuestra falta de fuerza viril y de respeto propio”, pasando por los tópicos tan caros a la propaganda española sobre la “pereza cubana” y la “aversión a todo esfuerzo”. A aquella semblanza oprobiosa de un “pueblo afeminado”, “de vagabundos míseros y pigmeos morales”, “de inútiles verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio”, Martí da una respuesta cargada de fervor patriótico y de indignación por la afrenta, pero, al propio tiempo, muy lúcidamente diseñada. A la caricatura imperial, opone el cubano fundador, el emigrante austero y laborioso, y —sobre todo— el mambí de la virtud a toda prueba del combate: “Hemos peleado como hombres, y algunas veces como gigantes para ser libres”, y en esa batalla Estados Unidos ha sido, de hecho, cómplice de España; en esa batalla hemos estado solos, sin “hessianos ni franceses, ni Lafayette o Steuben, ni rivalidades de rey que nos ayudaran”, en alusión directa a personajes y circunstancias que favorecieron la independencia de las Trece Colonias. Y aprovecha la ocasión para pasar de la defensa a la acusación, golpear en su centro el mito de Estados Unidos como meca y modelo de las naciones libres, y fundamentar por qué los mejores cubanos no pueden querer la anexión de la isla al vecino del norte: “desconfíen de los elementos funestos que, como gusanos en la sangre, han comenzado en esta república portentosa su obra de destrucción”; no les resulta posible creer que los apetitos imperiales, “el individualismo excesivo” y “la adoración de la riqueza”, estén preparando a Estados Unidos “para ser la nación típica de la libertad” (José Martí: “Vindicación de Cuba”, The Evening Post, Nueva York, 25 de marzo de 1889, O.C., t. 1).

Los empeños imperiales no se limitaron en este campo a la elaboración propagandística de un arquetipo degradado del cubano: actuaron con toda conciencia, en la práctica, para corromper a los sectores políticos de la república plattista, y encontraron en ellos —lamentablemente— una entusiasta acogida. El gobernador provisional durante la segunda intervención norteamericana, Charles Maggon, se dedicó a sobornar y a desmoralizar a los políticos cubanos, particularmente a los dirigentes del Partido Liberal, para que abandonaran sus reclamaciones nacionalistas. Fue justamente en esa coyuntura, con el auspicio yanqui, cuando nació la institución emblemática de la corrupción a la cubana, la célebre botella (Jorge Ibarra: Cuba: 1898-1921…, op. cit.).  

En su preparación política, moral y cultural para la guerra del 95, Martí lleva a cabo una labor de crítica, divulgación y memoria de colosales dimensiones para diseñar una imagen de Cuba y de los cubanos acorde con la misión que se aproximaba. Martí dirigía este mensaje en muchas direcciones: en primerísimo lugar, hacia los propios cubanos, para reactivar su memoria histórica y vencer los efectos paralizantes de los esquemas coloniales sobre sí mismos; también hacia la opinión pública norteamericana y hacia los círculos de poder imperial, para infundirles respeto hacia los futuros ciudadanos libres. Es una imagen que polemiza, implícita o explícitamente, con autonomistas y anexionistas, con los integristas españoles y con los apetitos de rapiña en Estados Unidos. Debe enfrentarse, muy especialmente, a los sostenidos esfuerzos que hizo la metrópolis, a partir del Pacto del Zanjón, por suprimir el pasado independentista a través de “un monstruoso lavado de cerebro colectivo” y así “españolizar definitivamente la colonia”. “De hecho”, precisa Ambrosio Fornet, “durante diez años estuvo prohibida hasta la palabra [revolución]: el período de la guerra solía aludirse con ominosos eufemismos, como ‘la década sangrienta’ y el ‘decenio trágico’ (…). Con el Zanjón se inicia el primer intento sistemático —repetido después en la república— de borrarle la memoria a todo el pueblo” (Ambrosio Fornet: El libro en Cuba. La Habana, Letras cubanas, 1994).

Martí hizo un repaso de la historia y la cultura de la patria, y volvió sobre los hombres (guerreros, poetas, pensadores) que contribuyeron con su obra y su palabra a edificar la nacionalidad cubana. Tiene de su lado 10 años de historia con sobrados ejemplos de heroicidad y de virtud. Vuelve a la epopeya del 68 continuamente, a su papel en la unión y hermanamiento de amos y esclavos, negros y blancos, ricos y pobres; a su condición de singular escuela para la república futura; a la idea del sacrificio colectivo como purificación del ser nacional.

Los intelectuales angustiados por el marasmo republicano buscan, como Martí, las figuras luminosas de la historia de Cuba, para sacudir la conciencia de los cubanos y devolverles el orgullo nacional. Este mirar al pasado se combina, a veces, con la utopía de una Cuba futura, en visiones estremecidas, vibrantes de emoción patriótica, donde se reserva a la isla un peso excepcional en la historia del mundo. Combaten el ciego vivir en el presente, el nihilismo, la falta de proyección y de sentido colectivo con profecías acerca de un presunto porvenir extraordinario para Cuba. El lector contemporáneo experimenta un sentimiento muy curioso ante estas asombrosas exaltaciones del destino de un país y de una cultura, que el propio profeta acaba de caracterizar con los tintes más sombríos. Es un optimismo que parece levantarse de las propias cenizas, de lo más hondo de la catástrofe.

En todos estos pensadores (aun en los menos exaltados) se mezcla el esfuerzo por describir la situación de Cuba con objetividad y espíritu científico, con un afán movilizativo, de activismo moral, y una amargura y un dolor indisimulables. Sufren por el espectáculo cotidiano que contemplan: les salta encima el pícaro, el corrupto, el enano moral, el demagogo, el politiquero, el que día a día toma la patria por pedestal, el ladrón, el cínico, el servidor del yanqui. Se acercan una y otra vez a las zonas de nuestro ser nacional marcadas por la frustración, y pretenden exorcizarlas a través de un ejercicio psicoanalítico colectivo: extraer lo peor de nosotros y exhibirlo a la luz pública, en toda su grotesca dimensión, y sacudir así las conciencias.

Quizás la tensión mayor que se percibe en sus indagaciones, sea el choque permanente con un problema teórico de muy difícil solución: distinguir los rasgos históricos, fruto de las circunstancias, o de la herencia colonial, o de la cadena de frustraciones, de los rasgos perdurables y definitorios de lo cubano. Se acercan al choteo, al pesimismo, a la ligereza, a la dispersión, con una actitud ambivalente: dudan si asumirlos como rasgos definitivamente nuestros, para extraer de ellos alguna potencialidad utilizable, o, por el contrario, condenarlos como herencia española, o como injerto, o como el fruto pasajero de adversidades y humillaciones. Y sentimos una tirantez muy peculiar entre los obstáculos teóricos, y también metodológicos, para fijar las esencias inapresables de lo cubano, y el entrañable compromiso afectivo del investigador con el drama de la nación.

Los contornos difuminados del ser nacional, y la incapacidad de muchos de estos intelectuales para conocer las causas estructurales de la dependencia, los conducen muchas veces a conclusiones claramente erróneas. Agustín Acosta, angustiado por la venta del país al capital yanqui, por el acelerado proceso de absorción que ocurre ante sus ojos, termina responsabilizando por ello a ciertos vicios de los cubanos: “nuestra pereza patricida”, el amor por el juego, el hedonismo y la despreocupación, la falta de energía para extraer del suelo la riqueza. Increpa así al compatriota inconsciente: ¡Tú has vendido tus tierras al billete extranjero / has jugado a los gallos… casi eres pordiosero! (Véase la valoración de Jorge Ibarra en Nación y cultura nacional. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981).

En este y en otros acercamientos al problema central de Cuba (la condición neocolonial), la necesaria y justa denuncia de la complicidad nativa en la entrega del país y en la traición a los ideales martianos, se desliza hacia un enjuiciamiento del cubano. De manera inconsciente, reaparece, en las más honestas preocupaciones sobre la nación, la imagen subordinada de nosotros mismos que está en el centro de la cultura plattista.

“Somos la sombra de un pueblo”, será  el amargo dictamen del poeta José Manuel Poveda en su “Elegía del retorno”, de 1918. “Los párrafos tristes o coléricos de nuestros patriotas suenan como un ruido sin sentido en las conciencias”, y es que no somos independientes. No somos sino una factoría colonial, obligada a trabajar, y a dar su cosecha   y su fruto compelida por el látigo. Estamos desorganizados y envilecidos, como una mala mesnada; no podemos defendernos. Un soplo de dispersión ha barrido las conciencias, y todo cuanto había de dignidad, pureza y valentía en las conciencias; un soplo de disolución ha disgregado todas las energías creadoras del alma nacional.

(José Manuel Poveda: “Elegía del retorno”, El Fígaro, enero de 1918. En Prosa, T. II, La Habana, Letras Cubanas, 1981). 

Tales angustias, tales búsquedas, van a animar de manera más o menos explícita, consciente o inconsciente, la mayor parte de la creación artística y literaria cubana, desde el establecimiento de la república neocolonial hasta el triunfo revolucionario de 1959.

El arte se presta en algunos casos al juego plattista y adopta la imagen seudonacional, externa, frívola, y muchas veces prostituida que armoniza con el experimento de la neocolonia. La voz libre de José Ramón Cantaliso, el trovador creado por Nicolás Guillén, daría una respuesta plena de cubanía a estas expresiones del plattismo. Las indagaciones sobre las honduras del ser nacional, de Lezama y de los fundadores de Orígenes, serán otras respuestas, nacidas también de la más honda cubanía, al triste cultivo de la cubanidad externa y castrada. En 1949, en la ya citada conferencia acerca de “Los factores humanos de la cubanidad”, Fernando Ortiz reflexionaba sobre el peso de Estados Unidos en la vida nacional. Aludía sarcásticamente a “los espíritus en almíbar”, cuyo patriotismo sube o baja según los precios del azúcar, y que pueden ser anexionistas por la mañana y abominar del Tío al atardecer, y caracterizaba al gran vecino del norte: “sus petulancias, sus prepotencias, su sequedad fría y desdeñosa, su absorbente imperialismo”. De allí, “de ese poderosísimo Niágara que es la civilización norteamericana”, vienen corrientes que arrastran a Cuba, “que nos llevan lejos, en zozobras, pero sin hundirnos. ¿Será  verdad que Cuba es una isla de corcho? ¿Acaso lo que en nosotros perdura de los antepasados desnudos nos capacita para sortear los oleajes, saltos, remolinos, escollos, recodos, rápidos y fangales de nuestra historia? El porvenir estará  en aprovechar la corriente pero sin sumergirse en ella”. (Fernando Ortiz: “Los factores…”, op. cit.).

Unos ochos años después, en 1957, en la última charla de su ciclo sobre Lo cubano en la poesía, Cintio Vitier recordaba la muy citada frase de John Quincy Adams sobre Cuba como “fruta madura”, destinada a caer por gravitación en manos de Estados Unidos: 

Vistas las cosas desde un  ángulo estrictamente económico, podría decirse que la ley enunciada se cumplió, se está cumpliendo (…). Pero contemplando el principio desde el  ángulo espiritual, comprobamos con asombro que no, que la fruta no cae en las manos yanquis, sino que se deshace y evapora en la brisa como un perfume inapresable. Cierto que somos víctimas de la más sutilmente corruptora influencia que haya sufrido jamás el hemisferio occidental, y digo esto no porque le atribuya una malignidad específica, sino porque lo propio del ingenuo american way of life es desustanciar desde la raíz los valores de todo lo que toca.

(Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía; primera edición: 1958. La Habana, Instituto del Libro, 1970).

Si bien no duda de que estamos expuestos a desaparecer “como Estado, aunque sea en apariencia soberano”, nos salvará  lo “frágiles, irresponsables e inconsistentes” que somos los cubanos. Es el “reverso positivo de nuestra ingravidez” lo que impide la disolución de Cuba en la marea yanqui, lo que nos permite flotar, desafiar las aguas y la ley de gravedad.

Es muy revelador que dos hombres de la cultura, de tanto rigor y profundidad en sus acercamientos a lo cubano, hayan buscado reservas de optimismo en esa “ingravidez”, hasta hacer brotar de ella, dramáticamente, una frágil posibilidad para el destino de la cultura nacional y de la nación misma. Se trata de una de las paradojas propias de estas indagaciones sobre lo cubano, construidas en una atmósfera de disolución y desmoronamiento. La frase sobre la “isla de corcho” nace de una raza de cubanos muy distinta de la que representan hombres como Ortiz y Vitier. Nace del cinismo que late en la peor cubanidad, del sin sentido y de la nada. Y en el sombrío nihilismo de esa frase, la cubanía ética logra encontrar potencialidades inesperadas.

Muchas de estas exploraciones en torno a lo cubano tienen la huella de su coyuntura histórica; pero también ofrecen una plataforma valiosísima para los enigmas que nos sigue presentando nuestro ser nacional. Algún día habremos de completar esta revisión de la ligereza cubana, y de otros rasgos que a primera vista parecen condenables. Creo que aquella ligereza y la antisolemnidad, y hasta el propio choteo, se insertaron luego en la nueva realidad revolucionaria, y adquirieron en ocasiones un nuevo signo, y nos ayudaron a mantener la frescura y la originalidad. La “función crítica saludable” que concedía Mañach al choteo, “en ciertos casos”, como defensa frente a la adversidad como “descongestionador eficacísimo” y como arma en contra de “una autoridad falsa o poco flexible” (Jorge Mañach: Indagación del choteo. La Habana, Ediciones Revista de Avance, 1928), se ha seguido ejerciendo entre nosotros, y ha complementado la elevación del nivel educacional y de la capacidad reflexiva que aportó la Revolución. Hemos formado cubanos más cultos, más preparados para el análisis, y en ellos el choteo, en su versión crítica y útil (no en la nihilista), ha sido un apoyo frente a dogmas, formalismos y esquemas.

   En la década del 50, el proceso de absorción cultural que estaba sufriendo el país, se aceleró de manera visible. La Revolución vino a interrumpir aquella escalada desnacionalizadora y puso en primer plano el ideal inconcluso de Martí y de los fundadores.

Enero de 1959 representó la oportunidad de completar el proyecto nacional y de salvar, incluso, la identidad y la cultura cubana. La dimensión cultural de esta posibilidad histórica era percibida con más intensidad, lógicamente, entre los escritores y artistas. Muchos regresaron del extranjero y vinieron a unirse a la edificación de la patria renovada; otros salieron del silencio, de trabajos oscuros, y compartieron con el resto del pueblo todas las tareas inaugurales, y la conciencia de que Cuba y los cubanos estaban viviendo días de una relevancia sin precedentes.

Roberto Fernández Retamar recibió los primeros ejemplares de su Idea de la estilística, impreso unos meses antes, en medio de la efervescencia del triunfo revolucionario, y aquella obra suya le llegó como un anacronismo, como un extraño mensaje del pasado: 

El colofón de este librito informa que se terminó de imprimir “el día veintinueve de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho”. No era sólo el libro lo que terminaba en esa fecha: era toda una época. Unas horas después, el primero de enero de 1959, el mundo había cambiado definitivamente para los cubanos —y no sólo para nosotros—. Cuando vine a recibir los primeros ejemplares de mi Idea de la estilística, recién impreso y a menos de año y medio de haber terminado de escribirlo, me parecía que me separaban siglos de aquel libro.

(Roberto Fernández Retamar: Ensayo de otro mundo, La Habana, Instituto del Libro, 1967). 

El cubano experimenta ahora la sensación inesperada de que su acción como pueblo tiene un sentido que trasciende la isla; de que su obra, lo que él hace y construye, es observado y valorado por muchos hombres y mujeres de todas partes. Aquella idea de Martí, que vinculaba las responsabilidades de nuestros independentistas nada menos que al “equilibrio del mundo”, se hace patrimonio común de los cubanos después de 1959.

Decía Lezama que con la obra de Heredia “es la primera vez que un cubano habla en grande; es la primera vez que un cubano se universaliza (…), que un cubano va más allá de sus fronteras” (José Lezama Lima: “Conferencia sobre José María Heredia”, 1966. En Fascinación de la memoria. La Habana-Madrid, Editorial Letras Cubanas, 1993). Podríamos decir que, con la Revolución, por primera vez Cuba, como nación, se universaliza; por primera vez Cuba, como nación, “habla en grande”, y es escuchada.

Estos cambios culturales aún no han sido estudiados en todo su alcance. Se produjo, por supuesto, una transformación sustancial en la cultura política de los cubanos, y una explosión educacional, científica y artística de extraordinaria resonancia. Pero también hubo notables mutaciones en los hábitos, en las costumbres, en el modo de ver la vida, y se fue consolidando una percepción del cubano sobre sí mismo y sobre el destino de su país, que, con elementos de la tradición y con elementos nuevos, significaba en su conjunto una imagen inédita de gran importancia cultural.

Lezama, en 1968, coloca este giro de la autopercepción del cubano en una evaluación simbólica del asalto al cuartel Moncada: 

Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos. Como una piedra de frustración, el cubano contemplaba a Martí muerto, expuesto a la entrada de Santiago de Cuba, o a Calixto García obligado a quedarse contemplando las montañas, sin poder entrar en la ciudad. Pero el 26 de Julio rompió los hechizos infernales, trajo una alegría, pues hizo ascender como un poliedro en la luz el tiempo de la imagen, los citareros y los flautistas pudieron encender sus fogatas en la medianoche impenetrable.

(José Lezama Lima: “El 26 de Julio: Imagen y posibilidad”, La Gaceta de Cuba. La Habana, nov.-dic. de 1968. En Imagen y posibilidad. La Habana, Letras Cubanas, 1981). 

Por supuesto, no se trataba solo de una nueva imagen: la inmersión en un proceso revolucionario tan radical pondría en primer plano las virtudes del cubano, y haría retroceder sus vicios y defectos. La cultura plattista sufriría un repliegue vertiginoso. A escala de masas, habría un renacer de la dignidad nacional a través de la intensa militancia social. Lo que el discurso político diseñaba en términos de imagen iba acompañado del efecto formador de la práctica.

Ramiro Guerra, en 1921, había llegado a la conclusión de que el cubano es “inconsistente en la vida intelectual”, pero no “en lo tocante a la vida afectiva”: “bajo la presión de sus sentimientos, el cubano es capaz de demostrar las más altas cualidades de tenacidad, perseverancia y espíritu de sacrificio” (Ramiro Guerra: Historia de Cuba. La Habana, 1921, t. 1). Dejando a un lado los aspectos discutibles de esta reflexión, sí resulta útil anotar que a partir de 1959 los cubanos hicieron gala de esas y otras virtudes. Estaban, es cierto, bajo el efecto de sentimientos muy vivos; pero esta corriente patriótica de fuerte raíz afectiva, se acompañó desde el principio de una labor de educación y esclarecimiento intelectual. En este proceso, el cubano de la isla fue sometido a un aprendizaje vertiginoso y muy intenso: mantuvo una indudable emotividad en torno a los ideales de la patria y la Revolución, y fue cada vez mayor y más determinante en él una cultura política basada en la comprensión de las realidades de Cuba y del mundo.

Una conmoción tan honda en el  ámbito de los valores, no podía verificarse sin resistencia, sin desgarramientos a nivel de la conciencia individual. En la literatura y el arte de aquellos años de fundación encontramos no solo el saludo exaltado a la Cuba renacida; también asoma el testimonio de las contradicciones, a veces dolorosas, de los que se experimentan a sí mismos como “hombres de transición”. Hay, al propio tiempo, en los escritores y artistas que llegaron a la Revolución todavía jóvenes, aunque ya formados intelectualmente, una alegría y un orgullo indisimulables por la transformación del medio y de sí mismos. El cambiar es morir del intelectual desajustado, que se aferra como tabla de salvación al Yo idealmente intocable por el tiempo y la historia, es barrido por estos jóvenes que exaltan el cambio como factor de superación, a sabiendas de que implica una dosis de heroísmo y de renunciamiento.

El Che describe en 1965 la sociedad cubana como una “inmensa escuela”, donde confluyen la voluntad del individuo y la presión social:

El individuo recibe continuamente el impacto del nuevo orden social y percibe que no está  completamente adecuado a él. Bajo el influjo de la presión que supone la educación indirecta, trata de acomodarse a una situación que siente justa y cuya propia falta de desarrollo le ha impedido hacerlo hasta ahora. Se autoeduca.

(Ernesto Che Guevara: “El socialismo y el hombre en Cuba”. En Obras 1957-1967, T. II. Casa de las Américas, La Habana, 1972). 

Se difunde a escala de masas la conciencia de que el cubano está  transformando su entorno y está, simultáneamente, empeñado en transformarse a sí mismo. El estudio, como una necesidad, como una vocación, se prestigia como nunca antes en la historia del país, y se hace presente en la vida cotidiana de los cubanos en aquellos primeros años. El listo clásico para el cual la cultura es una “bobería”, una “pedantería”, una “pérdida de tiempo”, algo “que no da nada”, parece replegarse ante el empuje de esta nueva conciencia. La receta que tantos cubanos honestos habían defendido para sacar al país de la decadencia, la “salvación por la cultura”, se aplica ahora en las únicas condiciones sociales y políticas en que hubiera sido posible.

Acompaña a este elogio del cambio y del carácter transformador de la educación y la cultura, una intensa búsqueda de los cimientos de la nación cubana, del hilo conductor que une a los revolucionarios del presente con los de las guerras anticoloniales. La nueva imagen de Cuba y del cubano se fundamenta en el rescate de aquellos valores y virtudes realzados por Martí y por los defensores de la cubanía, y tiene su piedra de toque en la idea de la independencia, en la capacidad del país para labrarse un camino, aun contra la voluntad del imperio, y en los siempre postergados anhelos de igualdad y justicia. Implica, además, una comprensión del mundo y de sus contradicciones, donde se proyectan a escala universal, estos mismos ideales. Es una imagen novedosa, aunque se nutre de principios y sentimientos con una rica tradición en la historia de Cuba: el antiimperialismo de Martí, Mella, Guiteras; el internacionalismo, explícito en el Manifiesto de Montecristi y en las propias bases del Partido Revolucionario Cubano, y practicado luego por tantos cubanos en defensa de la república española; la vocación latinoamericanista, y la solidaridad hacia “los pobres de la tierra”. Estas naciones vivían en el fermento de la nación, dispersas, agredidas por la cultura plattista; y con la Revolución de 1959 cobran fuerza, se enriquecen súbitamente, se suman al ideario socialista, y se organizan en un coherente cuerpo ideológico, donde la figura y el pensamiento de Martí ocupan un sitio central. La Revolución se nutrió de un sentimiento antiplattista, que siempre se mantuvo vivo como expresión de la resistencia de la cubanía.

En 1953, como conclusión de sus indagaciones sobre nuestro perfil nacional, Elías Entralgo proponía dos nociones básicas para una “filosofía cubana” del porvenir, que se adelantaba a calificar de utópica: la “comprensión” y el “devenir” (Elías Entralgo, op. cit.). En cierto modo, en la relectura del pasado de la nación y en la fuerte carga de futuridad que propone el discurso político revolucionario, hay un énfasis en la “comprensión”, cuando se promueve una conciencia histórica y un hincapié permanente en el significado mismo del proceso, y en el “devenir” cuando se asumen reiteradamente los esfuerzos de hoy como preparación de la Cuba futura. Este particular sentido histórico y la convicción de ser un colectivo humano con voluntad, capacidades y destino propios, pasaron a formar parte de las nuevas concepciones culturales, y vinieron a dar respuesta a la imagen de la isla de corcho, que flota al azar, o sometida a la fatal imantación del imperio, al cubano como fragmento, desprovisto de lazos, de raíces, y al mediocre “vivir-en-el-presente”. Estas percepciones, de filiación plattista, no pudieron ser abolidas: cobran vigor en los momentos de crisis, pero han quedado reducidas a expresiones aisladas, individuales, frente al consenso mayoritario de la cubanía.

También en el campo específico del arte y la literatura se hicieron contribuciones sistemáticas al rescate del pasado nacional. Textos de los poetas, narradores, críticos y pensadores que crearon las bases culturales de la nación, y que eran conocidos solo por unos pocos especialistas, se publicaron profusamente; se sistematizaron los estudios de las tradiciones cubanas y se creó una conciencia patrimonial. Lezama hablaba, un poco en broma, de una “erudición revolucionaria” (José Lezama Lima: Fascinación…, op. cit.) a partir de la recuperación de figuras menores, sobre todo del siglo xix, que, a la luz de la nueva política editorial y de investigaciones, nos obligan a reevaluar épocas completas.

No prosperó en Cuba revolucionaria el proletkultismo, y fueron raras las expresiones iconoclastas; aunque hubo entre nosotros cierta tendencia, nacida en el contexto de apoteosis de lo nuevo y de repulsa al pasado inmediato, que negaba afectivamente, sin las imprescindibles distinciones, cuanto proviniera de la república neocolonial. Se trabajó con más intensidad el legado de las etapas inaugurales de nuestra nacionalidad, y sobre todo el siglo XIX, que el de los años republicanos. También fueron privilegiadas figuras, corrientes y momentos históricos que, por su naturaleza, se sentían más cercanas a los retos de la contemporaneidad. Estas y otras tendencias fueron sustituidas paulatinamente por un acercamiento maduro y desprejuiciado a la totalidad de nuestro patrimonio.

Empezaron a publicarse, incluso, después de muchos años de omisiones y silencio, algunos libros de autores cubanos que habían abandonado el país después de 1959. Con estas publicaciones se iniciaba un programa acertado de rescate, para el patrimonio vivo de la nación, de obras básicas de la cultura cubana, que implicaba independizar la posición política del individuo de los valores de su obra y de sus aportes culturales.

La nueva autopercepción del cubano tropezó con esquemas de la propia propaganda revolucionaria, a través de estereotipos que borraban en un esfuerzo inútil ciertas constantes de nuestra idiosincrasia. La aspiración de promover un “héroe positivo”, a la que no estuvieron ajenos por momentos el arte y la literatura, dio lugar a pobres arquetipos, donde el cubano resultaba irreconocible. El humor, el choteo, la irreverencia, se han mantenido vivos y vigentes, y nos han acompañado en la epopeya de todos estos años, a pesar de almidonamientos y de falsas solemnidades. Al propio tiempo, de nuestra condición irreverente y alegre, y hasta de nuestras carencias, han brotado otros estereotipos, y hemos hecho aportes al folclor político contemporáneo que van desde apologías a la pobreza y a un socialismo rumbero y anárquico, hasta aquella etiqueta de “revolución sin ideología”, que Sartre nos colocó apresuradamente para después quitárnosla.

Nos persiguen, pues, los estereotipos. Con los años, los medios de difusión imperiales y contrarrevolucionarios darían un vulgar uso propagandístico al viejo esquema plattista que condena al cubano a la subordinación, para tildar a Cuba de “satélite soviético”, y a nuestros internacionalistas de “mercenarios” pagados por el oro de Moscú.

Dejando a un lado tales difamaciones, que no merecen comentarios, sí valdría la pena investigar hasta dónde tuvo consecuencias culturales el copismo del modelo soviético, denunciado en el proceso de rectificación. Es probable que haya rasgos neoplattistas en el pensamiento burocrático del copismo, y desde antes, en sectores dogmáticos, y aquí o allá, en aquellos intentos de aplicar esquemas y categorías seudomarxistas a la historia de Cuba, o entre algunos profesionales educados en las universidades del socialismo real. Sin embargo, a nivel popular nunca se percibió la relación entre Cuba y la URSS como un vínculo plattista; ni se crearon entre nosotros sentimientos antisoviéticos, que se advertían con mayor o menos virulencia en los países de Europa oriental.

En Cuba nadie hubiera podido concebirse como habitante de un satélite de la URSS: había y hay entre nosotros una percepción demasiado vívida, y permanentemente renovada, de la absoluta independencia de la dirección revolucionaria, como para convivir con una idea semejante.

El cubanísimo epíteto de bolos, que aludía a la presunta falta de refinamiento y agudeza de los soviéticos, era más bien una ironización benevolente, perdonadora, donde no había rencor ni hiel. Esta expresión de bolos, incluso, nos separa radicalmente de todo mecanismo plattista de subordinación: coloca al cubano en una instancia superior, casi paternal, y contempla al bolo como a alguien proveniente de un mundo rudimentario. No hay, pues, la admiración plattista por el extranjero, ni la envidia, ni el afán de imitación, ni el odio que se genera en el reverso del plattismo contra el colonizador.

Aunque hubo zonas de la cultura y la educación que sufrieron la dañina influencia del copismo, en el arte y la literatura esa resonancia fue muchísimo menor. Esto tiene una significación particular, porque las imágenes artísticas desempeñan una función básica en la formación de símbolos y mitos que serían luego de consumo colectivo.

Entre los cubanos, el arte y la literatura de la URSS y de otros países socialistas tuvieron una repercusión limitada. Con excepción de cierta narrativa soviética, de tema bélico, que se leyó mucho en los 60 tempranos, nunca hubo una recepción de masas en nuestro país para estas culturas. Se puso de manifiesto una especie de discrepancia cultural básica, una fisura, una resistencia. Si entre los artistas y escritores cubanos se dio un rechazo al “realismo socialista” y a otros obvios errores de política cultural, en el gran público las preferencias se orientaban instintivamente hacia otras zonas del patrimonio universal. Nuestro público, formado con patrones occidentales —europeos, norteamericanos y también latinoamericanos—, e influido sin duda por la cultura de masas al estilo yanqui, se resistía ante ciertos temas, ante ritmos, mensajes y formas que sentía demasiado ajenos y terminaban por aburrirle. No creo que haya que aplaudir en bloque este fenómeno: muchas obras de arte de alta calidad, provenientes de aquellas culturas, fueron solo apreciadas en Cuba por minorías, y esto revela insuficiencias en nuestro programa educativo y cultural, y hasta algún residuo del plattismo clásico, del plattismo proyanqui.

No fue sólo en el  ámbito de la cultura política donde se abrió la mirada del cubano al mundo: la vocación universal de Martí, del resto de los fundadores de la nación, y del propio proceso revolucionario, se expresó con nitidez particular en la difusión de las artes y la literatura. Aunque se orientó a una reafirmación de la originalidad nacional cubana, a la protección de nuestros valores, y a la condena de las formas disímiles de colonización y subordinación, el diseño de la política cultural trató al mismo tiempo de excluir las actitudes propias del “aldeano vanidoso” y las posiciones chovinistas: quiso dar más bien forma institucional a aquel “espacio gnóstico americano” propuesto por Lezama: una pradera dispuesta a recibir todas las lluvias, los vientos y brisas, las semillas venidas de todas partes, sobre el fundamento de una capacidad de selección natural que asimila las influencias provechosas y se cierra a las pudieran ser dañinas.

Nuestro “espacio gnóstico” estuvo abierto a la creación artístico-literaria de calidad emanada de los centros culturales de Europa occidental y Estados Unidos, a la proveniente de América Latina, del Caribe, de África y de todo el Tercer Mundo, y a la que se producía en la URSS y en los países de Europa oriental. Era una apertura y una recepción que incluía también, implícita y explícitamente, una visión descolonizada, y descolonizadora, del hecho cultural. Se ofrecía al cubano, junto a un panorama auténticamente universal de la creación artística, una oportunidad de acercarse al mundo en términos de igualdad y con nuevas jerarquías y escalas de valores.

La afición universal de nuestros escritores y artistas se enriqueció con muchos elementos tomados de la nueva cultura política: una relación estrecha con la gran patria latinoamericana y con todo el sur; la indagación sobre las causas reales del subdesarrollo y sobre su expresión en las jerarquías culturales; el antihegemonismo; el ya mencionado sentido histórico y la correspondiente carga de futuridad. Esta interacción entre cultura política y artística, estimuló además continuas reflexiones sobre el compromiso y las funciones sociales de la intelectualidad; pero, contrariamente a lo que reitera la propaganda anticubana, no promovió el panfleto, que tuvo solo manifestaciones esporádicas. Entre debates interrumpidos y la supervivencia de prejuicios anticulturales, entre pugnas, extremismos, errores y valoraciones injustas, fue naciendo un pensamiento cultural afincado en una izquierda limpia de dogmas, riguroso, martiano, universal y nuestro, que torpezas y pequeñeces no nos han permitido valorar en toda su magnitud.

El rescate alcanzó, además, a la cultura popular, al folclor, a las tradiciones. La práctica investigativa y promocional tuvo que enfrentar antiguos prejuicios y concepciones elitistas, e incluso racistas, y llevó a cabo una labor de búsqueda y promoción que implicó una revisión de las valoraciones acostumbradas y amplió los marcos con que se juzgaba al movimiento cultural cubano.

El hecho de prestigiar la creación popular es solo uno de los aspectos de la democratización de la cultura. Junto a una impresionante expansión de las oportunidades para el desarrollo del talento, crece masivamente la posibilidad de recepción y disfrute de la cultura. Hijos de campesinos y obreros, gente de procedencia muy humilde, estudian en las escuelas de arte y alcanzan un alto nivel como profesionales en la música, la danza, la literatura, las artes plásticas. Llevan a las manifestaciones artísticas más elaboradas el aporte de su origen popular, en un fenómeno muy poco estudiado a pesar de su trascendencia.

He pretendido describir, a saltos, los rasgos que a partir de 1959 caracterizan la psicología colectiva del cubano, su autorrepresentación  —especialmente— los que aparecen con más fuerza en la transformación cultural que se experimenta a escala de masas. Algunos de estos rasgos, como hemos visto, nos vienen de la tradición, y son potenciados por el proceso revolucionario; otros parecen nacer en la épica de estos años. La imagen bosquejada es incompleta y carece además de movimiento. Resulta obvio que esa imagen no apareció, acabada y perfecta como un advenimiento: se fue conformado desde 1959 hasta hoy, y los diversos momentos históricos protagonizados por los cubanos, en más de tres décadas de tensa militancia social, han modulado este complejo de percepciones y de símbolos. Creo, sin embargo, que los rasgos apuntados tienen vigencia, independientemente de la supremacía que puedan alcanzar unos sobre otros en una coyuntura específica.

La relevancia adquirida por estos rasgos y valores no significó la desaparición de personajes, conductas y concepciones asociados tradicionalmente a nuestro ser nacional, y relacionados por muchos pensadores con las frustraciones y adversidades en que se gestó. Algunos de ellos, incluso, se integraron al nuevo medio socioeconómico y resurgieron con apariencias novedosas. El pícaro cubano, el bicho, por ejemplo, replegado por momentos, más impúdico y voraz en ocasiones, ha estado presente con un disfraz u otro a lo largo del proceso revolucionario; y ahora, gracias a la crisis económica, ha florecido. Aquel “vivir en el presente”, hedonista, sin futuro, aquel nihilismo que fue una pesadilla recurrente en todos los investigadores de lo cubano, cobra fuerza en las condiciones actuales y se vincula con el desgaste ético. Paternalismo, incompetencia administrativa, descontrol, y una pobre exigencia, entre otros ingredientes, han abierto, más de una vez, un espacio propicio a aquellos vicios clásicos relacionados con la dispersión, la indisciplina y el cubaneo, en el peor sentido de la expresión. Hemos visto así, a lo largo de estos años, junto a muestras extraordinarias de constancia, heroísmo y energía creadora, la presencia intermitente, pero obstinada, de las zonas oscuras de lo cubano.

La recurrencia de tales deformaciones, sin embargo, no debe conducirnos a aquella angustia y a aquel fatalismo que acosaba a tantos pensadores honestos en la república plattista. La estructura de la dependencia, y el clima cultural y moral que le corresponde, son las bases históricas para la vida y la multiplicación de estas zonas oscuras de lo cubano, y la Revolución abolió tales fundamentos. Este es un paso decisivo, un dato clave que no debemos perder de vista, ni permitir que nos sea ocultado por ningún retroceso coyuntural, por ningún caso, por ninguno de los “enanos con casaca de papel” anatematizado por Martí. Los cubanos han mostrado con creces, en estos años, que nada tienen que ver con aquella “mala mesnada”, desorganizada y envilecida, de la terrible estampa de Poveda, y sí con “la masa mestiza, hábil y conmovedora (…), la masa inteligente y creadora de blancos y de negros” (José Martí: “Carta a Manuel Mercado”, 18 de mayo de 1895. En O.C., T.20) que Martí no dejó de contemplar nunca, por encima de la algarabía, a veces abrumadora, de pícaros, bribones y sietemesinos.

La Revolución ha sido la obra más trascendente de la cubanía. Logró cambiar para siempre el destino del país, e intervino, sí, y decididamente, en el equilibrio del mundo. La cubanía es capaz, pues, de grandes cosas, de hazañas que harían estallar la tímida imaginación de los plattistas; y su empuje y su fecundidad han ido dejando pruebas palpables, obras, ejemplos, incisiones en la memoria de este siglo que pertenecen ya, por derecho propio, a las futuras generaciones de cubanos.

Los estudiosos de la emigración cubana distinguen varias oleadas, no solo separadas en el tiempo, también en sus motivaciones, en su composición social, étnica y cultural, y en los valores y vivencias que llevan consigo. Subrayan, además, actitudes culturales diferentes entre las generaciones, y divergencias con respecto a Cuba y a la propia cubanidad; señalan los procesos de mezcla e integración, específicamente en Estados Unidos, y la aparición de la llamada “biculturalidad” (en la revista Cuadernos de Nuestra América, editada en La Habana por el Centro de Estudios de América, aparecen numerosos trabajos sobre la emigración cubana, de Rafael Hernández, Juan Valdés Paz y otros investigadores. Del primero, pueden consultarse, entre otros, “La política de los Estados Unidos hacia Cuba y la cuestión de la migración” y “Sobre las relaciones con la comunidad cubana en los Estados Unidos”, en los números 3 y 17, de ene.-jun. de 1985 y de jul.-dic. de 1991; del segundo, “La aculturación de la comunidad cubana en los Estados Unidos”, en el No. 7, de ene.-jun. de 1987).

El primer exilio es portador, por una parte, de una cultura nacional muy vigorosa; por otra, llevada consigo en legado cultural plattista que, luego, al injertarse sobre todo en la sociedad norteamericana, se enriquecería de modos diversos. Se enquistaría defensivamente la cubanidad externa y crecería el plattismo, ahora en el corazón del imperio.

La utilización de la emigración cubana por el gobierno yanqui como punta de lanza contrarrevolucionaria y, luego, como un modelo de comunidad hispana próspero, integrado y de derecha, enfilado hacia el resto de las minorías residentes en Estados Unidos y hacia América Latina ha contribuido a la perpetuación de un fuerte núcleo de cultura plattista, sobre todo en la Florida. El perfil político y clasista de los primeros exiliados, y los programas gubernamentales de apoyo y manipulación, según los intereses norteamericanos, junto a la presión y el juego político de los sectores anexionistas de la emigración, han contribuido a la consolidación de esta modalidad de la cultura de la dependencia.

Hay una curiosa polaridad entre los empeños de esos primeros exiliados en conservar una estampa congelada de la Cuba de los 50, frente a la apología de la transición de la cultura revolucionaria de la isla. Ya hemos visto cómo se conciliaba en la isla la exaltación del cambio con una vehemente reivindicación de las raíces nacionales. Habría que distinguir, en la emigración, los afanes legítimos de proteger los vínculos culturales con la patria, de la preservación de una cubanidad puramente exterior, contra la patria. Este segundo impulso pertenece a la más pura estirpe plattista.

En la conservación de esta cubanidad de superficies, se observan algunas paradojas: no se trata de una resistencia a la integración en la sociedad norteamericana, sino de una alternativa particular de integración.Analistas de la televisión hispana, por ejemplo, señalan que el componente del idioma y de ciertos estilos y mensajes supuestamente originales, no impide en lo absoluto que este medio, de enorme resonancia cultural, o subcultural, sea un difusor eficaz de los valores propios del sistema yanqui, y que su función se oriente, sin ambages, a la asimilación (véase Juan Valdéz Paz, op. cit.).

El núcleo de cultura plattista en la comunidad cubana no solo influye en el seno de la misma; también influye en Cuba, sobre todo a través de la programación radial contrarrevolucionaria. No se trata solo, por supuesto, de un plattismo importado: hay en la isla, en medio de la gravísima crisis económica que enfrenta el país y de la conmoción ideológica que sobrevino con el derrumbe del socialismo europeo, brotes espontáneos de cultura plattista. Sus cultivadores son, en su mayoría, personas que perdieron la fe, se desgajaron del proyecto colectivo nacional y se aferraron ahora a la salvación individual como única doctrina posible.

La cultura plattista, en su versión contemporánea, es el peor enemigo de la cubanía, tanto de la cubanía que palpita en lo mejor de la emigración, como de la que defendemos en la isla. Es también el peor enemigo de un acercamiento desprejuiciado y estable entre la nación y la emigración.

Se habla de la ideologización del clima social y cultural de la Revolución Cubana; pero apenas se alude a la agresiva ideologización contrarrevolucionaria de  cultura plattista. El panfleto y la cultura degradada a propaganda caracterizan a determinados sectores del exilio, y, en una etapa, fueron el esquema cultural predominante. Escritores de talento, incluso, envenenados por el resentimiento, o deseosos tal vez de abrirse espacio por vías políticas, banalizan el mensaje de su trabajo literario hasta niveles incalificables. El discurso contrarrevolucionario muestra una dura homogeneidad y en él se disuelven las voces individuales de políticos, escritores y publicistas.

Esa producción inagotable de tergiversaciones, insultos y francas mentiras, esa bilis que parece brotar de un pozo sin fondo de odio y apetitos de venganza, tiene una base conceptual, a veces, incluso, consciente y bien pensada, en la cultura plattista. Un libro donde el vínculo entre hidrofobia contrarrevolucionaria y plattismo se hace evidente, es Mea Cuba, de Cabrera Infante. Allí, junto al consabido catálogo de improperios y calumnias, nos reencontramos, 80 años después, con aquel “realismo plattista” proyanqui, fatalista y geopolítico de Martínez Ortiz, prácticamente intacto.

Martínez Ortiz trató de llevar adelante la operación básica, imprescindible y siempre fracasada, del plattismo republicano —la negación o falsificación del pensamiento de Martí, a través del enaltecimiento de la acción civilizadora norteamericana, de su triste contrautopía antillana, ya comentada, y de considerar inútil e impracticable el ideal de unidad latinoamericana ante un panamericanismo hegemonizado por los yanquis. Por pudor, por miedo a la reacción de los auténticos martianos, o por quién sabe qué, el plattista Martínez Ortiz se cuidó mucho de aludir explícitamente a Martí y a su cuerpo de ideas.

El plattista Cabrera Infante va más allá en sus pretensiones de refutar a Martí, utiliza recursos más baratos y desvergonzados, y hasta se permite colocar una cita del Apóstol de la cubanía en el umbral de un libro antimartiano de principio a fin. No solo defiende airadamente al imperio yanqui de las acusaciones que le llegan del arsenal izquierdista de clichés:  también repudia la propia noción de América Latina, un cliché más de esa izquierda profesional, que es recibida a menudo en las universidades norteamericanas y allí “muerde la mano del que le da de comer”. Pero va todavía más lejos, y nos presenta una caricatura de Martí, que es, sobre todo, un escritor, cuya única vigencia está hoy en su “literatura imperecedera”, y, además, un hombre fanático que buscó “la muerte romántica” en Dos Ríos, que fue ese 19 de mayo a pelear contra sí mismo, “contra su propio enemigo”, en “un suicidio calculado”. El Martí antiimperialista resulta escamoteado de manera inaudita, y lo más notable de su relación con Estados Unidos es que allí, sobre todo en Nueva York, se hizo verdaderamente un escritor. ¿Será también Martí un ingrato como los izquierdistas profesionales de hoy? Cita la inevitable carta de Mercado desde Dos Ríos, solo para discutir otro cliché martiano e izquierdista, la dualidad norte-sur. Con la alusión al “norte revuelto y brutal”, “es la primera referencia geográfica al norte que quiere ser histórica”, y, por supuesto, para un convencido de la geopolítica plattista, “la historia (…) pasará, pero quedará siempre la geografía, que es nuestra eternidad”. Así, el violento anatema de Martí contra el norte imperial, pretende ser descalificado entre juegos de palabras, y la reivindicación de ese norte como “un lugar geográfico (…) de donde parte cada fin de año un trineo (…) guiado (…) por un señor gordo y con barbas, siempre vestido de rojo y conocido por el epiceno nombre de Santa Claus”  (Guillermo Cabrera Infante: Mea Cuba. Madrid, Plaza y Janés, Cambio 16, 1992. Las citas son de los textos “Días callados en cliché”; “Nuestro prohombre  en La Habana”; “¿Quién mató a Calvert Casey?”; “El martirio de Martí”; “Entre la Historia  y la nada” y del “Aviso” preliminar).

Si la América martiana, la que va “del Bravo a Magallanes”, que “es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido la más infeliz, la América en que nació Juárez”, la América que está en el centro mismo de las angustias y utopías de Martí, es un puro cliché; si el enemigo principal de “nuestra América mestiza”  (José Martí: “Madre América”, 1881, y “Nuestra América”,1891, O.C., T.6) y de la cubanía, queda absuelto de todas sus culpas; si no podemos escapar del fatalismo geopolítico; si en Dos Ríos no murió un héroe de la independencia cubana y latinoamericana, sino un suicida, un alucinado que quería un final romántico, si el ideario político martiano se disolvió en el destino efímero que le correspondía, ¿qué nos queda de Martí, aquel que nos dejó “la viviente fertilidad de su fuerza como impulsión histórica” (José Lezama Lima: “Secularidad de José Martí”. En Orígenes, No. 33 de 1953. Imagen y posibilidad. La Habana, Letras Cubanas, 1981), aquel hombre sagrado de la cubanía cuyos “signos (…) tenemos que reverenciar, descifrar y habitar”  (José Lezama Lima: “La sentencia de Martí”. En Tratados en La Habana. La Habana, 1958).  Nos queda, responde Cabrera Infante, su “literatura imperecedera”. Por supuesto, la palabra martiana tiene una trascendencia que una profesora  de literatura de secundaria pudiera calificar, con razón, como lo hace Cabrera Infante, de “imperecedera”. Pero Cabrera Infante está orgánicamente incapacitado para calcular el verdadero alcance, incluso literario, de Martí: nadie tan ajeno a la totalidad luminosa del mayor de los cubanos puede entender, y mucho menos juzgar, a su literatura.

Al plattismo, claro, le convendría muchísimo que nos acercáramos a Martí por la filología, o por las recitaciones de “Los zapaticos de rosas” en los actos de fin de curso, o por las píldoras de aforismos descontextualizados. En la cubanía vertical del pensamiento de Martí, tan cargada de futuridad y de sentido ético, tenemos uno de los núcleos esenciales de resistencia frente a los plattistas, y ellos lo intuyen, y siguen trabajando contra él.

La lectura de la historia de Cuba que propone Cabrera Infante en uno de sus artículos, es, además, groseramente antimartiana y plattista. La primera intervención yanqui, por ejemplo, aparece rebautizada como un “limbo histórico”; evita, por otra parte, cualquier referencia a la ominosa Enmienda, y a la segunda intervención, y a la presencia cotidiana de los nuevos amos en la república neocolonial. Sin embargo, al contemplar la isla en el mapa y situarla entre el Atlántico (“la civilización”) y el Caribe (“la barbarie”) nos indica, didácticamente, que “Cuba está también, para siempre, a 90 millas de las costas norteamericanas. La geopolítica es, qué duda cabe, más decisiva que la política. Piensen en ello”  (Guillermo Cabrera Infante. op. cit. Estas y las siguientes citas son del artículo “Y de mi Cuba, ¿qué?, Mea Cuba, loc. cit.)

Comparte Cabrera Infante con entusiasmo plattista, la tesis de que “en 1902 Cuba era una nación recuperada con la ayuda norteamericana”. Esta capacidad imperial para la reconstrucción es realzada además a propósito del posible “destino numantino de la isla”: “Muchos recuerdan todavía la destrucción de Numancia, pero nadie, sin embargo, dice que Augusto, emperador de los romanos, la reconstruyó en seguida”.

Está claro: a la imagen de los yanquis como reconstructores de nuestro pasado se suma la visión profética de los yanquis como reconstructores de nuestro provenir. Los imperios pueden hostigar, invadir, destruir, bloquear y hasta matar de hambre a cualquier Numancia que se empeñe necia y tercamente en defender su independencia. Después, sobre las cenizas, sobre los cadáveres, vendrán los eficaces buldózeres imperiales en una rápida labor de reconstrucción. Aunque esta idea verdaderamente incalificable repugne a cualquier numantino o cubano digno, o a cualquier hombre digno, más allá de sus ideas políticas, ni siquiera responde a la verdad histórica: revisen la experiencia de todos los pueblos de este continente que han sufrido la agresión imperial, y vean qué clase de reconstrucción llegó después de las bombas y los marines. En Panamá, por ejemplo, los buldózeres imperiales solo hicieron acto de presencia para hacer desaparecer entre los escombros (rápida y eficazmente, es cierto) a las víctimas de los bombardeos, y aún hoy no se tiene siquiera una cifra exacta de los muertos.

En su síntesis plattista de nuestro proceso nacional, Cabrera Infante amontona indicadores sin fundamento, mentiras burdas y esquemas propagandísticos para hacer una apología delirante de la Cuba prerrevolucionaria y del posterior “milagro de Miami”, mientras niega de manera inapelable todo cuanto ha hecho la Revolución  (respondí a la mezcla caótica de seudoargumentos y falsedades que caracteriza el artículo “Y de mi Cuba ¿qué?”, en un texto que se publicó en el periódico La Jornada, de México, en julio de 1993, y en Nuevo Amanecer Cultural, de Nicaragua, en noviembre del mismo año). Hay aquí un fondo conceptual que debe destacarse. Con Miami, de una parte, y la Cuba revolucionaria de otra, Cabrera Infante distingue una bifurcación en la historia de la isla. En el territorio insular se aplica un injerto artificial, el socialismo, destinado al fracaso, mientras navega hacia el norte lo que podría llamarse, en el lenguaje de hoy, el modelo cubano de desarrollo.

La Revolución introdujo en la isla “una ideología económica extraña que “nunca fue, ni en sus mejores tiempos, tan eficaz como el sistema anterior, producto nacional no solo de la historia cubana sino de la geopolítica”. Y ese capitalismo tan auténticamente cubano, y tan bien adaptado a su circunstancia geopolítica, dio muestras de gran vitalidad antes del 59,  y luego se trasladó a Miami para florecer allí en la tierra fértil del imperio.

La argumentación nos conduce, sin mucho esfuerzo, a la versión extrema de la cultura plattista, al anexionismo: relectura de la historia cubana con los yanquis en el papel de salvadores reconstructores, en una imagen que también se proyecta al futuro; apología de la Cuba neocolonial y del capitalismo dependiente; reconocimiento del destino geopolítico que nos subordina inevitablemente al vecino todopoderoso; exaltación del “milagro de Miami” como una “solución cubana”.

La línea ética que atraviesa la cubanía tiene que resultarle indigerible a un anexionista como Cabrera Infante. Al misterio de Martí no puede llegar. Le están vedados el Lezama fundador y el Piñera fundador, y se acerca a ellos por el chisme de barrio, por el agujero del voyerista, nunca por el desafío de sus obras. Ningún cubano que haya comprendido un poco a Martí, o a Lezama, o a Carpentier, puede hablar del Atlántico como “civilización” y del Caribe como “barbarie”. Solo un anexionista, ganado por la geopolítica y por alguna lectura tardía de Sarmiento, podría colocarse así ante el mapa de la isla. Está perdido, no puede entender nada: es un infante difunto, yerto, exánime, separado para siempre de los jugos subterráneos de lo cubano.

Un anexionista puede sentirse cómodo en la cubanidad de la periferia, y puede incluso enriquecerla con bromas y textos antológicos; pero le está vedada la cubanía más honda, la cubanía de la resistencia, la que acumula creación y espíritu para la patria.

Martí también estuvo viendo el mapa, y vio la isla y su entorno, y extrajo sus propias conclusiones, diametralmente opuestas a las de John Quincy Adams, a las de Martínez Ortiz, a las de Cabrera Infante. Ese mismo emplazamiento geográfico de la isla, que significa para los anexionistas estar predestinados al sometimiento, al yugo, a una condición subalterna y colonial, es para Martí un reto singular que no puede rehuirse. Cuba está, para Martí, “en el fiel de América”, y justamente por ello le tocan responsabilidades particulares. Por su ubicación pecualiarísima, Cuba tiene que ser una nación libre, un bastión de independencia y soberanía. Así, de esa geografía simbolizada en la llave de nuestro escudo nacional, pueden brotar las más viles expresiones de plattismo y anexionismo, o los empeños más trascendentes de la cubanía.

Junto a toda esa producción propagandística, y al margen de la cultura de la cubanidad externa, ha ido creciendo en la emigración cubana una auténtica creación, ajena ya a los ajustes de cuentas y a las obsesiones anticomunistas, que se debate en los conflictos de su identidad escindida, y busca acercarse a la nación y a sus raíces. En el arte y la literatura, en las ciencias sociales, en el pensamiento, encontramos aportes valiosos para la comprensión del ser nacional cubano y de su devenir. Alienta en los mejores de estos empeños intelectuales “esa plenitud de identificación consciente y ética con lo cubano”, esa “cubanidad plena, sentida, consciente y deseada”, que Fernando Ortiz distinguió con el título de “cubanía”.

Hay, incluso, en algunos creadores considerados ya cubanoamericanos, un afán de aproximarse a la mítica isla, de reconstruir el mundo brumoso, entrevisto en sueños, que abandonaron sus padres, donde se descubre algo genuino y limpio, algo que, a pesar de sus anacronismos e ingenuidades, en cierto modo nos concierne.

En el mundo posmoderno de hoy, donde se habla tanto de “globalización” y de “internacionalización” de la cultura, ha aumentado espectacularmente la erosión de las formas nacionales de expresión ante el empuje de los códigos y mensajes imperiales.

Hoy volvemos a topar, lamentablemente, con innumerables estereotipos y manipulaciones que nos alejan de una objetiva percepción de nosotros mismos.

Resulta obvio que cierta imagen bien facturada de Miami está siendo utilizada como modelo de desarrollo social y económico y de vínculos beneficiosos con Estados Unidos, no sólo para los cubanos de la isla, sino para toda América Latina. El mito de una comunidad hispana exitosa, integrada a la sociedad imperial, que mantiene una cultura nacional externa y renuncia a todo nacionalismo peligroso, puede ser muy útil al hegemonismo norteamericano de hoy. Ha sido conveniente en Miami la presencia de rasgos culturales fuertes, y, de hecho, se ha cumplido uno de los sueños de la posmodernidad: sustituir la historia por la nostalgia, anulando la función transformadora que tiene siempre el verdadero sentido histórico.

A Cuba le correspondió en 1902 presentarse ante América Latina como un modelo neocolonial, muy novedoso, susceptible de ser extendido al resto del  subcontinente. La república plattista fue perfeccionándose como prototipo de dependencia a través de los años, con la enérgica presencia en el país de la cultura de masas yanqui y con la mixtificación acelerada de la cultura nacional. El perfeccionamiento de este modelo permitió prescindir de humillaciones demasiado obvias, como la propia Enmienda Platt, ante fórmulas superiores y más sutiles de dominación económica y política. En 1959, la Cuba revolucionaria se transformó en un modelo contrario: en una alternativa antiimperialista, en un modelo consecuente de emancipación y rebeldía. Ahora, en los 90, se empieza a percibir el modelo cubano de Miami con todas sus pretensiones continentales.

Destino singular el de Cuba y de los cubanos, que va mucho más allá del número y de la extensión geográfica; destino previsto solo por Martí, que convocó a la guerra de independencia “para bien de América y del mundo”, para impedir que, con la anexión de Cuba a Estados Unidos, “se abra (…) el camino (…) de la anexión de los pueblos de nuestra América, al norte revuelto y brutal que los desprecia”, para prestar “servicio oportuno (…) a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo”, para “el adelanto y servicio de la humanidad” (José Martí. “Carta…”, op. cit.)

Pudiera leerse la historia de Cuba a través de dos imágenes contrapuestas: la estampa bíblica de pequeño David que enfrenta al desmesurado Goliat, de un lado; y, del otro, la estampa de Gulliver, cuando despierta en las playas del país de los enanos, y está atado de pies y manos por el hormiguero de liliputienses. En la célebre carta-testamento de Martí, que empezó a escribir el 18 de mayo de 1895, aparecen en cierto modo estas dos imágenes. Allí resalta la muy citada confidencia a su amigo Mercado acerca de sus trascendentales propósitos: todos sus empeños tienen como objetivo contener al imperio norteño en sus apetitos expansivos, con la plena independencia de Cuba, y así salvar a la América nuestra y al mundo del peligro de ese desmesurado y bárbaro poder. “Viví en el monstruo”, dice “y le conozco las entrañas: mi honda es la de David”. En esa misma carta, vuelve sobre una de sus obsesiones: “la actividad anexionista”, “contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres”. Esos enanos de alma, esos liliputienses de “cubanidad castrada”, de “cubanidad estacionaria”, han procurado obstaculizar los vastos designios de la cubanía: siempre han estado ahí, entorpeciendo con sus pequeñas miserias la acción de los cubanos grandes. Son, según Martí, los “timoratos o ambiciosos”, que llevan tan arraigado “el hábito de servidumbre (…) que les quita toda confianza en sí, y, aliado de la soberbia, llévales hasta suponer en los demás la impotencia que en sí propios reconocen”  (José Martí: “El remedio anexionista”, op. cit.), son, según Ramos, “una plaga social positivamente peligrosa” para la cual “el patriotismo es una farsa; ningún prestigioso intelectual cubano les merece respeto” (José A. Ramos. cit.); son, según Ortiz, los “bachilleres rutineros, vulgares y socarrones, que intentan echar por tierra a todo caballero que defienda a botes de lanza a la Dulcinea de su ideal”  (Fernando Ortiz: Entre cubanosop. cit.); son, según Collazo, los que juzgan “a su pueblo díscolo, inepto y sin condiciones para tener vida propia” (Enrique Collazo. Los americanos en Cuba, primera edición: 1905. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1972).

Los defensores de la cubanía tenemos, pues, dos enemigos: el gigante Goliat, con todo su poderío económico, militar y político; y los liliputienses, con su mediocridad, su oportunismo, sus ambiciones y su capacidad para roer e intrigar.

Algún día, vaticinó José Antonio Ramos en 1919, “nuestro papel en la historia del mundo será tan importante como el de la antigua Grecia” (José Antonio Ramos, op. cit.), disparando un flechazo de utopía desde lo más hondo del marasmo plattista. Antes, desde Montecristi, Martí había aludido a la significación universal de la lucha de los cubanos: “cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia”, dice, “cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen la riqueza que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo”; y concluye: “¡apenas podría creerse que con semejantes mártires, y tal porvenir, hubiera cubanos que atasen a Cuba a la monarquía podrida y aldeana de España…!” (José Martí y Máximo Gómez: Manifiesto de Montecristi, 25 de marzo de 1895, O.C., T.4.) Tales son las armas de la cubanía: semejantes  mártires, y “la masa mestiza, hábil y conmovedora del país”, una cultura original y vigorosa, y un porvenir digno de esos hombres, de ese pueblo y de esa cultura, construida a sangre y fuego, contra opositores innumerables, contra la geopolítica y los apetitos imperiales, contra los liliputienses externos e internos, contra Goliat.

3
1