De la naturaleza de las emociones y la falacia del cardumen

Jorge Ángel Hernández
10/5/2018

Confieso mi tardío descubrimiento de la Declaración “Palabras del cardumen”, supuestamente emitida por jóvenes realizadores. Digo supuestamente porque detallan como necesidad lo que se ha debatido a otras edades y en otros escenarios y son bastante precisos a la hora de reclamar lo que no logró consenso en las negociaciones, ni institucionales ni en la perspectiva intelectual que sobrepasaba al estrecho grupo demandante. Se hacía, por cierto, desde el enclave de la pertenencia a una Organización como la UNEAC, que ha dejado bien clara su postura respecto al tema referente en el contexto inmediato.

Descubrí la Declaración por carambola, concretamente, a través del texto que publicara Arturo Arango en OnCuba Magazine cuatro días después. Declara Arango su emoción ante el texto y glosa la sensación de otro crítico de cine: Juan Antonio García Borrero.

¿Puede un texto tan absolutista y pretencioso, tan falaz en sus evidentes paradojas, emocionar a un receptor desprejuiciado? Por supuesto que sí, sobre todo si el ámbito de codificación del receptor comparte la base falaz del emisor y desconoce el padecer de las víctimas del absolutismo.

El guión, pongamos que natural y emocionado, lleva a la glosa, o a la incondicional aceptación, como si de una iluminación religiosa se tratara. Mi lectura, reitero que tardía, de la Declaración, confirma las ideas que han circundado a la polémica, de la que he sido parte, y hasta víctima, amenazada y difamada. Aun así vuelvo al espacio público con mis criterios, alarmado no tanto por el manifiesto, que solo cambia de género para envolver su paquete ideológico, sino por el eco de quienes lo apoyan, al parecer más entrenados en la naturaleza de los pólipos que en la verdadera acción (natural) de los cardúmenes.

Para ser inclusivos, me digo, intentando dar mi (otra) perspectiva de la glosa, es necesario, primordial y pleonásticamente, ser inclusivo, o sea, no desoír la voz de quienes no comparten tus puntos de vistas, ni éticos, ni morales, ni artísticos, ni políticos. Habría que demostrar, desde el espectro social general, que esas propuestas no son una construcción gremial estrecha, de fractura oportunista, que intenta la suplantación del estatuto general que permite el diálogo entre los creadores y las instituciones. Estos firmantes, y sus entusiastas tembas de emocional apoyatura, dan fe una vez más y desde el propio texto, que van a obviar toda opinión que no se pliegue, dócil y totalitariamente, por cierto, a sus presupuestos ideológicos. Se demostró que no hubo censura con la muestra joven, y que los filmes supuestamente censurados fueron exhibidos en diferentes circuitos, y sin embargo parten de la propia falacia desmentida.

 

Para ser inclusivos, y no excluir de esa propuesta a los revolucionarios de la revolución cubana, como Alfredo Guevara, o las bases del Nuevo Cine Latinoamericano, hay que tener en cuenta el antimperialismo raigal que los constituía, heredero del antimperialismo martiano que intentan presentar, siquiera representativamente, como una expresión anquilosada y alejada de la complejidad del contexto actual. Para atender a las complejas circunstancias de la Cuba de hoy, y de toda la historia de su revolución, hay que partir de una ley extraterritorial bastante anterior a la idea de la Ley de Cine: la del bloqueo estadounidense, condenada abrumadoramente año tras año en la Asamblea de la ONU y ni siquiera aludida por los declarantes.

¿Es eso retórica, “valores e idearios desgastados, desconectados del complejo contexto en que nos ha tocado vivir”, o es un hecho hegemónico que incide directa y fundamentalmente en esa misma realidad que nos toca vivir? ¿Pierdo el derecho a cuestionar la conducta ética de quienes sonsacan el financiamiento de erogaciones injerencistas que violan incluso las normas del Derecho internacional y la Carta de las Naciones? El cúmulo de reacciones a base de epíteto descalificador y de ignorancia supina revela hasta qué punto eso que de inclusividad se disfraza parte de un totalitarismo de consenso cerrado que usurpa casi con descaro —y hasta anquilosamiento y abulia, cómo no— el espectro ideológico de nuestras propias instituciones.

Habría que demostrar, de paso, que las formas creativas que estos creadores anuncian son verdaderamente nuevas y que contienen al menos cierta capacidad de renovar los códigos de recepción que pretenden dominar como emisores. El nulo impacto de la Muestra Joven en nuestro receptor masivo, e incluso en el receptor adjunto al sector cultural y profesional, indica con claridad que el llamado a agenciarse la valoración masiva es justamente eso, una nulidad construida en la pequeña cocina de los ideólogos que buscan suplantar el carácter universal de la institucionalidad cubana.

Para asumir que no es posible la difamación, habría que partir de no ejercerla, como se difama, por antonomasia, al ICAIC al considerarlo censor, o como han hecho, sin el más mínimo respeto por la obra y trayectoria de otros críticos e intelectuales que manifestamos públicamente nuestro criterio, obviamente en desacuerdo con el que asumiera esa fracción del gremio de un modo bastante absolutista, amenazante y antiético, por cierto. Y difama, sencilla y llanamente, esa declaración cuando califica de “campaña de descrédito” las opiniones vertidas en el espacio público por personas que no carecemos de trayectoria intelectual, y crítica, demostrada con obra y con criterio propio.

Acaso obnubilado por la repentina emoción, Arango ve en esta declaración un “acto de madurez” y no percibe sus evidentes zonas de vacío, sus —más no faltaba— absolutismos y abusos ni, menos aún, su mal intencionada tergiversación acerca del financiamiento educacional que el Estado cubano ha mantenido aun en las más duras crisis. Es como si esos altos gastos, superiores en cifras al resto de los que los declarantes citan, y a la vez minimizados por el propio texto que tan emocionante le resulta, se dieran en la sociedad global con la misma naturaleza con que el cardumen sirve de alimento en los mares a los depredadores. ¿A cuál naturaleza de cuál cardumen se refiere el narrador, guionista y crítico? ¿Solo pesca, como uno más de los depredadores, en la mancha uniforme, monótona, indefensa, de pequeños y nunca singulares peces del cardumen?

Juan Antonio García Borrero, por su parte, al reproducir la Declaración en su blog, declara entusiasmado que lo apoya “con las dos manos en alto”, asumiendo que se trata de un acto análogo al de los jóvenes realizadores de inicios de la revolución triunfante que lideraba Alfredo Guevara.

Ojalá esas dos manos que él alza emocionado (no hay que dudar, insisto, de que determinadas falacias te emocionen) no se transformen en las dos manos que se alzan porque la boca de un arma apunta al cuerpo sorprendido. No sé si las investigaciones acerca del Mayo francés dicen algo a nuestros emocionales entusiastas, o si, como los declarantes del Cardumen, solo se quedan con su visión excluyente que de colectividad pretende disfrazarse. Por mi parte, e imaginando que en un futuro se consumara el triunfo absoluto de sus absolutas peticiones, me veo, como defensor de ideas que los contradicen, con las dos manos levantadas y camino a prisión delante de la boca del arma, es decir, condenado sin juicio a perpetuo ostracismo, y eso, en el mejor de los casos.