Dos más dos suman cinco

Mauricio Escuela
16/9/2019

A las puertas de un proceso electoral en los Estados Unidos que pudiera definir el rostro del mundo en el siglo, muchos acuden a clásicos de la literatura, que les expliquen sin las mediaciones del poder, qué está sucediendo en el presente. Ortega y Gasset dijo que las grandes novelas versan sobre la actualidad, y así sucede con 1984, la clásica distopía del británico George Orwell, que escrita en 1948, narra un futuro posnuclear donde el ser humano moderno, el de las reivindicaciones iluministas, ha desaparecido para dejar paso a una especie de despojo vivo, que nada en las aguas de un mundo siempre en estado de vigilancia, odio y guerra.

Esta novela, escrita en 1948, narra un futuro posnuclear donde el ser humano moderno ha desaparecido.
Fotos: Internet

 

Cuando salió la novela, la Guerra Fría comenzaba, y el miedo de la mutua destrucción entre contrarios igual de poderosos prefiguraba una era posmoderna, más parecida a la Edad Media. Sin embargo, con el “fin de la historia” que supuso la caída del muro de Berlín en 1989, la actualidad de las maquinaciones de Orwell arreció. La idea única, la del mercado, se masificó a partir de planes minuciosamente descritos en informes de las agencias de inteligencia, donde las universidades públicas y los intelectuales se consideraban enemigos. Así, había que barrer con toda muestra de pensamiento crítico, mediante el establecimiento de una enseñanza privada, exclusiva y utilitaria, que no tocase los estamentos del poder.

Esa nueva universidad está regida por clanes de estudiantes ricos, que le imponen al profesor sus agendas clasistas, a la vez que primitivizan los sistemas evaluativos, siendo una enseñanza ineficaz, reaccionaria y vacía. De ahí, no obstante, salen los papers que sirven luego de sustento a las campañas electorales, y los planes de gobierno del primer mundo, los asesores que creen en la diplomacia de las cañoneras y la superioridad racial.

El pensamiento único, el que Orwell temió, empieza así, desde arriba, y se ramifica hacia abajo: las oportunidades otorgadas a estudiantes de bajos ingresos suelen ser procesos de burdo reclutamiento, donde quienes entran como beneficiados se destinan a algún tipo de trabajo sucio, al que las clases privilegiadas prefieren evitar al menos directamente. A muchos se les coloca, como condición, ir, como carne de cañón, a las guerras en el Tercer Mundo, que, al igual que en 1984, nunca terminan.

El Goldstein Bin Laden

Uno de los episodios que más impresionan en la novela de Orwell son los llamados minutos del odio, o sea, un tiempo diario, al que los personajes acudían, para ver imágenes grotescas de guerras, que nadie sabe si sucedieron o no, y donde aparecía siempre un archienemigo llamado Goldstein, a quien las masas vociferaban al unísono con un odio puro. El proceso reafirmaba que ellos, los habitantes de la distopía, tenían la razón, que su idea era la mejor y que, si no funcionaba, era por culpa de aquel enemigo.

En los tiempos recientes, en sustitución del comunismo, los medios occidentales asumieron un discurso de antiterrorismo, y crearon a su propio Goldstein, uno que nadie vio prácticamente y que aparecía en los momentos claves, para azuzar el odio de las masas hacia ese individuo enclenque, que hablaba mal de las “libertades” estadounidenses y se atribuía atentados, fuera o no verdad que él los hiciera o que estos ocurrieran. Sí, era Bin Laden y es ahora el Estado Islámico y sus fantasmales líderes.

El espectáculo es demasiado funcional y emotivo, como para no recordarnos la habilidad con que el Estado de Orwell usaba el odio hacia esa imagen enemiga, que además había escrito un libro maldito, donde se contradecía toda la filosofía social establecida. Dicho volumen, en el caso actual, sería El Corán, asumido por muchos occidentales como herético, probablemente susceptible a que lo prohíban, o al menos que se advierta acerca de su “peligrosidad”.

La presencia de Bin Laden, o sea, Goldstein, sirvió para mantener el estado de alerta en los colores más subidos, luego del atentado a las Torres Gemelas, tal y como ocurre en 1984, donde el país del protagonista está en constante belicismo y las alianzas se cambian, sin que medie una lógica más allá del slogan “la guerra es la paz”. Un hecho que encaja muy bien con las teorías del neoconservadurismo de los halcones de hoy, que asumen que solo mediante el enfrentamiento invariable, Estados Unidos sigue teniendo sentido, tanto hacia adentro del país, como hacia afuera. Véanse los eslóganes: “Volver a ganar guerras” o “América Grande otra vez” de Donald Trump.

La neolengua y los hechos alternativos

El atentado a las Torres Gemelas desató un proceso también orwelliano, la reescritura del pasado, uno donde se limita la difusión de filmes que acontezcan en esos dos edificios derribados, o que muestren paisajes de Nueva York donde aparezcan. Por años, en las radios de la ciudad, se regularon canciones que contenían determinadas palabras sospechosas, aun cuando ni de lejos se aludiera al terrorismo o el atentado.

El atentado a las Torres Gemelas desató un proceso también orwelliano.
 

A la vez, como acontecía ya desde mucho antes, lo que trasmiten los medios dista de ser una verdad informativa, y deviene más en un relato; por ejemplo, se narró en tono aventurero tanto la primera como la segunda guerra del Golfo, sin pensarse siquiera en el sufrimiento real que causaron en ambos bandos. En especial, el inicio del conflicto final contra el Iraq de Sadam Hussein estuvo plagado del uso de los llamados hechos alternativos, o sea, afirmaciones dichas por el poder, que de momento se asumen como verdades sin más, para justificar una invasión, aunque luego cayeran por su propio peso. Esto se acerca bastante al papel del Estado en Orwell, que cambiaba las narrativas según conveniencias; si ayer Sadam era amigo, hoy es Hitler, y lo mismo sucedió con Bin Laden, quien en los años 80 fue un adalid contra el comunismo, apoyado y financiado por Occidente, en la guerra de Afganistán.

La privatización total de la enseñanza y sus precios prohibitivos han empobrecido el rito del lenguaje, dejando en desuso aquellos giros propios de un pensamiento crítico. La neolengua es hablada en 1984 y su misión es eliminar la lengua, o sea, la cultura. La escritura en Twitter, de 140 caracteres, y la extensión de algoritmos que ya escriben “mensajes automáticos”, contribuyen a generalizar una neolengua evidente, poco creativa, fenómeno que coincide con el encarecimiento de la adquisición de los libros. Mediante la neolengua, se aceptan mejor los hechos alternativos, ya que está privada de toda capacidad crítica.

El Gran Hermano contra los intelectuales

Para Donald Trump no hay nada peor que el pensamiento crítico, el periodismo cuestionador y la cultura misma. Ha hecho de su estancia en la Casa Blanca un escenario de sublimación de la ignorancia, de legitimidad de la fuerza y de su omnipresencia como figura pública incontestable en todos los espacios.

Para Donald Trump no hay nada peor que el pensamiento crítico,
el periodismo cuestionador y la cultura misma.

 

Muchos, de hecho, se preocupan, porque la estancia de Trump ha demostrado que el poder totalitario pudiera estar más cerca de lo esperado, en esos Estados Unidos que se erigen como “hogar de los libres y los bravos”. Estudios arrojaron que el número de veces que aparece Trump en la vida diaria del norteamericano no solo contribuye a que le voten, sino a que, intrínsecamente, compartan sus “ideas”. La similitud con el Gran Hermano, que estaba siempre en una pantalla y cuya mirada expresaba la voluntad del Estado, tiene mucho que ver con canales de noticias que se dedican casi de forma exclusiva a narrar la vida de Trump.

Por otro lado, la imposición de una guerra hacia los intelectuales ha sido una forma brutal e inteligente de neutralizar toda oposición, ya sea demócrata o independiente, pues simplemente se paraliza el pensamiento y con ello la participación. A la vez, ello transmite la imagen al resto de los políticos, dentro y fuera, de que mientras se esté del lado del fuerte, todo vale, el fin justifica los medios.

Para quienes calificaban a Trump como un accidente del sistema, un outsider, o algo transitorio, quizás las próximas elecciones sean una mala noticia, pues la naturaleza orwelliana de un señor que niega el cambio climático pudiera encarnar muy bien la esencia del sistema, su corazón (o mejor dicho, la ausencia de este). Aunque sea un disparate, para millones de personas de la Norteamérica blanca actual, dos más dos suman cinco, si lo dijo Trump. Y eso, también, aparece en la novela 1984 de George Orwell.