En una de mis últimas colaboraciones para Open Page, la revista de Magdalena Project, me preguntaron sobre el futuro. Mi primera asociación, antes de pensar, fue la noción de vida de una tribu indígena colombiana. Para ellos el pasado está delante y el futuro viene atrás. Esa subversión del tiempo encarna una filosofía de vida que defiende lo ancestral; protege las tradiciones y la identidad de un núcleo humano amenazado por todo el “desarrollo” y los avances tecnológicos del mundo que conocemos. Saber esto trastocó en mí esa obsesión de concebir la vida como una obra pasajera para llegar al futuro. Es algo parecido a los conceptos de “vencedor”, que se asocia a la competencia por alcanzar el éxito; y en esa carrera vale todo, porque lo que importa es llegar a la meta y obtener una existencia confortable.

“Me gusta ver el pasado delante; una luz que no ciega y te permite tener referencias de lo que fue para no levantar edificios en falso suelo”.

Ante la pregunta del futuro me quedo en blanco. Prefiero compartir la idea de que el futuro está detrás como reservorio de lo que mi pasado ilumina. Prefiero activar la memoria de lo que mi biografía ha ido diseñando; un camino que “dice” más de mí que lo que ahora mismo pueda proyectar hacia el futuro. Sobre todo porque el pasado encarna una obra concreta que no se puede desdecir por más que lo intenten, y el futuro es muchas veces la cobija para la mentira o, en el mejor de los casos, para una ilusión vana.

No quiero que confundan mis palabras, es decir, mis pensamientos. Cuando hablo en estos términos no estoy desertando de la capacidad de soñar o imaginar otros territorios donde podamos defender una vida más plena. No. Ni hablo del derecho/deber que tenemos de luchar por un orden de justicia que nos permita acercarnos a ese terreno tan misterioso de la felicidad. Está claro que un proyecto de vida pasa por ese camino tal y como la vida es. No vamos a negar la historia, no se trata de eso. Estoy hablando de poesía. Esa poesía que abre los ojos y desentumece lo establecido; aleta de tiburón, escalpelo de todo cuanto se pudre en su inmovilidad. Por eso me gusta ver el pasado delante; una luz que no ciega y te permite tener referencias de lo que fue para no levantar edificios en falso suelo.

“Quiero probar otras estructuras, abrirme al trabajo de mujeres que siguen sin llegar a los espacios de Magdalena. Eso es lo más difícil, y es al mismo tiempo lo más necesario”.

Dicho esto y a una edad donde el futuro es hoy, no tengo claridad meridiana sobre los derroteros del encuentro internacional Magdalena Sin Fronteras. Estos dos años de paralización han sido terribles porque han cortado de golpe la naturaleza vital de muchos procesos. Entonces tengo que pensar con el pasado delante cómo volveré a ese encuentro necesario. Sé que es necesario porque me consta la utilidad que en muchas vidas precisas ha tenido Magdalena Sin Fronteras. Lo que más me apasiona es que es un laboratorio para ensayar formas de relación que nos permitan abrir un diálogo real y amparar a muchas mujeres que están solas, acosadas en su vulnerabilidad y que pueden encontrar su voz si perciben estos territorios con otras reglas.

“Prefiero activar la memoria de lo que mi biografía ha ido diseñando; un camino que ‘dice’ más de mí que lo que ahora mismo pueda proyectar hacia el futuro”.

Voy a retomar este encuentro. Eso lo sé. Y también sé que quiero probar otras estructuras, abrirme al trabajo de mujeres que siguen sin llegar a los espacios de Magdalena. Eso es lo más difícil, y es al mismo tiempo lo más necesario. Si el futuro está delante corremos el riesgo de complacernos repitiendo lo que ya sabemos. Si está detrás podemos inventar más estrategias para proteger lo esencial; resistir la complacencia, cultivar la solidaridad y viajar más hondo ese camino hacia la vida.

Entonces habrá Magdalena Sin Fronteras tan pronto como las circunstancias lo permitan. Y teniendo en cuenta este contexto feroz que habitamos. Con el pasado delante, para no olvidar.