Llegar a casa de Electo, sin Electo es muy raro. Y ver las teclas del piano debajo de la tela, ver las flores junto a su foto, ver los libros cerrados… es un escenario inédito para mí. Quise evitarlo ―egoístamente― desde su partida el 30 de mayo de 2017.

Recuerdo aquellas sesiones de trabajo para el libro Son de la loma: Los dioses de la música cantan en Santiago de Cuba (2001). Grabé seis casetes de lado y lado. Cuando pensaba que sobrevenía el fin, él estiraba, terciaba entre mi paciencia y sus evocaciones.

―Espere, un momento, un momento…— y había que prepararse para la próxima historia.

Electo Silva, legendario maestro de la música coral.

Cerraba los ojos para evocar: sus aguaceros infantiles en la calle Trocha, su primer flautín, Haití. Su amistad con Herminio Almendros, con Nicolás Guillén. Sus estudios de francés y sicología en París. Los Cantores Polifónicos, la Universidad de Oriente, la fundación del Orfeón Santiago. La gira por Europa del Este, su Misa Caribeña, el concierto en el Templo de la Valenciana. Las lágrimas de Matamoros, del tributo de Ignacio Piñeiro…

Organizar esos recuerdos me llevó meses.

Todo se vuelca cuando veo aparecer a la profesora Dolores Lora, su compañera, su capitana de toda la vida. Quisiera decirle tantas cosas, mas cuando retiro por un instante el nasobuco, solo atino a pronunciar su nombre; eso sí… el ¡Dolores! sale en sobreagudo.

La profesora Dolores Lora, viuda del maestro.

Un viejo ómnibus se detiene frente a su casa en el poblado de Cuabitas. El Orfeón Santiago se acomoda como puede en el portal y Daria Abreu Feraud ―su actual directora―, mueve las manos y comienza a vibrar el más bello instrumento del mundo, la voz humana.

Si el amor hace sentir hondos dolores

Y condena a vivir entre miserias

Yo te diera, mi bien, por tus amores

Hasta la sangre que hierve en mis arterias

Hacer vibrar un siglo

Mientras escucho, recuerdo aquello que ese “genio bajito” ―como lo calificara una gestora cultural de la estatura de Gilda Callejas― me confesó alguna vez: “El canto exige tres cosas: cuerpo, mente y espíritu. Es decir, cuerdas vocales sanas, un alto grado de concentración y no menos importante: una voluntad, un deseo, una necesidad de cantar. Estar al frente del coro es como un juego de espejos. El coro exige que yo brille y que lo haga brillar. La vida es cantar”.

Electo Silva Gaínza era de “seda y acero”: son palabras suyas. Era un lector insaciable y cuando ponía un libro en tus manos, ya había pasado por su tamiz exquisito. Claro, podía pasar que te reclamara libros que nunca te había prestado, pero eso era lo de menos.

“Electo Silva Gaínza era de ‘seda y acero’ (…)”.

Premio Nacional de Música (2001), sabía hallar lo cantábile en cada poema. Sabía escrutar la música contenida en el verso, alzarla, lo mismo si provenía de los clásicos españoles que de José Martí, Neruda, Guillén, Rafaela Chacón Nardi, Violeta Parra, Fayad Jamís, Lucía Muñoz…

Un día me mostró la carta que Roberto Valera le enviara el 30 de marzo de 1970 con los versos de Lorca, con el Iré a Santiago.  “Si montas este son, tómate con él las mismas libertades que si se tratara de música tuya: lo importante es que suene sabroso”, le apuntaba.

Electo no se hizo esperar.

“Cuando leí la partitura, como se dice, ‘matando y salando’, la monté y la estrené en el Festival de Coros. Un director tiene la posibilidad de hacer vibrar un siglo. Y este tema tenía de todo (…) Le puse unas inexactitudes al principio, un contratiempo. La parte central la hago lenta, allí hay que detener el son y hacer una declaración: ¡Oh, cintura caliente, gota de madera!, es puro regodeo con esos versos de Lorca. Luego viene el montuno. Siempre aparece acabado de componer”.

“(…) Un director tiene la posibilidad de hacer vibrar un siglo (…)”.

Todo se anuda, todo vibra en esta casa en las afueras de Santiago, ahora que se desarrolla en Santiago de Cuba ―en una combinación virtual-presencial― el 34 Festival Internacional de Coros Electo Silva. Del 4 al 7 de noviembre. Ya no es tan raro, porque Electo anda, desanda en cada nota. Y no hay cobija como la de un maestro.

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