Hay una imagen a la que se suele acudir como filosofía de vida: el vaso medio lleno o medio vacío; es el mismo vaso, solo la perspectiva hace cambiar la óptica, la mirada. Caer al vacío es despeñarse de una altura considerable. Una persona vacía dícese de aquella vana, presuntuosa. El vacío interestelar es ese espacio mayor, insondable, en el que existimos como planeta.

Un salón despejado, un sitio donde hay menos personas de las que podrían, también se dice que está vacío. ¡Oh, Alá, si alguna vez fuera ese el caso de los bancos! Durante muchos años, se transmitió aquel mensaje en pos del ahorro: entregar el vacío, para que no faltara el lleno; se trataba del envase de determinado producto.

“El escenario es, en principio, un espacio vacío. Una tela vacía es el reto del pintor. Un papel virginal, el desafío de quien escribe”.

El vacío en la arquitectura y el urbanismo, un lugar para que entre la luz, para comunicarnos, para que todos respiremos, resulta inexcusable. ¿Te imaginas un inmueble sin ventanas, una ciudad sin parques? El arte, en todas sus manifestaciones, ha tenido al vacío como uno de sus elementos imprescindibles.

El vacío existencial, el espíritu yerto, la carencia de motivación, ha sido tema recurrente. Camus y Lars Von Trier, son apenas dos ejemplos en las letras y el cine. El escenario es, en principio, un espacio vacío. Una tela vacía es el reto del pintor. Un papel virginal, el desafío de quien escribe.

Bien, quedamos ilustrados, pero no completos. De ningún modo…

“Como hay resistencia, como ve cuestionado su mandato, el cobrador se transforma. Y ahí comienza la doble función, una circense y otra lingüística”.

¿Qué harían el ilustre Ferdinand de Saussure con su arbitrariedad del signo lingüístico, o el no menos citable, Samuel Gili y Gaya con su profunda sintaxis, si se subieran a una de nuestras guaguas desbordadas, a una camioneta en condición? Vente, Nebrija. Monta, Cervantes. Zumbado y Carlos Ruiz de la Tejera, por supuesto. Alguien te invita a que te desplaces, vamos, que está vacío. Con cariño o en modo imperativo. Miras a tu alrededor, incrédulo, atónito, comprimido, atorado… pero la voz insiste en que sí, ¿acaso no lo ves?, el pasillo está vacío.

Como hay resistencia, como ve cuestionado su mandato, el cobrador se transforma. Y ahí comienza la doble función, una circense y otra lingüística. Burt Lancaster en Trapecio, Humberto Eco a la criolla. El machacante ―el héroe, licuado ya en su folclor antillano― se trepa a la rueda, se aferra a las barandas, estira el cuello, escudriña… y, ¡oh, milagro!, ¡eureka!, encuentra el vacío.

“Y cada vez que ruedes, todo volverá a suceder, como un déjà vu planificado”.

Es una oquedad mínima, milimétrica, lo que queda entre brazos y piernas, entre todo lo que es asible y transportable; mas para quien mira desde afuera, es un hueco negro, un elástico, un yoyo. Una cosa piensa el machacante y otra el pasajero. Y si por casualidad, tienes una gorra verde, una jaba de esas, si sobresales, prepárate… serás el punto de referencia.

El descubridor del vacío, del vacío otro, del nuevo, no se da por vencido. Anda refundando diccionarios. Resemantizó el término, amplió su espectro, aportó una entrada. La dibuja en su mente, hace coincidir significado y significante. Y cuando alza la voz, no hay réplica posible, ya no hay Dios que lo ataje: A correrse, caballeros, que está vacío.

Y cada vez que ruedes, todo volverá a suceder, como un déjà vu planificado, como la rueda rueda, sin pan ni canela.

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