La toma de Santa Clara por la tropa del Che, concretada, como se sabe, el 1 de enero de 1959, fue la última acción bélica en la guerra de liberación capitaneada por Fidel Castro contra la dictadura de Fulgencio Batista. Yo estaba allí, con nueve años cumplidos, pues vivía cerca del regimiento Leoncio Vidal, plaza fuerte del ejército batistiano.

Sin conciencia del peligro, mi hermana mayor y yo degustamos aquellos días como si se tratara de uno de los socorridos juegos a “los buenos y los malos” en que nos enrolábamos frecuentemente; o de una de las películas de guerra a las que accedíamos gracias al televisor Crosley de la casa. Locos nosotros por asomarnos a la ventana, y nuestra madre que nos halaba y nos tiraba bocabajo contra la colchoneta tendida en el piso del segundo dormitorio.

Días y noches de combates, y nosotros acostados en el piso, sin agua y sin luz, comiendo galleticas de soda y sardinas en conserva, pero ilusionados con las escenas que, más que ver, armábamos en los cruentos trávelin de nuestra imaginación. Los buenos, finalmente, derrotaron a los malos, de cuyas atrocidades teníamos noticias por diversas vías, pero más que todo por lo que nos relataban nuestra abuela y nuestro tío, activos combatientes en la lucha clandestina.

… Los barbudos, en su mayoría jóvenes no mucho mayores que nosotros, conquistadores para todos de lo sublime y lo bello. Imagen: Tomada de Cubadebate

El despertar a la Historia llegaría pocos años después, cuando adquirimos certeza de la fulgurante epopeya de la que fuimos, primero, testigos, y luego actores. Confieso que nunca dejé atrás completamente al niño romántico y caballeresco que celebró la alegría del triunfo como una fiesta de cumpleaños, en hombros del tío para salir a saludar a los barbudos, en su mayoría jóvenes no mucho mayores que nosotros, conquistadores para todos de lo sublime y lo bello.

Aquellos muchachos de verde olivo, para imponer con su dispar armamento el noble ideario que los animaba, tuvieron que derrotar a un bien artillado Tercer Distrito Militar, con más de dos mil efectivos, un pelotón de tanques medianos y otro de tanquetas livianas. El pueblo, harto de crímenes y atropellos, los apoyó con todo lo que pudo. Nos dejaron imágenes imborrables que con la pátina de los años adquieren un brillo mayor.

“Son muchas las batallas y los vaivenes que el devenir y la dialéctica nos han impuesto, pero todo se supera solo con saber que aún siguen vivas las razones que nos conminan al empeño de no abandonar la construcción de un camino de soberanía y justicia social…”

Es incuestionable que los días sucesivos rebasaron todo lo pensado y lo entrevisto. Si en aquellos días iniciales fundimos la épica con la lírica, durante más de seis décadas ha sido tarea nuestra viajar de la lírica a la épica “sin perder la ternura”. Son muchas las batallas y los vaivenes que el devenir y la dialéctica nos han impuesto, pero todo se supera solo con saber que aún siguen vivas las razones que nos conminan al empeño de no abandonar la construcción de un camino de soberanía y justicia social, no solo para los cubanos. Ese camino, bien lo sabemos, por momentos se nos torna desconcertante y desgarrador, torcido y ríspido, aunque enfocado siempre hacia una meta sinuosa donde nos coronaremos con la conquista de lo sublime y lo bello.

Según Inmanuel Kant:

La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta.[1]

Con el triunfo de enero, en nuestro país la noche se hizo día, el día noche (en el sentido kantiano) y lo sublime y lo bello se integraron en unidad dialéctica para configurar una cosmogonía de singularidad extraña donde los casi inevitables desasosiegos no dinamitan las epifanías posibles.

Acaso habrá quien rechace estos razonamientos míos por considerarlos idealistas y embelesados, y hasta quizás los acusen de kitsch, pero quien haya tenido el privilegio de experimentar, como lo hice yo, los días de inauguración de una gesta que nos hizo crecer como nación independiente, puede darse el lujo de identificarla en la síntesis poética que estas palabras proponen.

Tenemos por delante muchos primeros de enero, y muchas más cosas que cambiar en esta tarea inacabada que es la Revolución. “Cambiar todo lo que deba ser cambiado” se dijo, y a ello debemos entregarnos sin temor a las consecuencias, porque lo importante es seguir hacia la meta, independientemente de lo lejos que la veamos.

Muchos de los que vivimos aquellos días inaugurales de 1959, quizás ya no estemos el día de la coronación, pero ha valido la pena que el camino se configure con nuestras huellas (permiso, don Antonio Machado), y ojalá que, al volver la vista atrás, todos seamos capaces de percibir, además de “la senda que nunca se ha de volver a pisar”, lo bello y lo sublime del esfuerzo.


Notas:

[1] Inmanuel Kant: Lo bello y lo sublime, [en línea, disponible en Libro dot.com; https://www.ugr.es/encinas/Docencia/Kant_sublime.pdf], [fecha de consulta, 27 de diciembre de 2022].

1