En el torbellino de noticias que llegaban, aparentemente del lugar donde vivimos, como si existiera una realidad paralela, ocurrieron varios fenómenos, no excluyentes entre sí. Reportajes, imágenes, anuncios, amenazas, todo cargado de un catastrofismo aterrador, lograban producirnos la impresión de que la distopía informativa se había posicionado de forma tal que si no fuera porque salíamos a actividades cotidianas, al agromercado de la esquina, o simplemente a barrer la calle, y saludábamos a los vecinos de toda la vida, hubiéramos creído que, abducidos, habitábamos otro planeta, cuya violencia resultaba no solo imposible de calcular, sino de frenar.

Los amigos más íntimos que viven fuera, estremecidos ante la avalancha de informaciones que parecían verídicas, nos atiborraban a preguntas, con franca angustia, y sugerían cuidarnos, o mejor dicho, resguardarnos, porque, según deducían, un tsunami de balas en la mañana podía arrasarnos, una onda expansiva desaparecernos al mediodía y, si por casualidad continuábamos vivos en la tarde, de seguro hordas bárbaras nos iban a desollar antes del anochecer.

“Antes de la contienda bélica proclamada a través de redes sociales, jamás se me hubiera ocurrido dedicar tanto tiempo a la mata de jazmines del jardín”.

Mucho esfuerzo persuasivo costó convencerlos de que “No pasa nada, quédate tranquilo, son noticias falsas, créeme”. Así ocurrió durante los primeros días de una guerra que nunca existió. Enviábamos fotos de la ciudad, del malecón, de la bodega, de las escuelas de los muchachos, de amaneceres y de atardeceres tan apacibles como siempre, y llegamos a entrenarnos en retratar florecitas, aves, perros y gatos del barrio, cumpliendo el aforismo de que “una imagen vale más que mil palabras”. Antes de la contienda bélica proclamada a través de redes sociales, jamás se me hubiera ocurrido dedicar tanto tiempo a la mata de jazmines del jardín, ni a la glorieta del parque, con la cámara lista, o mejor dicho, con el teléfono encendido a toda hora, de forma que nuestros afectuosos amigos pudieran comprobar que nada cambiaba, ni para bien ni para mal. Además de tomar fotografías de flora y fauna, filmé baches callejeros nacidos en 1943, grietas del edificio del año 1926, descorchados de la oficina de correos que inauguró no sé cuál concejal menocalista, pero también la farmacia remozada de la calle Línea, el regreso al Teatro Nave Oficio de Isla, el retorno de los niños y niñas a la primaria, y así, hasta que me quedé sin saldo. La guerra no existía, por fortuna, obviamente, pero mi intención de graficar la normalidad me estaba costando más de lo previsto. Fue entonces cuando volví al económico método de mantener comunicaciones a través de correos electrónicos. Inestable, lento procedimiento, pero barato. Los afectos más íntimos, al cabo creyeron la monstruosa maquinaria que, alrededor de nuestra Isla, ofrecía un panorama desolador.

“Enviábamos fotos de la ciudad, del malecón, de la bodega, de las escuelas de los muchachos”. Foto: Tomada de Twitter

Sin embargo, otro de los fenómenos de aquellos días tenebrosos no fue tan conciliador, sino más bien lo opuesto. De repente, subió la marea de insultos, y varios internautas llegaron al grado sumo de violencia, también llamado ciberataque. Amenazas burdas, rupturas de vínculos hasta entonces respetuosos, cacerías anunciadas y otras brutalidades tipificaron aquellas jornadas. Ni siquiera era necesario pronunciarse: la mayoría de nosotros recibió insultos por el mero hecho de no decir que estábamos al borde del cataclismo que otros vaticinaban. El resultado fue y sigue siendo la anulación de relaciones que parecían basadas en el respeto a la diversidad de opiniones. Pero que resultaron tan endebles como la contienda bélica que quizás anhelaban. Muchos amigos y yo hemos sido bloqueados, eliminados, ninguneados, para sorpresa y disgusto nuestro, pero, hablando en plata: si negarse a ser cómplice de un juego tan macabro como ilusorio lleva implícito quedarnos solos, con los amigos de siempre, y con nosotros mismos, que así sea. Bienvenida la digna soledad compartida. Total…si me hubieras querido…ya me hubiera olvidado de tu querer […]…viví sin conocerte, puedo vivir sin ti, cantaba Celio González con la Sonora matancera.

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