Miguel Hernández

EL SILENCIO — divino

(Del Tríptico Silencio)

EL SILENCIO. Silencio.

La creación y el cielo…

—¡Qué copulativa

ésa y de en medio!—

Dios me ha dado un mundo.

Pero, ¿cómo? Hecho.

Pero, ¿cuándo? Ahora.

Pero, ¿qué? Silencio.

Silencio. Pregunto:

¡habla!… Nada: ¡viento!

un va-y-ven de frío

sobre cerca y lejos.

Pero ¿tu elocuencia

no es más que silencio.

Dios de lo creado?

Tiemblo. Peno. Espero.

De repente —¡luces!—

caigo, pablo, ciego.

¡Señor, callaré!

Calla en todo tiempo.

No te justifiques,

no digas tu verbo.

Cuando te pregunten

pilatos pequeños

que ¿qué es la verdad?

calla verdadero.

¿Para qué palabras?

Bastan los ejemplos.

¿Para qué tus causas,

tus porqués, tus peros,

tus cómos y cuándos,

mundo, si ya tengo

toda la verdad

en todo el objeto?

Silencio. ¡Qué hable!

Idioma pleno,

¡oh silencio! Alma

de las cosas, cuerpos.

¡Oh pentecostés

de lenguas de fuego!

¿Pregunto?… Respondes,

mi Dios, en silencio.


Roberto Méndez Martínez

BOLERO

—Goya—

El mozo cuyo nombre no precisamos,

a orillas del Manzanares, brazo al aire,

castañuela pronta, pie en escobilla,

danza el bolero, como sólo allí,

donde jamás es lunes, puede ser posible.

Bajo el quitasol, junto al embozado

con agrio olor a Valdepeñas, aplauden las majas.

Los reyes están lejos y todavía, desde la orilla cercana,

no se avista el alto morrión de los franceses.

Es diestro el mozo, no hay guitarra

que pueda seguir su redonda pierna

y el sol de Madrid hace saltar, despreocupado,

las mil perlas falsas de su redecilla.

No hay como el bolero que salta y rebota,

sí, por la gracia de Dios, esta mañana él es la danza.

Desgreñado y roto, lanzados al horror

los ojos en medio de la noche,

el mozo al que fusilarán los franceses,

desde la tela nos está mirando,

piedad reclama con esa camisa demasiado blanca

y esos brazos alzados

que no se rinden porque esperan la descarga

para desatar el último picado, la cabriola feroz

que pondrá, al parecer, fin a esa danza,

y sentimos piedad por ese

al que castigó el tiempo allá,

a orillas del Manzanares y sin saberlo

esa noche —ojos desorbitados,

cardenal en la mejilla—

fue danza por siempre. Pobre de él

y de nosotros que lo estamos contemplando.

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