Cuando el último apagón se fundió con las primeras luces, cuando se calcinó el filamento de la serenidad, eché a andar. Los viejos caminos, los ignorados, los siempre rotos, se extendieron ante mí. Volví al bosque, como la Zambrana; busqué amparo en el monte, como Martí. Y me fui tras el puente, rumbo a El Dajao, es decir, rumbo al sol.

Los caminos son mi exorcismo.

De pronto cobró vida el algarrobo que siempre estuvo vigilante, majestuoso, con sus ramas hospedando al curujey. La ciruela desnuda. Y la cereza, como una gota de sangre suspendida. Encontré, tras la lluvia, el terrón que se forma al lado del camino, el pedazo minúsculo que mi madre guardaba en su cartera.

Primero hay que subir, lentamente, con estas mascarillas sofocantes. La tierra roturada a un lado, las casas, los límites marcados con todos los inventos.Tras una verja, se divisan las piñas ―con su regio blasón, su pomposo penacho, la gran diadema, diría Zequeira―. La miel turba mis labios. Pago el precio, por estos lares aún no ha tocado fondo la histeria, la inflación.

Por estos caminos, la gente pone el hombro para cargar la vida.. Fotos: Marvin Rodríguez Torres

La cruz asoma. Habrá un alto cerca del cementerio. Hemos visto partir a mucha gente en estos tiempos: hay un suspiro largo, un grito que no grito. El vigilante del camposanto nos saluda como si nos conociera desde siempre. Luego, sin pañoletas, el recodo de la escuela triste. La yerba va creciendo demasiado en sus contornos.

No estoy solo. El camino recorrido con los amigos es siempre el mejor camino. Es el camino de las confesiones, de los intercambios largamente pospuestos. El camino de la fe. El profesor Osmar se va conmigo; Bandera, el renacido, me acompaña. Respiramos el mismo aire.

Respirar se ha vuelto un milagro.

Por el asfalto y por la tierra, por estas sendas, la gente pone el hombro para cargar la vida. Los hermosos jinetes van al pelo. Van los bueyes uncidos, la vara larga atiza. La estampa decimonónica escapa de la tela. Un olor inconfundible impregna el aire, casi erótico, casi salvaje.

“Después de los caminos siguen los caminos. Habrá que aprender a cruzarlos”.

Cuando llegamos al puente sobre el arroyo, el camino se estrecha, los árboles se desparraman. El plátano coloniza la humedad con un verdor intenso, al reventar. Las hojas caladas del árbol del pan o mapén (Artocarpus altilis) se distinguen en la maleza. Nos resta un altonazo con un verde suave, en contraste, como una sábana extendida bajo el sol.

Ya estamos cerca de la finca de los Trepeu, Pepín es el patriarca. No he dicho a qué venimos, es lo de menos. Los hallazgos no importan, el camino es la gloria. Abrimos el portalón del Rancho El Dajao: los terneros retozan, los caballos aguardan, los arreos cuelgan. Aquí saben de razas y de cabalgaduras. Desde los trillos y los corrales, los trabajadores levantan la vista.

Solo basta decir un nombre y ella aparece. Madelín llega como de otro tiempo, su mirada nos envuelve, nos alivia. Manos finas la plantaron por estas lomas. Y cuando pone un trozo de queso en nuestras manos, deposita algo más.

“Y cuando Madelín pone un trozo de queso en nuestras manos, deposita algo más”.

Las angustias pierden sus filos. Cae la tarde, ocre, misteriosa. Toca desandar lo andado, descubrir el paisaje en su envés. Volvemos ligeros, otros. Después de los caminos siguen los caminos. Habrá que aprender a cruzarlos.