Hay seres humanos que no languidecen jamás. Su impronta, con el paso del tiempo, se agiganta hasta horizontes insospechados. La fuerza que emana de su ejemplo posee tanto vigor que no puede ser reducida, o ignorada, ni siquiera por aquellos que se empeñan, obsesivamente, en demeritarlo.

El 25 de noviembre del 2021 se cumplen cinco años de que Fidel Castro Ruz ascendiera por siempre a una dimensión inmortal. En verdad, esa condición especial la ganó, ante los pueblos del mundo, desde mucho antes. En estricto apego a la verdad histórica podemos afirmar que, aún antes del 1 de enero de 1959, para ser más exactos desde que encabezó el asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953, los cubanos, en primer lugar, y luego hombres y mujeres de todas las latitudes, percibieron cómo irrumpía un nuevo gigante en el firmamento político.

Después del triunfo revolucionario ese torbellino de ideas que definió su accionar se expresó, de manera orgánica, en los más variados ámbitos. Dentro y fuera de la Mayor de las Antillas resonó, con especiales bríos, el eco de su labor emancipatoria. Convencido de la necesidad de sembrar ideas, inspirado en el ideario de Bolívar, Sucre, San Martín, Hidalgo, Artigas, Hostos y José Martí, entre muchos próceres, y en el de Marx, Engels, y Lenin, llevó adelante una incesante labor pedagógica encaminada a dotar a las grandes masas de las herramientas necesarias para que actuaran como protagonistas de la transformación.

Para Fidel no existieron imposibles. Tuvo siempre la certeza de que se podía tomar el cielo por asalto y que las utopías estaban al alcance de la mano, si se tenía la voluntad y se derrochaban energías para conseguirlas. Los que nos ultrajaron a lo largo de nuestro devenir como naciones propalaron la falacia de que no podíamos conducir nuestros destinos. Fue otra muestra de un comportamiento pérfido, mediante el cual acentuaban las políticas discriminatorias y apuntalaban los intereses de la clase dominante.

“Después del triunfo revolucionario ese torbellino de ideas que definió su accionar se expresó, de manera orgánica, en los más variados ámbitos”.

Fidel, desde pequeño, arremetió contra las injusticias. No se trata de una personalidad ungida por la gracia divina, que se reveló un día por arte de magia como mesías. Fidel se fraguó en la lucha y, en ese proceso incesante de aprendizajes y aportaciones, se convirtió en el líder que encarnó ideales más allá de su geografía natal. Su capacidad analítica tuvo como fuente nutricia el conocimiento profundo de la historia universal. El dominio del pasado no solo contribuyó a que pudiera desentrañar el presente, sino que le proporcionó claves para diseñar el futuro.

Fue un revolucionario excepcional. Entre otras razones, además de la defensa inclaudicable de los principios en todos los escenarios, incluyendo las circunstancias más complejas, por el hecho de atemperar a las condiciones histórico-concretas de su tiempo, el acervo precedente aportado por otras figuras cimeras.

En Fidel no hay un ápice de comportamiento mimético. En realidad, todo su quehacer, tanto en los aciertos como en aquellas cuestiones que debió rectificar, está marcado por la experimentación y la originalidad. Él mismo lo confesaría muchas décadas después de cosechar victorias cuando afirmó que, en los inicios, nadie sabía lo que deparaba la edificación del socialismo. Mucho menos si esa osadía tenía lugar a 90 millas del imperio más poderoso de cualquier época. No en balde, medio en broma y muy en serio, lanzaba al éter que Nerón o Calígula palidecerían, por impotencia, ante las prerrogativas intrínsecas al inquilino de turno, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, con su portafolio nuclear incluido.   

Varios aspectos troncales distinguieron su pensamiento. El antiimperialismo, el fomento por la unidad latinoamericana, la defensa de la paz, el desarrollo de las naciones del Tercer Mundo, entre muchas temáticas concitaron valiosas reflexiones suyas. Cada una de ellas, unidas al sinnúmero de asuntos que examinó, nos llega no como decálogo a memorizar, cual catecismo inmutable, sino como manantial fecundo del que debemos extraer la riqueza proteica que contiene, en tanto seamos capaces de reinterpretarlo de manera crítica y enriquecedora.

De las múltiples armas que empleó, en el terreno de la creación y defensa de sus sueños libertarios, Fidel le concedió importancia sin par a la cultura. Lo hizo desde la atalaya martiana de que solo teniéndola como coraza, un pueblo podía ser enteramente libre. Es más, sentenció que sin ella no había libertad posible. Dijo también que ser analfabeto en la actualidad, recordemos que hay más de 850 millones en todo el mundo, era peor que ser esclavos en tiempos de Grecia y Roma.

Fidel, cual adelantado de una época superior de la convivencia humana, que está obligada a asomar su rostro a riesgo de que desaparezca la especie de no hacerlo, dejó claro cuáles debían ser algunos de los preceptos sobre los que tomara cuerpo ese espacio de concertación. Aún resuenan, y lo harán por siempre, muchas de sus afirmaciones, como punta de vanguardia de un mundo mejor posible. En esa dirección remarcó, por ejemplo, que solidaridad no era dar lo que sobra, sino compartir lo que se tiene; que ningún ser humano, como desgraciadamente observamos en la sociedad capitalista, puede sobrar; o que el talento, e incluso el genio, son fenómenos de masas.

“Para Fidel no existieron imposibles”. Ilustración: Tomada de Sierra Maestra

De igual manera alertó sobre el “envenenamiento” cerebral que producía en los grandes conglomerados la propaganda comercial, enfilada a enajenar a las personas de su realidad; y lo que es peor aún, paralizarlas en el afán de trascender la infamia en la que vivían. Todo ello por la “ilusión” de pasearse en el automóvil más lujoso, escoltado por la chica más hermosa que aparecía en cualquiera de las portadas de revistas de moda.

En el caso cubano, desde la arrancada, estuvo claro que se necesitaba de un sujeto pensante como eje de la gesta a levantar. Ese que el Che denominaría el “hombre nuevo” y que Fidel contribuyó a moldear desde su prédica y, especialmente, generando las oportunidades para la participación.

No era obra del azar que, prácticamente desde el alumbramiento, una de las sentencias que más caló en el imaginario popular fue “La Revolución no te dice cree, te dice lee”. Tampoco que la primera y más importante obra cultural sería acometer, sin que se detuviera incluso cuando el país fue agredido militarmente en las arenas de Playa Girón, en abril de 1961, la Campaña de Alfabetización, mediante la cual se sacó de las tinieblas del oscurantismo a un millón de cubanos.

La Isla toda se llenó de libros y de escuelas. El Quijote, de Cervantes, las obras de Lope de Vega o García Lorca; de Darwin o Dashiell Hammett; Shakespeare o Pushkin; Tolstoi o Víctor Hugo; Shólojov o Juan Rulfo; Mark Twain o Stevenson; Gunter Grass, Frantz Fanon, Camilo José Cela, Miguel Ángel Asturias, Mario Benedetti, García Márquez, Roa Bastos y Onetti, entre muchísimas figuras de cualquier latitud, y también las de Carpentier, Guillén y Lezama Lima inundaron las librerías antillanas. Esos textos, y los demás de cualquier esfera, eran asequibles, por su precio simbólico, a todos los estamentos sociales. Años más tarde, en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana, en realidad de todo el país por su alcance y amplitud, el escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum afirmaría que Cuba era de los pocos, sino el único país, donde un novelista podía sostener un diálogo distendido sobre literatura con cualquier taxista.

Apenas unos meses después de su entrada triunfal a la capital cubana Fidel dejaría atónitos a quienes lo escuchaban. El futuro de Cuba (para la fecha con solo tres universidades) debía ser inexorablemente un futuro marcado por mujeres y hombres de ciencia y pensamiento. Era el 15 de enero de 1960 y su disertación acontecía en el paraninfo de la Academia de Ciencias.

En lo adelante casas de altos estudios y centros de investigaciones se apoderarían, con pasmosa naturalidad, del panorama cotidiano. Su tesis principal fue la urgencia de fomentar una cultura general e integral entre los ciudadanos. Tenía la más profunda convicción de que los conocimientos proporcionarían la plenitud, ante el disfrute con sensibilidad de la huella de los seres humanos a través del tiempo.

Asimismo, de que el mejor antídoto contra la frivolidad, y la sumisión ante los oropeles de esa avalancha consumista aberrante eran exhibir como estandarte elementos provenientes de la historia, la política, la economía, el arte, la literatura, el cine, la ciencia…

No redujo su propuesta, como malinterpretaron algunos, al entorno artístico literario. Sabía que no podía cercenarse el caudal que nos haría crecer, y que se articula precisamente desde la diversidad. Su desvelo no era reproducir un exponente del pináculo renacentista, ni alardear, en representaciones estériles, por la sapiencia enciclopédica. Era una propuesta raigalmente superior: que la cultura como sustrato se erigiera en escudo y espada para nuestros pueblos.  

Más de 1,4 millones de graduados universitarios, y decenas de miles de investigadores científicos con productos innovadores registrados en numerosas naciones, resultarían la cosecha de esa siembra. Ahí estuvieron, nadie lo duda, los cimientos que hoy florecen en las Soberanas, Abdala y Mambisa, que combaten con excelentes resultados demostrados a la COVID-19, y tantas otras vacunas obtenidas antes que salvaron a millones de personas.

“Tuvo siempre la certeza de que se podía tomar el cielo por asalto y que las utopías estaban al alcance de la mano, si se tenía la voluntad, y se derrochaban energías para conseguirlas”.

En Cuba se volvió natural, y lo es todavía hoy, que cualquiera de nuestros laureados deportistas o científicos expresara, en el momento de recibir una distinción, que dedicaba ese reconocimiento a Fidel. Así ha sido de Concepción Campa a Vicente Verez; de Alberto Juantorena a Mijaín López; de Rodrigo Álvarez Cambras a Marta Ayala; de Teófilo Stevenson a Ronaldo Veitía; de Luis Herrera y Agustín Lage a Mireya Luis, Omar Linares, Ana Fidelia Quirot, Javier Sotomayor, Andy Cruz, Luis Alberto Orta y Julio César La Cruz, entre muchas luminarias.

También para nuestros escritores y artistas de vanguardia, de Alicia Alonso a Juan Formell; de Guillén a El Indio Naborí; de Miguel Barnet a Nelson Domínguez; de Eusebio Leal a Eduardo “Choco” Roca; de Nancy Morejón a José Luis Cortés; de Silvio Rodríguez a Israel Rojas. Y para aquellos que jamás hablaron ante las cámaras o vieron sus nombres publicados en los periódicos y, en cada jornada, desplegaron su trabajo heroico, desde cualquier profesión, a sabiendas de la enorme magnitud de la obra que defendían. 

Es muy probable que así suceda en lo adelante. No importa que los galardonados por venir no lo hayan conocido físicamente, o que no sintieran de cerca su magnetismo. No será impedimento que no puedan narrar, como muchos de nosotros, anécdotas fascinantes surgidas del privilegio de su compañía; recibiendo su mirada penetrante e intentando responder las preguntas que, en cascada, matizaban cualquiera de los diálogos del Comandante con los más disimiles interlocutores.

Lo sustantivo, y eso es lo que importa, es que Fidel no se ha ido. Tal como dijo Hugo Chávez que sucedería con él, y con todos los seres que nos han enseñado a andar y vencer, está junto a nosotros. Fidel, más que una leyenda del pasado, es un espíritu vivo que desde el presente no deja de pelear y fundar. Su visión es más pujante, porque sigue señalando el camino, con la misma vocación anticipatoria de antaño. No es, ni podrá serlo, una imagen a exaltar en la distancia. No es una deidad que se venere, apenas un instante del calendario, ni será colocado en un pedestal inaccesible.

Fidel, como energía viva, anda junto a su pueblo, en cada una de las batallas por la subsistencia y el desarrollo. Su mano está en los barrios y comunidades transformadas, y en las gestas en pos de hacer más duradera, justa e invencible la epopeya socialista.

“Fidel renace, brota, crece, vive”. Ilustración: Tomada del sitio del Minrex

Cada médico que salvó una vida, en Cuba o en más de 50 países a lo largo de esta terrible pandemia, sintió su aliento. Lo mismo que los maestros que se esforzaron por enseñar a los niños, sin que estos asistieran a la escuela, utilizando el ingenio pedagógico a través de las teleclases; o los trabajadores que no detuvieron la producción; o los campeones que, desde el Sol Naciente, se alzaron en Tokyo hasta el olimpo deportivo y gritaron, con toda la potencia de sus gargantas, que seguíamos siendo una tierra de Patria o Muerte.

Fidel renace, brota, crece, vive, y ello se traduce en que continúa enseñándonos, y estimulándonos, en esta lucha incesante por la dignidad humana. Los agradecidos que sentimos su presencia, millones en el planeta, tenemos la certeza de que en lo adelante sus aportaciones serán cruciales. Necesitaremos de él para sobreponernos a los entuertos que aún no se divisan, y cualquier desafío que se presente.

Por eso tenemos la obligación de que su voz nos siga llegando límpida y que la imbriquemos, en completa armonía, con el pensamiento de nuestro tiempo y las ideas por aparecer. Fidel no nos permitiría quiebres ni divisiones. Su orden se escucha con nitidez: hay que sumar, unir y multiplicar esfuerzos y acciones. Tenemos la oportunidad, y el deber, más que de prometerle cumplir, de hacerlo realidad a partir de nuestra entrega desde cada trinchera. Ese será el mejor homenaje a su sobrevida. El único que nos exigiría.  

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