El reciente acontecimiento noticioso que con toda legitimidad constituyó el peregrinaje de Omar Quintero Montes de Oca (pagador de promesas cubano) desde Marianao hasta el santuario de El Cobre, me hizo recordar aquel otro que contemplé, atónito por la inocencia infantil, cuando Irma Izquierdo, La estigmatizada, en 1956 hizo lo mismo, solo que partiendo de Güira de Melena. Su motivación, claro, también era diferente, pues mientras Omar hizo su ofrenda en busca de un milagro a favor de la salud del hijo, aquella se nos mostró —mucha prensa mediante— como la reencarnación del martirio de Jesús Cristo.

También recordé aquella conga oriental de Bernardo Matute titulada Hasta Santiago a pie, que interpretaban Los Hermanos Bravo; pero pese a mi admiración por el buen padre Omar Quintero y los músicos mencionados, y además de las dudas sobre la condición divina de La estigmatizada, estas referencias las asocié —confieso que con el humor hincándome alguna costilla— cuando recuerdo el vía crucis que era ganar un poco de visibilidad para los que en mis años juveniles debutábamos en los espacios literarios. Ni yendo a Santiago a pie.

La formación de escritores y el fomento de instituciones impulsoras de la literatura en los territorios no capitalinos borraron
muchas de las más dolorosas diferencias.

Comencé mi vínculo con la vida literaria en 1975. En esa fecha ingresé como miembro al taller literario José García del Barco, del municipio —entonces villareño— de Camajuaní. Casi todo, para nosotros, estaba por hacer, empezando por la obra. Solo existían las editoriales nacionales (no todas aún, pues Letras Cubanas nació en 1977), más una en provincia: la Oriente, primera creada con un criterio regional, que promovía con prioridad a los autores de aquellos territorios del este de Cuba, aunque muchos de sus destinos se decidían en La Habana.

Ninguno de nosotros soñaba con acceder como autor al catálogo de alguna de esas casas editoriales, pese a la existencia de la precaria, muchas veces mal manejada y fugaz colección Pluma en Ristre, de la editorial Arte y Literatura, concebida para autores inéditos. Los concursos, sobre todo el David, eran nuestra esperanza, además de lo que lográramos “con recursos locales”.

Los certámenes, si bien revelaron algunos nombres de los más avanzados, no eran suficientes para sacar a la luz todas las figuras que iban logrando propuestas de interés. Los frutos que se iban acumulando gracias a las políticas y acciones culturales que la Revolución activó, en muy contadas ocasiones se salvaban de la gaveta.

Igual que sucedía con la carrera de Medicina en la época prerrevolucionaria, para graduarse de escritor (quiero decir: publicar un libro) la única universidad (editorial) posible estaba en La Habana. Muy pocas cosas marcaban vínculo profesional del naciente movimiento, emanado en provincias de los aún jóvenes talleres literarios, con aquella masa selecta que en 1961, tras las reuniones con Fidel en la Biblioteca Nacional, le dieron vida a la Uneac.

Poco a poco, por méritos demostrados, los residentes en el llamado interior (yo le decía “el exterior interno”) de Cuba, rebasaron aquel estatus: el panorama fue cambiando a favor de la creación de calidad, surgiera donde surgiera: eventos, revistas, editoriales, espacios de todo tipo surgieron en todo el territorio nacional; no obstante, como me gusta ser metafórico, afirmo que, hasta mediados de los ochenta, para ingresar al catálogo de autores reconocidos por la institucionalidad capitalina casi que había que ir hasta La Habana a pie.

El llamado desarrollo local contiene potencialidades que la centralización, con la miopía que da la falta de referencias cercanas, no pocas veces obstaculiza.

Si evocamos los esquivos medios de transportación interprovincial de la época: trenes lecheros, guaguas Skoda (popularmente conocidas como “pepinos checos”),sustituidas en los setenta por las Leyland y luego por las Hino (“Colmillos Blancos”) y asumiendo que el viaje era obligatorio por la Carretera Central (la Ocho Vías aún estaba en fase inicial de construcción) seguramente comprenderemos mejor por qué la capital, con sus editoriales e instituciones promotoras, nos quedaba tan lejos. Además, en aquellos años, las diferencias entre el canon y el demos no presentaban muchas fisuras en sus bien custodiadas fronteras.

No pretendo, con estos razonamientos, revivir diferendos de provincianos versus habaneros, pues como antes expresé, primero la formación de escritores y luego el fomento de instituciones impulsoras de la literatura en los territorios no capitalinos borraron, paso a paso y con buena goma, muchas de las más dolorosas diferencias. No obstante, hay algunos aspectos sobre los cuales me interesa regresar.

Las políticas descentralizadoras —me refiero a lo cultural, pero no solo en ese terreno— vivieron su momento de mayor intensidad en aquellos años noventa que llamamos Período Especial, donde se les dio a los territorios una buena cuota de autonomía para acometer, con sus recursos e inteligencia, las acciones de sobrevivencia y desarrollo. En la cultura, entre otras ganancias, nacieron la mayor parte de las editoriales del hoy llamado Sistema de Ediciones Territoriales (SET). Una parte atendible de ellas logró coherencia y presencia de manera que el deprimido canon nacional acudió a ellas, pues sortearon con mejor fortuna, mediante soluciones locales, la crisis.

A la altura de 2000 —ya recuperado el sistema editorial nacional— aquella cualidad se fue perdiendo y algunas instituciones retomaron la pauta autoritaria de decidir desde la capital asuntos para los cuales las provincias habían demostrado ya poseer capacidad para conducirlos con eficacia, sin contradecir las pautas de una política cultural vigente para toda la nación. Una vez más la capital, metonímicamente, asumió la totalidad de la nación.

Hoy, en el terreno de las acciones de política, se acude nuevamente, con acierto, al método de contar con la inteligencia y destreza demostrada en los territorios del interior para la búsqueda de un desarrollo armónico a lo largo del país. Se liberan recursos para que los municipios y provincias decidan dónde colocarlos en aras de un mayor rendimiento. El llamado desarrollo local contiene potencialidades que la centralización, con la miopía que da la falta de referencias cercanas, no pocas veces obstaculiza.

En el terreno de la economía y los servicios quedó claro el nuevo principio, pero en la cultura aún no se han desmontado algunas de las flaquezas que en la primera década del siglo se derivaron de la forma en que fueron interpretadas y aplicadas aquellas acciones que conocimos como “masificación”.

En el terreno de las acciones de política, se acude nuevamente al método de contar con la inteligencia y destreza demostrada
en los territorios del interior para la búsqueda de un desarrollo armónico a lo largo del país.

Me baso de momento en unos pocos ejemplos de la actividad literaria, que son los que me tocan directamente. Si en Santa Clara, por ejemplo, las ferias del libro, a través del Instituto Cubano del Libro (ICL), se vienen celebrando desde 1981 (de manera continua, solo interrumpidas por la pandemia de COVID-19), ¿qué sentido y cuánta justicia encierra que la feria que este año organizamos se presente como la trigésima cuando en nuestro caso sería la cuadragésimo primera? ¿Por qué asumir el mismo ordinal de la de La Habana? De la misma manera, ¿por qué llamarla Feria Internacional del Libro de La Habana si no recibe acciones internacionales y con todo merecimiento pudiera llamarse Feria del Libro de Santa Clara? ¿Es que acaso no es así en todo el mundo y las ferias llevan el nombre de la ciudad que las organiza, no el de la capital del país: Frankfurt, Guadalajara, Córdoba, Mendoza…?

En el mismo sentido, sostengo mi inconformidad con celebrar los aniversarios de las ediciones territoriales a partir del 2000 cuando la inmensa mayoría nació en 1990 (algunas antes) no al amparo del azar, sino de un programa del ICL. En determinado momento mis argumentaciones al respecto fueron desacreditadas con el chascarrillo de que yo proponía “cantonizar” la literatura cubana. Pregunto entonces, ¿cómo le llamaríamos hoy a las políticas de autonomía de los territorios que con tanto empeño impulsa la dirección del país?

Desconozco la disposición de otros, y como ya no tengo edad para ir hasta La Habana a pie para que se me conceda el milagro de enmendar la injusticia de borrar una historia que tanto sacrificio costó, me comprometo a caminar en jornadas consecutivas, cinco kilómetros, y lo haría durante 53 días, cuatro horas y 48 minutos —sin salir de Santa Clara— hasta completar los 266 kilómetros (físicos y a veces subjetivos) que nos separan de nuestra hermosa y amada capital.

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