Pudiéramos, erróneamente, pensar que hemos hecho lo suficiente para enrumbar con buen timón la promoción de la lectura, pero nos estaríamos engañando. Tenemos buenas instituciones dedicadas a la tarea, pero cada día merman lectores.

Los escritores —es cierto— deberíamos escribir con la única esperanza de que nos lean; por mi parte no concibo mayor recompensa que los ojos de quien —con nuestras palabras como único aliciente— nos regala sus horas de reflexión y esparcimiento. Pero, ¡ay!, las dinámicas de la contemporaneidad nos obligan a escribir con el propósito de ganarnos la vida ejerciendo el oficio. Parece justo, pero entraña riesgos y no pocos derrumbes éticos mientras sonríe desde sus torres la falacia de un éxito cuyas fronteras solo el mercado certifica.

Las políticas de ampliación de posibilidades para la expresión artística en nuestro país, entre ellas la literaria, de alguna manera culposa minimizaron el papel de los receptores en la cadena comunicativa: el rol del emisor acaparó protagonismos, y no totalmente para bien. Las estrategias y acciones para propiciar su formación y desarrollo no tuvieron su parigual, con similar eficiencia, en el caso de los receptores, pese a la existencia de programas al respecto.

Es sabido que la formación de un lector a través de políticas públicas no se configura con acciones fundidas en la inmediatez, sino tras una construcción compuesta de capas sucesivas de influencias, con inicio en el hogar, continuidad en el sistema de educación (la más importante) y completamiento en hábitos de consumo cultural derivado del accionar de especialistas. No es algo que se coseche a corto plazo, ni que empiece por el final enfrentando al lector improvisado con un producto literario de esmerada elaboración.

“Las políticas de ampliación de posibilidades para la expresión artística en nuestro país, entre ellas la literaria, de alguna manera culposa minimizaron el papel de los receptores en la cadena comunicativa”.

Leer, para una buena parte de las digitalizadas generaciones actuales, discurre en la vida pública como un acto carente de elegancia, anticuado, y supuestamente inútil. En una época en que la apariencia importa demasiado y proyectarse como un ser globalizado implica distinción, plantarse a la vista de todos con un libro en las manos es visto, con bastante frecuencia, como costumbre demodé; leer en privado se evalúa, en no pocos espacios familiares, como esfuerzo innecesario que podemos sustituir con la ingestión de audiovisuales, bien sea en la pantalla de la TV o del teléfono móvil.

Que no se trata de un fenómeno privativo nuestro lo demuestra esta reflexión de Pedro César Cerrillo Torremocha, de la Universidad de Castilla La Mancha:

Aunque nunca se ha leído tanto como ahora ni nunca han existido tantos lectores, leer no está de moda; al contrario, es una actividad muy poco valorada por la sociedad, por los medios de comunicación y, particularmente, por los jóvenes: a muchos adolescentes, de los que leen habitualmente, les da vergüenza reconocer ante sus amigos que son lectores. Por otro lado, históricamente, los grandes lectores han sido considerados como “tipos raros” o locos.[1]

Como consecuencia de la generalización de la lectura virtual sobre la objetual se instauran unos saberes más sensoriales que cerebrales, se difumina la honda concentración que la lectura exige; se sustituye así entonces el trabajoso, pero deleitoso proceso de asimilación de estilos y contenidos por una degustación pasiva cuyas marcas en nuestro intelecto apenas rozan, con poco fijador, la corteza cerebral.

Respecto a lo anterior, aunque también el contexto difiera, resulta interesante este otro punto de vista, del español Andrés Hoyos:

…un libro, cuando sale bien, es la forma más potente que se conoce de concentrar el pensamiento sobre cualquier tema. Y vaya que el mundo contemporáneo exige que se le piense mucho, así que ¿la orfandad de los libros es indicativa de alguna decadencia? Sí y no o todo lo contrario, como se dice desde el tiempo de los romanos.[2]

Lo que con toda propiedad llamamos “un lector” no tipifica a alguien que engorda colecciones con libros que en su mayoría no leerá; ni quien visita las bibliotecas y librerías o asiste a eventos literarios y nutre su cultura con la oralidad de los coloquios. El auténtico lector se forja más en el silencio y el anonimato cómplices, preguntando al texto y elaborando sus respuestas a partir de su propia cultura y las inquietudes que este le despierte. El lector inteligente es el que elabora su sistema íntimo de referencias a partir de fundir la observación con las definiciones que otros lograron en su lucha con las palabras.

“La única terapia efectiva, (…) solo la podríamos hallar en el incremento de la cantidad, profundidad y rigor con que sumemos y evaluemos contenidos literarios a la enseñanza primaria, media y universitaria”. Foto: Pinterest

Múltiples han sido las estrategias que las instituciones culturales cubanas han desplegado a lo largo de varias décadas para fomentar el hábito de leer, pero nuestro modo de medirlo se centró demasiado en estadísticas: cantidad de títulos publicados, de visitas y préstamos bibliotecarios, asistentes a las ferias del libro y ventas de ejemplares. La pauta cualitativa solo la hemos recibido por encuestas de instancias investigativas, basadas en muestras cuya selección, por muy apegada que esté a las normas de la Estadística-Matemática, no dejan de ser aproximaciones. La única terapia efectiva, a mi modo de ver, solo la podríamos hallar en el incremento de la cantidad, profundidad y rigor con que sumemos y evaluemos contenidos literarios a la enseñanza primaria, media y universitaria.

La cantidad e intensidad con que se imparte la literatura como asignatura curricular ha mermado cuantitativa y cualitativamente con el paso de las décadas. En mi etapa estudiantil —hace ya tantos años, aunque ya en Revolución— en la enseñanza media y media superior recibí importantes contenidos de literatura española, hispanoamericana, universal y cubana. Tengo referencias de que hoy no es así. De igual forma, en la enseñanza superior se aspira a que los cursos de extensión —optativos y algo esquemáticos en la época en que los conocí— aporten el costado humanístico en aquellas carreras de perfil científico y técnico. No peco de absoluto, pero lo considero una carencia que urge superar.

“Múltiples han sido las estrategias que las instituciones culturales cubanas han desplegado (…) para fomentar el hábito de leer, pero nuestro modo de medirlo se centró demasiado en estadísticas: cantidad de títulos publicados, de visitas y préstamos bibliotecarios, asistentes a las ferias del libro y ventas de ejemplares”.

La programación cultural de las instituciones está llamada a completar la formación y suplir las lagunas culturales de muchos profesionales, pero la baja intensidad de esos contenidos en los currículos académicos determina una disfunción que les impide a esos receptores, supuestamente idóneos, apropiarse de los mensajes culturales con todos sus matices y subjetividades profundas.

Tengo la certeza de que muchos de los desencuentros de ciertas zonas de la población con la institucionalidad revolucionaria se hubieran evitado, o minimizado, si la profilaxis de una cultura humanística profunda les hubiera permitido a esos actores hacer una lectura correcta de nuestra historia, de nuestra poesía, de nuestra épica y de nuestro —aún incompletamente realizado— proyecto de país. No es este el único problema dentro del complejo entramado que motivó esos acontecimientos, pero sí subyace, en los fondos esenciales, como brújula errática para maximizar descontentos.

Se ha dicho y se ha repetido: para cada problema, si no una solución, una política. Un giro drástico al rol que se le ha asignado a la cultura requiere de esas políticas nuevas en aras de hacer de nuestros compatriotas personas que, con códigos culturales sólidos como sostén, enfrenten y resuelvan los nuevos desafíos de una contemporaneidad que nos agrede —externa e internamente— cada vez de manera más desembozada, no solo desde lo burdo, sino también desde lo sutil.


Notas:
[1] Pedro César Cerrillo Torremocha: “Los nuevos lectores: la formación del lector literario”, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, [en línea, disponible en: www.cervantesvirtual.com, fecha de consulta, 23 de noviembre de 2021].
[2] Andrés Hoyos: “Los libros huérfanos”, en El Espectador, 21 de julio de 2021, [en línea, disponible en https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/andres-hoyos/los-libros-huerfanos/, fecha de consulta, 23 de noviembre de 2021].
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