Tiempos atrás, los chicos y los no tan chicos utilizábamos una frase ya hoy fuera de moda: “A quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga” y con ello aceptábamos como acto de la “divina suerte” aquello que a nuestro raciocinio no resultaba justo. Era una aceptación “conformista”, dirá usted, y no le falta razón, pero zanjaba cualquier discusión.

El lector impaciente con justicia se preguntará “a qué viene esto”. Y es que, en diciembre de 1922, o sea, hace exactamente cien años, llegó a La Habana el dramaturgo español don Jacinto Benavente, uno de los premios Nobel de Literatura menos “favorecidos” por la historia de estos premios, aunque en modo alguno el único caso. El Nobel de Literatura, desde su creación, ha estado sujeto a las veleidades de un tribunal cuyas decisiones son impredecibles, muchas veces controversiales y otras tantas veces incomprensibles.

A don Jacinto Benavente se le recibió en La Habana con bombo y platillo. Bástenos con decir que hasta las piruetas de un aeroplano y la presencia de cuatro remolcadores abarrotados de admiradores, que portaban letreros con la frase Viva Benavente, dieron la bienvenida al distinguido pasajero del vapor Essequibo en la tarde apenas invernal del 17 de diciembre de 1922. A la distancia de un siglo, a quien esto redacta tal despliegue de publicidad le parece exagerado, insólito y hasta un tanto ridículo, sobre todo porque quienes desplegaban aquellas telas de bienvenida seguramente jamás habían visto representada una obra de don Jacinto ni leído sus textos. Pero bueno, vayamos al grano.

(…) el insigne literato fue objeto a su arribo a La Habana de un espontáneo y caluroso homenaje de admiración y simpatía”.

“Con la llegada de Jacinto Benavente a La Habana, puede decirse que entra por nuestras puertas todo el prestigio y significación del teatro español contemporáneo”, escribía un crítico literario del Diario de la Marina. Y cuando la prensa del siguiente día reflejaba en sus titulares que “el insigne literato fue objeto a su arribo a La Habana de un espontáneo y caluroso homenaje de admiración y simpatía”, ciertamente reflejaba lo que en verdad había sucedido.

Entre mucho público, a pie, se dirigió Benavente desde el muelle hasta el Ayuntamiento, donde abundaron los brindis y expresó: “Muy linda la ciudad. Me ha emocionado el recibimiento. Estoy agradecidísimo a todos”.

El escritor llegaba desde Argentina, donde recibió la nueva del Premio Nobel de Literatura correspondiente a 1922; y en Cuba se hallaba en viaje de negocios, junto a su compañía de actores.

El autor de Los intereses creados dictó conferencias en el teatro Nacional; y a partir del día 24 de aquel mes de diciembre ya lejano, colaboró con el Diario de la Marina. No conforme con recorrer la capital, se trasladó a Cárdenas, en el litoral norte, y fue hasta Cienfuegos, al sur de la Isla. Pero dondequiera que estuvo, se le recibió con vítores y aplausos, los periódicos reprodujeron su fotografía y el visitante disfrutó momentos de euforia.

El 8 de enero del nuevo año estaba de vuelta en La Habana, donde se le declaró Huésped de Honor y recibió un obsequio para él muy estimable: cien tabacos selectos que le entregó la directiva del Club Rotario.

“A don Jacinto Benavente se le recibió en La Habana con bombo y platillo”.

El doctor Eduardo Robreño contó en uno de sus libros la siguiente anécdota de aquella estancia habanera: una comisión femenina vinculada a una orden religiosa visitó al dramaturgo en su hotel para rogarle las deleitara con su charla. Benavente se excusó como y cuanto pudo. Entonces una de las damas insistió en estos términos:

—Don Jacinto, si solo queremos que usted nos diga una de esas boberías que usted dice con tanta gracia.

El escritor sintió un alfilerazo en su amor propio.

—Estas cosas tengo que prepararlas, además, no me gusta hablar a tontas y a locas, ripostó muy agudo, dando por concluida la conversación.

Pese a los muchos epígonos que tuvo a lo largo de su carrera de alrededor de 60 años; pese a su técnica y espíritu renovadores que rompieron los moldes del teatro español de entonces, signado por la huella de José Echegaray; pese al prolongado tiempo en que reinó en el gusto del público de habla hispana, hoy día no son frecuentes —al menos en Cuba— las representaciones del teatro benaventino, y su lugar ha pasado a ocuparlo, tanto en las tablas como en la preferencia de los espectadores, un teatro capaz de trasmitir conceptos e ideas más actuales.

De todos modos, es un centenario para recordar. Y si lo desea, también para reflexionar.

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