Hará más de 10 años de la publicación del libro de cuentos que a continuación reseño, y que me permito compartir con el público, a propósito del fallecimiento del queridísimo Chino Heras. Cuando le envié estas palabras, en el año 2012, no sabía, no podía imaginar que Eduardo estaba fuera de Cuba, ni que justo ese día, 5 de agosto, era su cumpleaños. Me escribió, agradeciéndome el texto, y me hizo notar que lo recibía como regalo por su onomástico, y en medio de añoranzas que padecía, al estar lejos de nuestro país. Ello me llenó de sorpresa y de regocijo, de manera que me satisfizo proporcionarle una pequeña alegría. Ahora que no está entre nosotros, no podrá impedir que repita mi admiración hacia este volumen de narraciones, poco comentado en nuestros predios. Sirva, pues, de homenaje a su obra, y a su para nada dulce vita. Hasta siempre, maestro.

Un cuaderno de cuentos tan depurado como aquellos que colocaron al Chino Heras en la cima de una narrativa de nuevo tipo. Imagen: Tomada de Isliada

¿La dolce vita de Eduardo Heras León?

Cuarenta y cuatro años después del memorable libro La guerra tuvo seis nombres, que fuera merecedor del Premio David, y cuarenta y dos años más tarde de Los pasos en la hierba(Mención del Premio Casa), el escritor, profesor y fundador del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, Eduardo Heras León, vuelve a ofrecer un cuaderno de cuentos tan depurado como aquellos que lo colocaron en la cima de una narrativa de nuevo tipo.

Dolce vita(Unión, 2012), integrado por ocho magistrales narraciones, no solo demuestra la madurez de un autor estudioso y practicante de elaboradas técnicas literarias, cuya edad biológica supera la séptima década de una consagrada existencia, sino que constituye un ejemplo de impecabilidad narrativa.

Escritos a lo largo de 20 años, entre 1990 y el 2010, los cuentos de Dolce vita recorren pasajes de la vida cubana, vista y vivida (podría decirse que padecida) a través del prisma de un personaje que va madurando a la par del paso del tiempo cronológico y emocional en que suceden los acontecimientos que se narran. Después de todo, es sabido que tenemos la edad de nuestras emociones. El cuaderno abre con un joven recién llegado a la ciudad (“Balada para un amor imposible”), quien pudiera ser el mismo muchacho de otros cuentos, que más adelante visita a un poeta más que viejo, envejecido (“La visita”) o que se deja atrapar en las garras de la sordidez citadina (“Amor de ciudad grande”), o que se involucra emocionalmente con una mujer de la edad de su abuela (“Mercy”).

Dolce vita no solo demuestra la madurez de un autor estudioso y practicante de elaboradas técnicas literarias, sino que constituye un ejemplo de impecabilidad narrativa.

De igual forma, gracias a la habilidad de un maestro que sabe tejes, manejes, y trucos limpios en el arte de narrar, como es el caso de Eduardo Heras León, podría ser ese mismo joven del inicio, ya con cierta experiencia vital, quien aparece como anfitrión de otros jóvenes (“Café a las cinco”), o como invitado en circunstancias difíciles (“Almuerzo en Santo Domingo”), o como padre soltero que debe enfrentarse a la voracidad de sus hijos en momentos tenebrosos del país (“La última cena”), utilizando como única vez rasgos humorísticos, que, aunque asombrosos en la literatura del autor, resultan efectivos, adecuados.

Por último, el personaje que crece en la medida en que avanza la lectura (y pasa el tiempo), ya rotundamente anciano, alcanza el clímax de su vencida existencia, para hablarnos en primera persona en el cuento que da título al libro, verdadero súmmum del arte escritural. La narración “Dolce vita”, dedicada a Julio Cortázar (¿a quién, si no?), muestra un virtuosismo pocas veces alcanzado en la literatura cubana de los años recientes. Sin dejar de abordar las calamitosas condiciones de sobrevivencia en las cuales estamos todos (todas) sumergidos, logra sobrevolar la inmediatez de la miseria, para asimilar el destino sin oponerse a él. No hay un ápice de estridencia, ni de postura batalladora: todo fluye sin que sea menester emitir criterio alguno; es la vida quien rige los caminos, sin que existan sorpresas ni sobresaltos, a pesar de la magia de ciertas alucinaciones.

Poco quedaría por decir del más reciente libro de Eduardo Heras León, salvo sugerir su concienzuda lectura, de forma que además de hacernos cómplices de su voz, logremos aprender la lección de eticidad y de buen gusto que nos ofrecen sus casi 140 páginas, ensartadas con el finísimo cordel que suele reservarse a las magníficas hechuras.