La Maestra y la Ceiba

Denis Álvarez Betancourt
15/9/2016

Ni que decir tiene que me fascinan los parques, esos recintos abiertos, repletos de césped, árboles y bancos, donde se reposa del ruido citadino. Sirven, además, para estudiar las asignaturas difíciles, ésas en las que no nos queda más remedio que leer los apuntes justo antes de enfrentar el suspenso. Pero éste en el que me encuentro es en verdad muy especial; al menos para mí. Tenía escondido un misterio que acabo de revelar.

Todo comenzó en la escuela, cuando la maestra Rufina, harta ya de mandar a callar y poner el aula cabeza abajo para "reposar el almuerzo", en un gesto providencial nos decía:

-¡Arriba, a formar números, que nos vamos al parque! Cuando estén listos me avisan.

Debo aclarar que, para Rufina, sus alumnos eran números, tal como llamaban a los soldados en las guarniciones hace mucho, mucho tiempo. Aquella era la orden perfecta, con cumplimiento asegurado de antemano; y no podía ser de otra manera; al menor problema o distracción podía ser cancelada y teníamos que volver a las sillas a bajar la cabeza hasta la hora de salida.

Dos eran los parques a visitar, seleccionados por la cercanía a la escuela. Uno era un rincón frío y rodeado de muros altos, al que se llegaba después de bajar una escalera sinuosa de peldaños altos, difíciles para nuestras infantiles piernas. Era la escalera  que quedaba a un costado del SEDER de la Universidad.  A ese parque llegábamos muy cansados. Refunfuñábamos porque era más circular y Rufina podía vigilar cada movimiento que hacíamos. En la protestadera se nos iba el tiempo y cuando más embullados estábamos, venía la orden de recogida. Sabíamos que allí nuestra maestra se encontraba con un hombre que creímos era su novio, hasta que la ingenuidad se nos cayó al verla recibir a su esposo que venía de estar dos años en la guerra.

El otro parque era el del misterio, más céntrico y soleado, con muchos caminitos de lajas y rincones donde esconderse. Más lejos, porque había que llegar a la calle 17 cruzando avenidas, toda una aventura donde nos creíamos importantes con la maestra parando el tráfico de la avenida 23 para que pasara la hilera doble de varones y hembras tomados de la mano y casi corriendo para que nadie se quedara detrás.   

Cuando llegábamos, Rufina, con toda su arquitectura de mole morena se sentaba a leer, mientras los chiquillos,  ya con entera libertad,  salían como tropa a caballo después de una clarinada tocando “a degüello” por todo el parque.

Un solo lugar nos estaba vedado allí por Rufina. Se ponía frenética cuando nos acercábamos. Era un rincón con una enorme ceiba y detrás un pequeño monumento de piedra. Tenía una cerca verde de esas de poca altura, hecha de hierro fundido y con arabescos, que no representaban nada. La prohibición de Rufina, nos incitaba a la aventura y más de una vez jugamos a ir corriendo hasta la ceiba, saltar la cerca, tocarla y regresar sin que ella se diera cuenta. Si nos veía tan solo merodeando, nos sentaba a la fuerza a su lado en el banco, sin poder movernos, mientras teníamos que soportar las burlas del resto, que hacían muecas por detrás sacando la lengua y riéndose de uno.

Cierta vez, nos reunió a todos y nos relató una historia tenebrosa:

Sabrán que este parque esta construido en los terrenos de una casona  que existió aquí, en el Vedado. La mujer que vivía en esa casa no podía tener niños y cierta vez le pidió a una negra conga recomendada por su lavandera, un remedio para tener hijos. La vieja, que era fea y gorda, le mandó a sembrar la ceiba que ustedes ven, pero con una condición: Por cada hijo que le naciera, debía traer un niño ajeno para donárselo al árbol. La dama la sembró,  pero en cuanto obtuvo a su nené, atemorizada e incapaz de cumplir semejante encargo, decidió no cumplir con la promesa y se mudó a otra ciudad. La ceiba creció y creció hasta donde ustedes ven, pero todas las noches, durante largos años, se oía susurrante una voz llamando a la antigua dueña de la casona para que pagara su deuda.

Cierta vez, ya demolida la casa, una madre despreocupada dejó a su hija acercarse al árbol. Dicen los testigos de aquel suceso, que del tronco salió una vieja negra que atrajo a la niña con dulce de coco, y esta, al acercarse, de pronto, se hundió en la tierra frente a los ojos de su madre que la llamaba. La señora  arañó la tierra en busca de su nena con gritos estridentes, pero fue inútil. Pasado un tiempo encargó le hicieran un montículo de piedra en el lugar para no olvidarla y llevarle flores. La misma noche que se terminó de construir, le salió al montículo una protuberancia que se transformó en la cara de la niña.  Y está ahí para llamar a otros vejigos como ustedes para que pisen la tembladera, se hundan  y así poder cumplir la promesa a la vieja.

Debo reconocer que esa historia me aterró de tal forma, que jamás intenté acercarme a aquel rincón. En pesadillas veía a la niña hundiéndose en la tierra; a la vieja llamándome con turrones de dulce de coco-que por demás es el dulce que más me gusta-, y el rostro en la piedra llorando. Preferí, desde entonces, el parque de muros altos, pese a su frialdad, a la historia  de infidelidad que escondía y que allí Rufina podía controlarnos mejor. Estuve años evitando el lugar y, pasado el tiempo, llegué incluso a rehusar no pocas citas amorosas allí. Se convirtió en mi hueco negro dentro de la ciudad hasta que decidí enfrentarlo.

Con gran acopio de valor, llegué al lugar. Me sorprendió lo pequeño, ya que me lo imaginaba mucho más extenso, como pasa siempre cuando uno va a un lugar donde se estuvo en la infancia. Analicé fríamente que el monumento debía ser de algún héroe venido a menos por el tiempo y todo aquello era la justificación de Rufina para su prohibición absurda. Quizás no quería que tocáramos las brujerías que se ponen en las ceibas que se consideran sagradas en la religión afrocubana.

Me acerqué y salté la cerca. Efectivamente, había un rostro emergiendo de la piedra; de niña, además. La tierra era firme y no había rastro alguno de la vieja. En ese momento sentí que alguien me llamaba. Me viré con la vergüenza del adulto, cogido in fraganti en posición comprometedora. Del otro lado de la cerca, mirándome, había una vieja morena e inmensa de rostro conocido.

-¿Tú no eres Felito?

-¡Sí… ¡Rufina!

De momento recordé a la maestra, el parque, los viajes, el amante. Me volví a sentir como un niño y la tierra empezó a tragarme

– Veo que no me creíste. Pobrecito, servirás para cumplir con la promesa- me dijo mientras se transformaba en la vieja conga…

A estas alturas, ni sé cómo me libré de aquella tembladera. Creo que grité y unos transeúntes me sacaron del apuro, pensaron que estaba loco por meterme en aquel fanguizal. Mirando alrededor no vi a Rufina que debió escabullirse, riéndose seguro del susto que me dio por osar enfrentar su prohibición.

FICHA:
Denis Álvarez Betancourt: escritor cubano. La Habana, 1968. Licenciado en Física por la Universidad de La Habana. Trabaja en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología. Ha sido finalista en los concursos: III Premio Cryptshow Festival de Relato de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción 2010 con el cuento Bajando con el Flaco, Constantí 2009 “Relatos de familia” con el cuento El papa y Arena de ciencia ficción y fantasía 2007 con el cuento Pedro, Regresa. Participante del taller literario Espacio Abierto de la Habana. Mención con la colección Llueven piedras del Premio Luis Rogelio Nogueras 2010. Primer premio en la categoría de Ciencia Ficción del concurso Oscar Hurtado con el cuento Guido Persing quiere un niño.