A Siri von Essen no le gustó absolutamente nada aparecer ante el público con la marca de un latigazo cruzándole la cara. Esa era la idea propuesta por su esposo, el dramaturgo August Strindberg, en el libreto original de la obra que había escrito para ella, y que bajo el título de La señorita Julia se estrenó en 1889, un año después de que diera por terminado aquel drama. A ella, que tenía gracia, cierta elegancia, y muchos deseos de convertir a este personaje en un punto de ascenso en su carrera, le disgustó tanto ese detalle, sobre el que hablan en la primera escena la cocinera Cristina y Juan, el criado, que acabó logrando que desapareciera de la obra. Gracias a ello, la actriz pudo mostrar su faz —según sus anhelos— ante el reducido público que acudió a la primera representación de la obra, que para muchos en aquel momento cargaba con demasiados atrevimientos de índole sexual y moral, y causó por ello dolores de cabeza tanto a su autor, como a sus editores y censores.

De entonces a acá, han sido muchas las producciones de esta pieza intensa, que reduce en un acto el final de un personaje atrapado entre su condición de clase y sus impulsos, entre una era de costumbres rígidas y el arribo de una modernidad que acabará arrasando con mujeres como ella. Radical, precisa, dura y llena de sutilezas y complejidades, La señorita Julia ha sido llevada a escena en innumerables representaciones e idiomas; adaptada al cine, a la ópera, a la danza, a la televisión. Y a 134 años de aquel verano de 1888, sigue siendo, como demuestra el montaje que acaba de traer Teatro Icarón a La Habana, un hueso duro de roer.

“La señorita Julia es, pues, ese golpe brutal. En esa cocina, mientras afuera pasa la vida, la señorita Julia luchará con sus últimos demonios”.

Junto a un grupo reducido de dramaturgos extraordinarios, Strindberg fue capaz de sentar las bases del teatro moderno a golpe de desacatos. Ibsen, Chéjov, y él, son algunos de esos que redefinieron la naturaleza del teatro, y lo acercaron a la vida como un espejo ante el cual el ser humano solo tiene como opción el despojarse de gestos vacíos, para exponer su verdad del modo más arduo. Como bien apunta Antón Arrufat en la excelente edición de varias de sus obras publicadas en nuestro país, en 1964, uno de los principales objetivos de Strindberg fue cómo no repetir los pasos de Ibsen, al que responde con su pieza El viaje de Pedro el afortunado.

El hombre que firma La señorita Julia ya ha encontrado la respuesta a ese dilema. Y lo que se ve aquí, en esta cocina de una casa señorial en vísperas de la Noche de San Juan, es una fórmula contundente que logra demostrarlo. Strindberg siempre fue un paso más allá, y donde Ibsen o Chéjov hubieran presentado una trama desarrollada en varios actos, lo que tenemos aquí es la imagen de un árbol a quien su autor ha arrancado las ramas innecesarias, las explicaciones previas, las justificaciones de una época, para dejarnos ante ella: Julia, “un personaje moderno”.

En realidad es una obra de tesis, como nos recuerda el célebre prólogo que añadió a la publicación de la obra, y donde establece sus convicciones acerca del naturalismo y de la necesidad de crear un teatro sicológico que rompiese con las convenciones y comodidades de la época.

La señorita Julia es, pues, ese golpe brutal. En esa cocina, mientras afuera pasa la vida, la señorita Julia luchará con sus últimos demonios. Se entrega a Juan, el criado, que como ella tiene insatisfacciones de poder y deseos que arrastra desde la infancia, y sobre las cuales ellos, por un momento, olvidan sus diferencias de clase para imaginar un destino que nace roto.

Cristina, la criada, es una voz de la razón aferrada a Dios, al orden, incapaz de entender el delirio de Juan y de Julia. El Conde, dueño de la casa, no está presente, pero sus botas lo convierten en un cuarto personaje. Es la noche de recordar a San Juan Bautista, que muere degollado, y Juan tiene su navaja a la mano, para entregarla a la señorita Julia que saldrá con ella en su momento final, probablemente hacia el suicidio al que ella misma se ha ido encaminando.

“En el montaje de Icarón se respeta la palabra y la trama propuesta por Strindberg”.

En el montaje de Icarón se respeta la palabra y la trama propuesta por Strindberg. Lo que se echa de menos en él —y este es un problema mayor— es la carga de sutilezas, las transiciones, las pausas, la carga emocional que trae cada personaje a escena y que, como el argumento de la obra se reduce a este instante crucial, implica para cualquier intérprete un trabajo aún mucho más duro. Y eso es lo que no se llega a distinguir enteramente en este montaje: la vida que los personajes deben haber vivido ya, y que debe traerse a escena como una fuerza interior, capaz de convencernos de que ninguno de ellos tiene más opción que la planteada por el dramaturgo.

En el escenario, una mesa, pequeños bancos de madera, algunos utensilios de cocina colgados de una vara. Lo demás, espacio negro. Y Mirita Muñoz, como Cristina; Rubén J. Martínez Molina como Juan y Lucre Estévez como la señorita Julia. El diseño minimalista de Rolando Estévez ha dejado sitio al desempeño actoral, y es una acertada decisión, porque aquí lo que importa, superados ya los años del naturalismo que pretendía ser aquella “tajada de la vida”, es el conflicto que mueve a esos tres seres. Un conflicto que el texto va exponiendo progresivamente, cargándolo de deseos y frustraciones, y que debe crecer, como otro delirio, en una celebración de la fatalidad y no de la vida, como suponemos que ocurra en la fiesta de esa noche de San Juan.

“Mirita Muñoz es quien saca mejor partido de su Cristina, gracias a una experiencia y un talento que la confirman como una veterana de muchos recursos”.

Desde ese pacto debería crecer la puesta, en la cual se apunta la idea de un juego con los objetos y sonidos que se difumina tras las primeras escenas, pero que también se arriesga al pisar un terreno donde falta todavía mucho por dominar, en cuanto a subtextos y transiciones, sin lo cual se atropellan los parlamentos, se pierden matices de muchos tipos, y los actores encargados de dar vida a Julia y a Juan, regresan a la vista del público en sus entradas y salidas, con una carga de energía que no se diferencia mucho de la que ya habían desplegado antes de que sus personajes vivieran nuevas contradicciones a lo largo de la trama. Prueba de ello se tiene cuando retornan tras haber tenido relaciones sexuales: no basta con seguir descomponiendo el vestuario de ella para dar esa idea, debe haber un elemento sicológico que la desnude aún con más fuerza, evidenciando la crisis interior en la que Julia se ha hundido y de la cual ya no tiene escapatoria.

En ese sentido, Mirita Muñoz es quien saca mejor partido de su Cristina, gracias a una experiencia y un talento que la confirman como una veterana de muchos recursos. Dominio de la palabra en la proyección y la dicción, y el sentido real de sus palabras, son armas que no desaprovecha en su cocinera, y de las que deberían retroalimentarse sus colegas en escena. A su lado, los más jóvenes, que son quienes llevan el peso del argumento, tienen que persistir en ganar matices, hondura, en dar el tiempo preciso a sus diálogos, y acaso en dejar de crear extrañamientos sobre la pauta textual que una obra como esta no puede asumir sin ir hasta el fondo de sus neurosis.

“Esta es una pieza donde el contacto real, de mirada y gesto, tiene que ser construido como un tejido que poco a poco va desorganizándose, o el final no será creíble”.

Esta es una pieza donde el contacto real, de mirada y gesto, tiene que ser construido como un tejido que poco a poco va desorganizándose, o el final no será creíble. Acaso con menos saltos, sin una pretensión casi coreográfica en algunas acciones, y con más empeño en dar organicidad a los parlamentos, esta propuesta hallará un centro de gravedad que aún, a mi modo de ver, le falta. A la protagonista habría que añadirle además un toque de distinción que marque, desde sus primeros bocadillos, su status social con respecto a los otros personajes: ella es una aristócrata en desgracia, pero que no olvida, hasta que el deseo y el ahogo la pierden, qué rol juega ante la servidumbre que representan Cristina y Juan.

Lucre Estévez asume el rol protagónico y la dirección de la puesta, y ese doble trabajo acaso le impida verse desde la platea, ocupada en las exigencias del papel y el montaje, algo que cuando se asume un rol de tamañas demandas, debería ser evitado.

“La señorita Julia de Teatro Icarón indica una nueva etapa en la historia de este grupo, que tal vez siga apostando por textos tan arduos”.

La señorita Julia, ya dije, es un hueso duro de roer. Parece sencilla, parece una anécdota contada al fondo de la cocina. Y sin embargo, contiene tanto.

Justamente por eso no dejé de ir a ver La señorita Julia de Teatro Icarón, después de recibir persistentes invitaciones desde el grupo, porque esta obra demanda coraje para ser representada, y obliga a quienes la añaden a su repertorio a ir a la médula de su verdad, eso que aún la mantiene en tantos repertorios.

Ahora mismo, en el Teatro Buendía, hay en cartel otra versión de este texto, que ojalá pueda también ver y comentar. Acudir a la función a solo unas horas de la muerte del gran actor que fue Alexis Díaz de Villegas, quien interpretó a Juan en el montaje que dirigió Carlos Celdrán para Argos Teatro, me mantuvo alerta durante todo el espectáculo, en tributo al complicado dibujo sicológico que él y Zulema Clares lograron en aquella puesta.

Esta Julia, la de Icarón, por supuesto que es otra, y me alegra que ponga a escena a dos jóvenes luchando con un material tan difícil, porque Strindberg no es un fantasma de museo. Y en atención a sus aciertos y flaquezas, es que les reclamo que no se quede en el dibujo inicial, que vayan al fondo de la crisis individual de esos personajes, que los arropen al tiempo que los despoja de mentiras y vestigios de una moral que sigue engañándose cuando repite aquello de que “los primeros serán los últimos”, y que así convierte a Julia, trágicamente, en la última de todos los seres humanos: la última rama de un árbol al que se aferra, aunque de esa madera se haga su patíbulo.

Cuando el gran Ingmar Bergman dirigió para el Dramaten de Estocolmo esta pieza, a mediados de los años 80, le devolvió a la señorita Julia la marca que su prometido, harto de ser víctima de sus caprichos, le dejó en la faz con un latigazo, según el primer libreto de Strindberg.

“Esta Julia, la de Icarón, por supuesto que es otra, y me alegra que ponga a escena a dos jóvenes luchando con un material tan difícil, porque Strindberg no es un fantasma de museo”.

Los grandes personajes son así, por mucho que alguien intente limpiarles el rostro, siempre retornan con las heridas de sus errores ante el público. De alguna manera, La señorita Julia de Teatro Icarón indica una nueva etapa en la historia de este grupo, que tal vez siga apostando por textos tan arduos. Y que lo son, porque en efecto, nos exigen siempre un poco más. Me voy del teatro, a luchar con las tantas dificultades de nuestra sobrevida, pensando en el rostro de esta señorita Julia. Y esperando aún ver en él la marca de ese latigazo, de ese golpe hondo que es la vida misma cuando ya solo nos queda dar un paso hacia la muerte.

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