Las cabezas perpetuas de Evelio Traba

Erian Peña Pupo
4/10/2019

Creo que Evelio Traba es un manipulador. Así de sencillo. Consciente de sus posibilidades, pero manipulador al fin y al cabo. Pero, cabría acaso preguntarnos, ¿qué artista no lo es? ¿Qué escritor no intenta atraer al lector con sus ardides? El ritual de las cabezas perpetuas (Ediciones La Luz, 2018) está escrito —tramado, maquinado, fraguado— con el perspicaz manejo de los más hábiles estiletes de la ficción como terreno de posibilidades y confluencias, esta vez entre la novela histórica y el género fantástico.

Es como si Traba tomara la novela, la tendiera sobre la mesa de operaciones y practicara, estilete en mano, incisiones, cortes, suturas… Como si La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt, encontrara sitio en aquella definición surrealista que unía, sobre una mesa de disecciones, un paraguas y una máquina de coser.

Cubierta de Ediciones La Luz, Cuba. Fotos: Cortesía del autor
 

Traba se suma —con una eficacia que ha venido demostrando en sus anteriores libros La Concordia y El camino de la desobediencia— a la tradición de la novela histórica en nuestro idioma. Una tradición sustentada por importantes exponentes. Uno de ellos, el mexicano Carlos Fuentes, se preguntaba en su colección de ensayos Cartografía de la novela: “¿Qué puede decir la novela que no puede decirse de ninguna otra manera?”. Qué puede decir Traba sobre los días luminosos y, al mismo tiempo, inquietamente oscuros, previos y ya dentro de las revueltas parisinas que dan pie a una revolución que haría rodar, desde la recién estrenada guillotina, la cabeza de Luis XVI y del propio Robespierre. Qué puede decirnos Evelio Traba sobre un siglo luminoso y tumultuoso que, muy bien lo sabía Alejo Carpentier, llegó con su esplendor hasta las Antillas caribeñas.

Mucho, creo. La libertad del arte consiste en enseñarnos lo que no sabemos. El escritor y el artista no saben: imaginan. Su aventura consiste en decir lo que ignoran. Quien solo acumula datos veristas, a riesgo de hacer de la obra un tratado de historia, economía o ciencias sociales, no podrá mostrarnos, como Cervantes o como Joyce, la realidad no visible y sin embargo tan palpable como el árbol, el libro o el cuerpo. La novela como posibilidad, pero también como inminencia: la novela como creadora de realidades en unas páginas donde un doctor francés de finales del siglo XVIII y su ayudante se aventuran en las sangrientas turbonadas epocales para añadir más muerte —¿o acaso más vida?— mediante un ritual, entre mecánico y nigromántico, entre extraño y posible, y así lograr la soñada inmortalidad, intercambiando cabezas y cuerpos.

París y las revueltas de 1789, los primeros años del siglo XIX y el gobierno de Napoleón, no son meros andamiajes o apoyaturas epocales en las cuales escudar una historia fantástica. La ciudad y estos acontecimientos son, al mismo tiempo, personajes tan veraces y enigmáticos como los demás y la historia misma. Todo ello mediado por la imaginación de Traba. La subjetividad creadora —esa que destila cada uno de estos capítulos— permanece y, además, encarna nuestra colectividad, es decir, nuestra cultura.

La novela —insistía Carlos Fuentes— ni muestra ni demuestra al mundo, sino que le añade algo. Crea complementos verbales. ¿No es la historia de toda novela una evocación de la historia más que una correspondencia con la historia? Esta evocación de la que hablaba el autor de La muerte de Artemio Cruz —excusa para hablar del hombre y sus intereses, deseos, miedos y añoranzas— prima en El ritual de las cabezas cortadas.

Toda una generación de grandes narradores latinoamericanos —Borges, Reyes, Lezama, Paz, Cortázar, entre ellos— nos enseñó que solo se puede ser provechosamente nacional siendo al mismo tiempo universal. Evelio Traba, desde esa Francia finisecular y proteica, territorio de posibilidades narrativas impensables, nos lo demuestra. Cuando bien podría alejarse de la historia en busca de otras posibilidades del género fantástico, se pertrecha de ellas y las asume para confirmarnos que la literatura es un acontecimiento continuo en el que pasado y presente son modificados mediante interferencias mutuas… La novela nos dice que aún no somos, sino que estamos siendo.

¿Por qué decía que Traba era un manipulador? Entre tantas otras cosas porque posee, bien asimilados, los guiños, las herramientas, las mañas del género. Los maneja a su antojo y nos hace pasar una página tras otra esperando el próximo ritual de cabezas caídas, como si viéramos una película, un road movie por varias urbes europeas y asiáticas. La novela, nos dice, hace que el pasado pueda ser la novedad más grande de todas.

En estas líneas respiran otras obras y autores: varias películas y libros que toman como centro estos años franceses, entre ellos aquella novela de 1985 del alemán Patrick Süskind titulada El perfume, también llevada al cine. Lo fantástico abre paso a lo gótico, tejiendo un gobelino donde las ciencias se acompañan del ocultismo y la magia negra, y donde la aventura, en su sentido más amplio, juega con ardides casi detectivescos, aportando —como leemos en la nota de contracubierta— “profundas meditaciones sobre el poder, el precio del conocimiento y el valor intrínseco de la vida”.

La búsqueda de la novela, en cuanto escenario imaginativo, es exploración de nuevas historias y lenguajes del conocimiento, mediante la imaginación; búsqueda, en fin, del lector y la lectura. Vicio impune, dijo André Gide, admirador de las novelas que crean lectores.

Cubierta de la Editorial Verbum, España.
 

Esta novela de Evelio Traba crea lectores. Con solo traspasar el umbral nos dejamos manipular por cada una de las situaciones que desemboca en otras más espeluznantes y viscerales, narradas con el oficio de un tapicero que sabe qué hilos inteligentemente unir.

No será hasta el final que, tras dejar el libro pero no sus fantasmas, luego de que las cabezas rueden por la plaza de la Concordia y otras sean suplantadas de sus cuerpos y unidas, que podamos “respirar” en esta especie de thriller de los años de la Razón y la Ciencia.

Leer una novela es un acto amatorio que nos enseña a querer mejor, pero también es un acto egoísta que nos conlleva a tener conversaciones espléndidas con nosotros mismos. Ritual que sostenemos ante el cadalso con la esperanza de que después de que baje el filo metálico, unas palabras en sánscrito nos devuelvan la cabeza una vez más.