Entre los muchos sucesos tristes que enlutan la historia de nuestra nación, se encuentra el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871. Es una historia horrenda que vincula a los dos principales camposantos de La Habana: el ya desaparecido de Espada y la todavía majestuosa Necrópolis de Colón.

En el primero, que debe su nombre al obispo español radicado en Cuba Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, las autoridades coloniales consideraron que cuarenta y cinco estudiantes de Medicina habían profanado el sepulcro del agitador político y periodista peninsular Gonzalo Castañón. Pocos días después del supuesto incidente sortearon la muerte, que le tocó a ocho estudiantes: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba, Anacleto Bermúdez y González de Piñera, Eladio González y Toledo, Ángel Laborde y Perera, José de Marcos y Medina, Juan Pascual Rodríguez y Pérez, Carlos de la Torre y Madrigal, y Carlos Verdugo y Martínez.

De esta lista de nombres, el último estudiante, Carlos Verdugo, era inocente por partida doble pues, al igual que sus compañeros, no solo no había violado sepulcro alguno, sino que se encontraba en Matanzas el día del terrible “delito” de arrancar una flor —inspiración de Alfonso Álvarez de la Campa, de apenas dieciséis años de edad— en el pequeño jardín frente al cementerio.

Mientras, otros cinco jóvenes cometían “la atrocidad” de jugar con la carretilla que servía para trasladar los cadáveres destinados a las clases de Disección.

Fueron, sencillamente, muchachadas. Aún así, al segundo cementerio fueron a dar con sus cuerpos todavía calientes, antes lanzados por brazos ajenos a una carreta tirada por dos caballos. Aunque la realidad es que nunca fueron inhumados en la mayor Necrópolis de Cuba, propiedad entonces de la Iglesia Católica. Al menos no inmediatamente después de sus muertes.

Para castigarlos más severamente aún, sus cadáveres fueron enterrados a diez metros fuera del muro perimetral del cementerio, en una profunda fosa donde quedaron cuatro de norte a sur y cuatro de sur a norte, sin permitírseles a sus familiares la realización de ningún homenaje póstumo y sin registrarse sus nombres como inhumados hasta 79 días después de la ejecución. Así consta en los Libros de Entierros conservados en el Archivo del camposanto, aunque en estos tampoco aparecen los nombres completos de los estudiantes, ni sus datos personales, ni el sitio donde fueron inhumados.

El mausoleo, obra del escultor cubano José Vilalta y Saavedra, fue inaugurado el 27 de noviembre de 1889.

A decir verdad, la única culpa de aquellos jóvenes era la de ser cubanos. No fue precisamente a ellos a quien apuntó el pelotón de fusilamiento: fue a la nacionalidad cubana. A esa semilla que ya había germinado, incluso antes del 10 de octubre de 1868, y se fortalecía en los campos de batalla, sí había que troncharla.

No importaba entonces si los estudiantes habían hecho algo insignificante o gravísimo, si eran inocentes o culpables, y fueron ejecutados de dos en dos, maniatados y de espaldas al piquete de fusilamiento, después de las cuatro de la tarde, contra la pared del Cuerpo de Ingenieros, en la explanada de La Punta.

Para suerte de los hijos de esta tierra, siempre han existido cubanos dignos. Y cuando casi se cumplían dieciséis años de haberse pretendido asesinar en La Habana el anhelo de los cubanos de ser libres, el amigo y condiscípulo de los estudiantes de Medicina, Fermín Valdés Domínguez, como resultado de una incesante búsqueda, encontró sus restos y los depositó provisionalmente en la capilla de la familia Álvarez de la Campa, pues el propio Valdés Domínguez había recaudado los fondos necesarios para erigir un monumento que exaltara en mármol la inocencia de sus hermanos.

El mausoleo, obra del escultor cubano José Vilalta y Saavedra, fue inaugurado el 27 de noviembre de 1889. Está ubicado en el cuartel Noreste de la Necrópolis de Colón y es, totalmente, de mármol blanco de Carrara. Posee una amplia base donde reposan los restos mortales de los ocho estudiantes. Tiene, además, tres figuras femeninas que significan la Inocencia, la Justicia y la Conciencia Pública.

El cuerpo central de este conjunto escultórico, considerado el primero de carácter conmemorativo construido en el cementerio de Colón, lo compone una gran pirámide adornada con un enorme paño circundado por una corona de flores que significa el dolor y el luto.

El mausoleo de los estudiantes de Medicina en el cementerio de Colón. Foto: Tomada de Pinterest

Por fin aquellos jóvenes alcanzaban la inmortalidad. Su asesinato se convertiría en padrón de vergüenza que trae a la memoria los días sombríos en que la capital se hallaba literalmente a merced del Cuerpo de Voluntarios, un puñado de buscadores de fortunas y privilegios a cualquier precio, portadores del odio y la crueldad típicos de un dominio extranjero.

Con este acercamiento a aquel execrable crimen en su aniversario 150, intento ayudar a sanar esa penosa enfermedad que es la desmemoria, agravada en los últimos tiempos en algunos cubanos, entre ellos, los que hace unos días solicitaron un permiso a las autoridades del gobierno para realizar una manifestación el 15 de noviembre, el mismo mes, y a escasos días, de uno de los hechos más lamentables de aquella dolorosa y larga etapa colonial.

Como la inmensa mayoría de los cubanos, conozco la historia de mi país. Razón de más para, si en alguna manifestación participara, más aún, encabezara, sería aquella que se organizase para enaltecer la labor de nuestros médicos y científicos por sus más recientes, notables y extraordinarios aportes a la Medicina cubana. También, para citar solo otro ejemplo, la que estuviese dirigida a honrar la memoria de nuestros muertos, particularmente la de aquellos jóvenes, por siempre inocentes, a quienes les cercenaron sus vidas cuando apenas comenzaban a vivirlas.

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