No es un secreto para nadie que Alejo Carpentier y Valmont (1904-1980) fue uno de los más eminentes escritores cubanos, pero no siempre se ha ahondado en la multiplicidad y profundidad de los saberes que lo llevaron a ocupar el sitio especial en que se mantuvo hasta el final de su vida. Conocedor profundo de la historia y la antropología y de artes tan disímiles como la música, la plástica y el teatro, utilizó su rico caudal de conocimiento muchas veces como leitmotiv, en la mayoría de su obra novelística y también en su frecuente labor como periodista. Ejemplos de ello podemos encontrarlos en ¡Écue-Yamba-O! (1933), La música en Cuba (1946), El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953), El siglo de las luces (1962), La ciudad de las columnas (1970), Concierto barroco (1974) y El recurso del método (1974), entre otros muchos.

Para la historia de la danza en Cuba tiene particular significación su novela La Consagración de la Primavera, publicada en 1978, en la que se fusionan, con especial vuelo imaginativo, la realidad y la ficción. El personaje central, la rusa Vera, fue la simbiosis de dos mujeres que tuvieron existencia real en la vida cubana, y él las utilizó como voceras de la gran tarea de crear una danza escénica netamente cubana. Ellas fueron dos rusas, emigradas de los procesos revolucionarios que ocurrieron en su país de nacimiento y que por distintas razones hicieron causa común con los derroteros históricos del pueblo cubano: Magdalena Menasses Rovenskaya y Ana Leontieva Klemétskaya.

Para la historia de la danza en Cuba tiene particular significación la novela La Consagración de la Primavera de Alejo Carpentier, publicada en 1978, en la que se fusionan, con especial vuelo imaginativo, la realidad y la ficción.

La primera había nacido en Rusia a finales del siglo XIX y fue hija de un militar zarista, muerto durante el estallido de la revolución soviética de 1917, y a la edad de 13 años abandonó su país de origen, acompañada de su madre, hasta 1924 en que contrae matrimonio con un ex-diplomático ruso, radicado en Turquía, con el que inició un largo peregrinar por diferentes países europeos, en los que se desempeñó como cantante, pianista y bailarina. En 1929, se radicó, junto con su esposo, en la ciudad de Baracoa en el extremo oriental cubano, para hacerse cargo de los negocios que en esa localidad había dejado un familiar de su marido y que incluyó plantaciones bananeras, un café, una tenería y una propiedad agraria. Fue, además de adinerada, una mujer muy sensible, culta y refinada, que sintió especial predilección por nuestra tierra, lo que la llevó, en 1944 a adoptar la ciudadanía cubana y a viajar extensamente a lo largo y ancho de la Isla.

Magdalena Menasses Rovenskaya fue, además de adinerada, una mujer muy sensible, culta y refinada, que sintió especial predilección por nuestra tierra.

En 1953 construyó el célebre Hotel Miramar, frente al Malecón baracoense, popularmente conocido como el Hotel de la Rusa.

Identificada con las luchas políticas existentes en el país, especialmente tras el asalto al Cuartel Moncada, apoyó con dinero y medicinas a los jóvenes combatientes contra la dictadura batistiana. Al triunfo de la Revolución, no vaciló en ser miliciana, federada y cederista, y en donar sus valiosas joyas y dinero a la nueva sociedad que se construía y a tener como huéspedes de su hotel a figuras tan trascendentes como Fidel y Raúl Castro, el Ché Guevara, Celia Sánchez y Vilma Espín. Poco antes de morir, el 5 de septiembre de 1978 había declarado: “La vida es ganar y perder y muchas veces se pierde para ganar. Yo he perdido mucho, no solamente en lo monetario, sino de mis costumbres y raíces, pero gané una Revolución muy hermosa”.

Carpentier conoció muy de cerca a Leontieva y valoró su decisión de darle un sentido social a su obra como creadora y pedagoga.

Ana Leontieva había nacido en Petrogrado el 10 de julio de 1919, hija también de un general zarista y de Eugenia Klemétskaya, bailarina graduada del Teatro Imperial Marinsky, y cuando contaba cinco años de edad abandonó el país para trasladarse a Alemania y a Francia, donde, en 1928, inició sus estudios de ballet en el célebre Teatro de la Ópera de París. Posteriormente integró los elencos del Ballet Ruso de Montecarlo, el Ballet Ruso de León Woizikovski y el Ballet del Coronel de Basil, con el que llegó a Cuba el 20 de marzo de 1941. Radicada en el país y acompañada por su madre, se vinculó a la enseñanza del ballet en diversas instituciones como el Lyceum Lawn Tennis Club, el Conservatorio Nacional de Música Hubert de Blank, la Sociedad Infantil de Bellas Artes, y muy especialmente en la Academia y el Ballet, que llevó su nombre y que fundaría en 1943, donde desarrolló una valiosa labor como directora, coreógrafa y profesora. Su vínculo con Carpentier se inició poco después de su llegada al país, al participar junto con Alicia y Fernando Alonso, Cuca Martínez, los actores Eduardo Casado, Carmen Montejo, Maritza Rosales y el dramaturgo español Francisco Martínez Allende, entre otros, en la fundación de la Agrupación teatral-danzaria La Silva, fundada en 1942 y en la que el gran escritor cubano fungió como asesor musical. Dicho empeño, aunque de fugaz duración, estuvo encaminado a darle una proyección social y masiva a esas manifestaciones artísticas, libre de los comercialismos imperantes en la escena teatral cubana de la época. Carpentier conoció muy de cerca a Leontieva y valoró su decisión de darle un sentido social a su obra como creadora y pedagoga, hasta entonces reducida a jóvenes diletantes de la burguesía habanera. En 1960 Leontieva se sumó al proceso cultural impulsado por la Revolución, al que ofreció su talento como coreógrafa del Ballet Nacional de Cuba y al año siguiente como la primera directora de la Escuela Provincial de Ballet de la Habana, de donde surgirían figuras tan valiosas como Jorge Esquivel, Marta García y Rosario Suárez. Esa inolvidable mujer falleció en La Habana, su ciudad adoptiva, el 21 de agosto de 1978. Todas esas vivencias “reales y maravillosas” le sirvieron de base al escritor para conformar el personaje de Vera, que fue símbolo de la lucha por crear una danza escénica, que basada en la técnica universal del ballet académico, fuese capaz de expresar nuestras raíces culturales más esenciales. Hoy día gratifica saber que el resultado de esos sueños es la Escuela Cubana de Ballet, mundialmente reconocida y que otras manifestaciones danzarias nuestras florecen libres de prejuicios y discriminaciones.

El personaje de Vera fue símbolo de la lucha por crear una danza escénica, que basada en la técnica universal del ballet académico, fuese capaz de expresar nuestras raíces culturales más esenciales.

Hermoso y simbólico resulta también conocer que en la actualidad la Escuela, que fue sede de la primera institución creada por la Revolución para la enseñanza del ballet en Cuba, acoge ahora a la Escuela Elemental de Danza Moderna y Folclórica, que lleva el nombre de Alejo Carpentier.

*Artículo publicado originalmente en La Jiribilla el 13 de marzo de 2023

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