¿Truco o trato? La otra cara del negocio

Yosvani Montano Garrido
31/10/2018

Halloween reaparece en el circuito habanero. El millonario negocio de disfraces, decoraciones terroríficas, dulces y fiestas siniestras se confirma en medio del calor tropical. Ausentes las grandes calabazas. Limitada, la historia cultural de este fenómeno en el país sugiere un viraje en los imaginarios populares, en el contenido lucrativo y en las fórmulas de marketing. Precisa a su vez de diferenciaciones entre distintos sectores sociales, acentuadas durante las últimas décadas. Nociones que se instalan en medio de las grietas dejadas por las transformaciones económicas. Objetivación, por tanto, de relaciones muy complejas alejadas de la linealidad y el simplismo.

No hablaré mal, en el sentido estricto, de la Noche de Brujas; tampoco de los muchos jóvenes que sucumben al contagio de la “festividad”. La tentación nos desviaría de un enfoque interpretativo, y ya sabemos que los hechos nunca van en una sola dirección. Captada dentro de su tiempo y de su medio, es más útil el compromiso con la valoración equitativa. Su espíritu oculto, el rol en la construcción discursiva de un pueblo nunca homogéneo, las limitaciones propias en el plano de la creatividad para diseñar el entretenimiento, los proyectos que determinan en la reproducción material de la sociedad y sus implicaciones ideológicas, son variables mucho más interesantes. Dispuestas a contrapelo, no pueden ignorar un conflicto social muy activo que tiene lugar, justamente por su naturaleza, en el campo de las ideas.   

Sin anclajes directos, incluso durante medio siglo de dominación neocolonial, la tradición de Halloween no ha sido aún sancionada por los mayoritarios sectores populares cubanos. Su auge en el presente, emparentado con el proceso de globalización, es resultado de la internacionalización de lógicas culturales que inició en la década del 70 de la pasada centuria. Un proceso, vale la pena destacar, que no afectó únicamente a las regiones periféricas. La preeminencia del fundamento neoliberal, consecuencia de la fuerza que adquiría la industria cultural norteamericana, se desarrolló sin obstáculos sobre otras sociedades de corte capitalista, sobre todo europeas. En su conjunto, la arrolladora estrategia persiguió desmembrar el núcleo resistente que antes había desembocado en el importantísimo año 1968.

El carácter de reemergencias de Halloween, en el contexto cubano, no puede obviar el análisis de estos referentes.  La sobrentendida peligrosidad de ignorar la fuerza vigente del movimiento por la universalización capitalista debe corresponder a la identificación de maneras muy disímiles que expresan una lógica común y reiterativa hasta hoy. Es decir, la caracterización integral de múltiples esfuerzos enfilados al desarme de toda resistencia, que tiene su punto de origen en la reducción del intelecto humano. Bastaría entender el neoliberalismo como  la palabra clave de esa ofensiva.

Tras los mitos y el divertimento, el 31 de octubre agita jugosos números en todo el planeta. En Estados Unidos genera ingresos de entre ocho mil y diez mil millones de dólares cada año. Lugares festivos, restaurantes, parques temáticos, incluso cadenas hoteleras, responden a la fecha con estrategias de venta muy bien diseñadas que alcanzan facturaciones millonarias. Al menos la mitad de los habitantes piensan en disfrazarse, afirman las encuestas. A riesgo de especular —por la ausencia de estadísticas—, todo parece indicar que en Cuba se está produciendo una rápida incorporación de varios segmentos sociales a esas preferencias.

En los últimos días, la leyenda popular de origen céltico agita los bolsillos. Junto al aumento de bares y colegios privados, se dispusieron energías con semanas de antelación para hacer de Halloween la noche inolvidable. Los colegios privados traducen la tentativa a padres y alumnos en pos de un ajuste curricular que facilita el aprendizaje del idioma inglés y el acercamiento cultural a las naciones que lo practican. El lucro con las fantasías de niños y adolescentes amplía los ya dilatados límites de un negocio que otrora fuera subterráneo y que ahora está operando impunemente.    

En la práctica estas “iniciativas escolares” desembocan en fiestas privadas para estudiantes de estos centros y sus familiares. Hormas del éxito. Jóvenes y adultos gozan del sabor de la “exclusividad”. Una de ellas tuvo lugar en la noche del viernes 26 en las instalaciones del Chévere, con el “módico” costo de 5 CUC por cada participante. Valga resaltar que esta institución estatal no fue probablemente la única que arrendó sus salones con estos fines.  A los costos por la asistencia, se incrementan otros que emanan del alquiler de vestuario, decoración, publicidad, equipos de filmación y transporte temático, curiosamente dispuestos en una red privada de establecimientos —vinculada a estos bares y colegios—, que importa y luego comercializa toda suerte de accesorios para engalanar los festejos.  


En La Habana varios bares anuncian la celebración de la Noche de Brujas

 

El antifaz más versátil lo porta esa fracción de economía soterrada que ofrece un producto —en la semántica estricta del término— como costumbre en asentamiento. De ese modo esquiva el enfrentamiento de sus antagonistas. El argumento que expone la llegada tardía a una tradición vaciada de sentidos por los mecanismos comerciales, incluso en las sociedades en que se originó,  queda disuelto en un enfrentamiento calculado entre la fracción confundida, la porción mayoritaria que se desentiende y los que intentan razonar con integralidad.  Con un alcance que rebasa el fenómeno Halloween, se está conformando una alternativa cultural que rivaliza con el esquema de valores que decidió defender esta sociedad, incluido, claro está, la justicia social y la democratización de sus espacios. No es posible ignorarlo.

Existe la tesis recurrente de que en Cuba carecemos de tradiciones populares divertidas y originales que impliquen el uso del disfraz. Esto es cierto solo a medias. Se carece de iniciativa sistemática, es verdad. También hay una ausencia prolongada de estudios acerca de cómo se van alterando los intereses lúdicos, los patrones de entretenimiento, las experiencias de los ciudadanos y la posibilidad, desde el poder adquisitivo, de acceder a las ofertas de disfrute. Bastaría, sin embargo, una mirada  al oriente y centro del país, a sus fiestas públicas, a las parrandas y otras múltiples expresiones legítimas de la cultura popular, para suavizar la tesis inicial. Cuba no es La Habana, mucho menos el corredor de El Vedado. Es muy peligroso concebirla como tal en el minuto en que se demarcan horizontes culturales.

Es necesaria, por otra parte, una digresión en torno a la “creatividad”, uno de los supuestos aciertos de estos festejos. Participar del acto performativo, transformarse por breve tiempo en otro personaje, no implica necesariamente un acto creativo. El maquillaje, la confección o elección del traje, dar vida a un personaje de nuestra imaginación, solo es un hecho cierto si antes hemos asumido la extensión de lo que significa, las connotaciones culturales de las que somos portadores. Lo contrario, como tantas veces sucede en la vida, es asistir a un acto vacío. En la totalidad —siempre imperceptible a la vista del descuidado— prospera el discurso de la homogeneidad solapado en un falso respeto a lo diverso.

Un disfraz, es cierto, no implica la pérdida de la identidad nacional. Puede, sin embargo, marcar el inicio de un camino sin retorno hacia el desconocimiento- reconstitución de lo que somos en la individualidad, sobre todo si legitima un estatus económico y contribuye, por este camino, a establecer compartimentos estancos que delimitan nuestra posición hacia el todo. Más tempano que tarde ello impactará en la dinámica colectiva.

Comparto el cuestionamiento —cuando es orgánico— al injerto de tradiciones ajenas en el tejido popular. Naturalmente, reclamo el esfuerzo superior del Estado y las instituciones para animar (con verdadera creatividad) las tradiciones propias, muchas de las cuales se encuentran altamente degradadas. Siento la urgencia de emplazar la comprensión de los procesos culturales en su justa dimensión, en constante desplazamiento. Es indispensable para ello ampliar el campo de la investigación, indagar en los resortes mayoritarios, incorporar la dimensión espiritual a cada una de las proyecciones económico-sociales, sobre todo en aquellas que modifiquen el entramado de conceptos y aspiraciones de los distintos estratos de la población. Incidir en aquello que Foucault definió como el “campo de los posibles” se nos plantea ahora como algo imprescindible.

Halloween es más —mucho más— de lo que lo representa, y no solo por implicar a centenares de jóvenes disfrazados. El hecho comercial es la manifestación,  no la causa verdadera. Dibuja un esquema mayor, más penetrante, del cual solo es un componente. La restitución simbólica es el problema principal; la lucha entre dos modelos culturales que de forma descarnada tiene lugar en el interior de nuestra sociedad, escenario que incluye el universo de la cultura y la política, juntas.  El debate entre lo privado y lo público pone al descubierto, demarca, el patrón de vida de los nuevos ricos, toda vez que acrecienta el ritmo con que resemantizan las cargas axiológicas, las funciones educativas y los resortes que le son precisos a la sociedad para su organización.

No se trata de establecer emulaciones tontas, prohibiciones ni diálogos de sordos. Ello solo profundizaría el deslinde. La lucha por la hegemonía solo puede darse en el terreno que le es inherente: el mundo de las ideas. Las confirmaciones prácticas deben marchar paralelas a ellas, y también, claro está, las decisiones que emergen del ejercicio político.


 

Más que un cambio en la manera de pensar, se corre la cortina para disuadir a las grandes mayorías del acto de pensar. Los sentidos se vacían en tanto perseguir el entretenimiento y sus aditamentos se convierte en prioridad. No se trata de presentarnos como aburridos ni de desconocer el principio que entraña la generación de la cultura por las clases dominantes, a partir de la reabsorción constante de los contenidos populares que emergen de las clases subalternas; es decir, mediante el robo de temas, productos, motivos, identificaciones y rasgos que nutren la empresa de legitimación social, lo cual supone la industrialización de los sentidos, aportando un nivel permanente de refuncionalización al sistema del capital y a los sectores que lo sitúan como horizonte.  

El “truco o trato” introduce la historia de un malvado borracho, pendenciero y tacaño irlandés. La leyenda advierte la importancia de hacer siempre el trato. Negados al pacto con el espíritu, los poderes de este (el truco) podrían maldecir la casa, sus moradores, la cosecha y el ganado.  En la imaginación popular se creó entonces el mito de las calabazas talladas como fuente de protección. El origen de todo —no debemos olvidarlo— estuvo en la sentencia que recibió el macabro personaje tras sus estafas a Lucifer. Condenado a deambular por los caminos, sin más luz que la de un nabo hueco convertido en linterna, Jack recuerda el significado de vagar entre los reinos del bien y del mal.  

Las historias tristes no siempre se convierten en fábula y aprendizaje. Las definiciones estratégicas presiden el planteamiento de las acciones que deben emprenderse simultáneamente con fines inmediatos y a más largo plazo. El consumo cultural, adicionado sin reparos y obviando sus lógicas fundamentales, fragmentará la construcción colectiva del tiempo y la sociedad. Otros fantasmas podrían estar recorriendo distancias similares a las del tenebroso Jack, en ausencia de linternas. Los tratos, nuevamente, resultarían concluyentes. La tradición que hoy supone la búsqueda de dulces y el divertimento por los más jóvenes podría mañana significar la reconstrucción obligada de una alternativa disipada.