Vacaciones de barras y estrellas

Javier Gómez Sánchez
23/7/2018

En una tregua soleada entre las lluvias que iniciaron el verano, pude pasar un par de días con mi familia en un hotel de Varadero. Aunque corto el tiempo, fue un uso disfrutable de los ahorros familiares, de manilla en mano y canto en el pecho.

El pequeño hotel estaba lleno de turistas canadienses olorosos a protector solar y rojos como langostas. En el bar, un tipo de Montreal me dijo que su única preocupación era desenterrar el carro que había dejado bajo la nieve en el parqueo del aeropuerto, pero que no quería pensar en eso.


Se trata de una moda global el uso de las barras y las estrellas. Foto:Internet

 

Esa noche al entrar al restaurante lo encontramos decorado con hojitas de trébol verde; varios canadienses llevaban sombreritos del mismo color. Algunos de ellos, de raíces irlandesas, son tan entusiastas del Día de San Patricio que trajeron la decoración en la maleta.

Daba la impresión de que en el hotel solo había cubanos y canadienses. Pero los segundos no se distinguían solamente por su idioma o por llevar a cuestas un pequeño termo para mantener frío el ron con la misma ternura con que los argentinos llevan el mate. Sino porque todos, o casi todos, llevaban algún elemento en su vestuario que los identificaba como tales: Desde t-shirts con la hoja de arce rojiza o con el logo de los Toronto Blue Jays, hasta la contradictoria combinación de un bikini y una camiseta de hockey.

En cambio, creo que entre los huéspedes cubanos —que aumentaron al llegar el sábado— el único grupo familiar en el que no había al menos un integrante con un short de baño o un pulóver que no fuera la respetable bandera de los Estados Unidos de América, era mi familia.

Días antes, mi trabajo había implicado moverme por varias semanas por el Casco Histórico de la Habana Vieja, donde pude constatar la ficción en uno de los mitos que los cubanos, preocupados por el uso de los símbolos culturales, nos hemos fabricado: los turistas extranjeros usan pullovers con la bandera de los Estados Unidos. Al parecer se trata de una moda global el uso de las barras y las estrellas, estilizado por un diseño que hace desaparecer los colores para diluirla en una silueta, a veces solo sutilmente reconocible. 

Sin embargo, para los cubanos que gustan de llevar las barras y las estrellas, eso sería perder uno de sus principales atractivos (si es que tiene otros): el colorido. Así que luego de haber cenado la noche anterior rodeado del verde de San Patricio, ahora la piscina parecía —por el vestuario de mis compatriotas— la celebración del 4 de Julio. 

Ante la vista, el desbalance entre la industria cultural canadiense y la cubana era aplastante, donde precisamente industria y capacidad económica marcaban la diferencia. Fábricas chinas dan empleo a miles de trabajadores y reciben encargos de compañías que venden vestuario simbólico a millones de canadienses.

En una ocasión en que asistí a uno de los tantos eventos en los que nos reunimos los cubanos preocupados por estos temas, dije —no sin amargura— que el predominio del uso y la visualidad de la bandera estadounidense en Cuba comenzaría a cambiar cuando dejara de ser solo una preocupación de un grupo de cubanos sensibles, y comenzara a ser del interés de un sistema empresarial, hasta ahora poco dedicado a ver la venta de símbolos nacionales como fuente de recaudación.


Foto: Internet

 

Las redes de venta informal, sin capacidad de importación ni fletes, créditos o gerencias, pero mucho más consolidadas de lo que su informalidad pudiera sugerir, tienen actualmente más capacidad para imponer un producto simbólico que todo el sistema empresarial propiedad del Estado. La explosión de pulóveres con la inscripción de Supreme, como antes lo fue la bandera inglesa, son prueba de ello.

Pero también predomina la subjetividad existente en la mente de los individuos y que constituye la base de sus paradigmas. Los canadienses del hotel querían ser identificados como canadienses.

En el libro Desde el invierno (Ediciones Unión, 1997), una compilación de cuentos de autores canadienses realizada especialmente para publicarse en Cuba, unas líneas de su introducción escrita por Margaret Atwood y Graeme Gibson llaman la atención sobre este tema:

“La historia del Canadá y, por ende, la literatura canadiense, han recibido la profunda influencia —no siempre positiva— de la frontera de casi nueve mil kilómetros que comparte con el país más poderoso del mundo. El que en un tiempo fuese colonia británica y ahora está muy cerca de ser una colonia económica y cultural de su enorme vecino del sur, ha provocado en sus habitantes una constante preocupación por su identidad”.

La propia evolución socioeconómica de Canadá marca una diferencia con el país que para ellos es el vecino sureño y para nosotros es el vecino del norte: la base económica sobre la que se sustenta esa relación de identidad es la que determina la visión que desde cada lado se tiene de ese vecino.

Una relación en la que —en el caso cubano— es muy difícil que el vecino, el más inmediato símbolo material, no se convierta también en el más venerado símbolo cultural.