Woody Allen es un autor de piezas literarias que caen en las manos de los productores para convertirse en filmes. La presencia de los temas clásicos de connotaciones mitológicas transforma a este genio en una figura fuera de una época liviana que se distingue por la banalidad, la hipocresía moral y la cancelación de discursos trascendentes. Esta alusión al carácter puramente textual de las películas de Allen ha sido descrita por la crítica como un defecto a la vez que una virtud. El creador no halla otra forma de expresarse que mediante elucubraciones filosóficas en las cuales lo autobiográfico y el cuestionamiento irónico son las marcas de un trasfondo serio, el de la obra de arte concebida para una eternidad y no como un mero objeto comercial.

“Woody Allen es un autor textual, que hilvana discursos literarios (…)”. Foto: Tomada de Wikipedia.

Tan fuera de época está Woody que no comprende que el tema del genio —muy cercano al del héroe— cede espacio en las cadenas de los grandes medios y en las academias y redes sociales ante la permanencia del hombre masa, tal y como lo describió Ortega y Gasset. Es que el cineasta pertenece a los días de radio, así lo dijo en uno de sus filmes más memorables, tiempos en los cuales lo común era desarrollar la imaginación junto a un aparato sugerente, especie de teatro invisible que irrumpía en medio de la soledad humana. Allen pertenece al New York ya perdido de la cultura judía y la erudición, esa ciudad intelectual que hunde sus raíces en el cosmopolitismo y la libertad de poder criticar cualquier cosa. Entonces era lícito abordar diversos discursos a través del pastiche paródico. En el filme Love and Death —homenaje y a la vez burla de La Guerra y la Paz de Tolstoi— un atribulado Woody encarna a un ruso que recita pasajes de Spinoza de memoria, intenta asesinar a Napoleón y termina siendo fusilado a pesar de las manifestaciones de Dios, quien le prometió que viviría. Este nivel de desacralización de todo lo sagrado y de todo lo inmanente e intocable, define la iconoclasia del artista, siempre presto a destronar paradigmas. Una cualidad que solo se podía desarrollar a través de la más amplia libertad, desde el desprejuicio, la destrucción de dogmas y el abordaje de temas espinosos. En un mismo filme, Woody se burla de la escolástica, de la ilustración y de la modernidad.

“El antihéroe armoniza una postura posmoderna ante el tema del genio (…)”.

El tema del genio nos acompaña desde lo antiguo. Según queda constatado en la tragedia griega y en los estudios de Aristóteles al respecto, debe haber un equilibrio entre lo divino y lo humano para que se mantenga la presencia de este semidiós, de lo contrario se produce la caída. Este sentido dramático, en su más extensa acepción, abarca casi todo el arte, siendo central en las piezas de Shakespeare por ejemplo —Hamlet deberá atenerse a un equilibro entre lo sobrehumano encarnado por la voluntad del fantasma de su padre y las exigencias mundanales de la carne que representa la bella Ofelia; Romeo y Julieta viven la tensión que se establece entre su amor jurado como eterno ante Dios y las miserias cotidianas de las dos familias enfrentadas. La gran trama universal se nutre de ese nudo a punto de romperse que también da vida a la obra de Woody. Solo que, en el caso del cineasta, todo acontece de manera paródica y el antihéroe se burla de sí mismo y busca una vía no convencional para evitar la caída o para salir de la peripecia que lo lanza temporalmente al abismo.

El antihéroe armoniza una postura posmoderna ante el tema del genio. En realidad, la propia vida de Woody se pudiera remarcar en la tensión surgida entre el cine —visto como arte inmortal— y los fugaces amores del artista, que a menudo sirven de combustible, de materia para el proceso creativo. Se sabe que el romance con Diane Keaton dio paso Annie Hall, considerada como de las mejores comedias en la historia. El antihéroe quiso erotizar sus fracasos con las mujeres, dándole mediante el arte una salida triunfal, conducente a un éxito raro y casi efímero. Ese aire de perdedor que anega los filmes, que abarrota los diálogos, en realidad se refiere a la neurosis de quien busca un aliento nuevo para viejos dilemas existenciales. ¿Cuánto hay de divino en la derrota y de humano y transitorio en la victoria? Casi todos los personajes de Woody se debaten en una especie de teatro, mediante monólogos consigo mismos, se distancian de la escena, la miran con cariz crítico, dictan juicios que jamás son concluyentes. Quien espere una tesis acabada, un dogma que siente cátedra, estará equivocado de autor. En La rueda de la maravilla, Ginny es una mujer a punto de cumplir 40 años, que se mueve entre su anhelo de ser actriz y su día a día como mesera de un restaurante en una feria de diversiones. La llegada de un joven apuesto trastoca su vida y la lleva a ser cómplice de un asesinato, pues quedó roto el equilibrio y sobrevino la caída, la tragedia, el tema del genio cuya naturaleza intensa lleva a los excesos. La cólera de Ginny la deshace, la conduce a un final precipitado en el cual pierde todo. Cada paso deforma el carácter antes apacible y va hacia un punto distinto, una geografía dramática, grotesca. Pareciera que Woody nos advierte que el exceso es inevitable y también el descenso a los avernos y las oquedades de la existencia, en las cuales se disuelven las cualidades humanas y se adquiere otra naturaleza.

“(…) ¿Cuánto hay de divino en la derrota y de humano y transitorio en la victoria? (…)”.

Se ha dicho que al cineasta hay que cancelarlo, mediante determinados prejuicios y acusaciones que hasta el momento carecen de sustentación judicial. En realidad, pesa —sobre la obra de este hombre— la mediocridad de un tiempo como el de ahora, en el cual se juzga hipócritamente y se tacha a quien brilla, se le niega la entrada y se le hunde en la ignominia. Woody Allen no es Roman Polanski, ni su caso tiene verificación factual alguna sobre la que concluir una tesis y de allí una condena en firme. Pudiera decirse que, como ser concreto posee defectos, pero no suficientes para silenciar un discurso potente y que enfoca cuestiones medulares que nos mueven hacia el pensamiento y la visión trágica. En verdad hay en este tema lo mismo que en todo lo demás: el antihéroe se manifiesta tenso entre la fama y la vida privada como los polos de un ser único, hecho para la disquisición filosófica y no para el cotorreo farfullante de los medios. A Woody se le quiere imponer la banalidad, la censura que nada aporta y eso tiene un efecto colateral y pernicioso hacia la creación. La represión paraliza, mata el eros del artista, impone la pulsión de muerte y da paso al mediocre.  

“Pudiera decirse que, como ser concreto posee defectos, pero no suficientes para silenciar un discurso potente y que enfoca cuestiones medulares que nos mueven hacia el pensamiento y la visión trágica (…)”. Foto: Tomada de internet

Woody Allen es un autor textual, que hilvana discursos literarios. Se distancia de otros cineastas “de raza” como Martin Scorsese. En un film colectivo donde ambos coincidieron, el primero improvisó y dejó libres a los productores, mientras que el segundo planificaba milimétricamente. El arte del caos define la esencia de las escenas, como esa famosa en la cual una señora mayor desde los cielos de New York persigue al antihéroe y lo trata como su bebé malcriado. El espectáculo risible ocurre delante de todos, poniendo en tela de juicio ideas en torno a lo privado, la familia, lo moral y la educación. Solo alguien con el tono genial de Woody podría lidiar con una tesis estética así. Sustentar el cine no solo es hacerlo, sino plasmarlo desde el guion, desde la literalidad.

“(…) Sustentar el cine no solo es hacerlo, sino plasmarlo desde el guion, desde la literalidad”.

Dijo Kant que el genio está relacionado con lo noúmeno, o sea, aquella razón a la cual no se accede, sino que queda oculta más allá de la experiencia humana. No se puede conocer el intríngulis que define esa naturaleza que se halla por fuera de lo común y que parece exorbitante, excesiva y a veces sin equilibrio. Pensar en el matiz neurótico de Woody y sus obras nos conduce a un estadío de conciencia en el cual lo inaccesible se muestra, surge ante el espectador en forma de parodia. El genio, un antihéroe, evita la racionalidad porque sus acciones no se mueven por ese camino. Incluso, si bien los juicios son equilibrados, hay una tensión entre el deber ser y el ser que rompe cualquier conformismo con el discurso imperante y recrea una posible nueva realidad. En El hombre irracional, el protagonista es un profesor de filosofía que se siente vacío y que asesina a un juez para hallar una causa heroica que le dé sentido. En este caso, la transformación del hombre masa en el héroe lo condena, lo aparta y lo reduce. ¿Puede leerse en esta clave la propia vida —dramas acusatorios incluidos— de Woody? El eros y la muerte en los extremos del camino del genio marcan una caída estrepitosa pero bella, que hace las maravillas de un cine jamás superficial.

“(…) El genio no transita comercialmente por los escenarios, sino que debe hacerlo desde la visceralidad, la contradicción y el entramado de la existencia humana (…)”.

El sentido trágico impone estas lógicas: el ascenso como búsqueda y la caída como hallazgo. La vida en los extremos hace que el punto medio sea casi imposible de alcanzar. El desmesurado placer de Woody Allen está en esa soga a poco de romperse y que, sin embargo, nos causa una sonrisa. El genio no transita comercialmente por los escenarios, sino que debe hacerlo desde la visceralidad, la contradicción y el entramado de la existencia humana. No se puede renunciar a un episodio tan auténtico y explícito. Habrá que encontrar al artista más allá del marasmo, al genio luego de la caída, al creador en medio de la destrucción. El cineasta queda, por ahora, en un escenario de fama y ruidos, de brillantez y oscuridades. Allí está —siempre neurótico— iluminado por un foco que lo reduce y lo resalta, en ese tenso devenir entre lo humano y lo trascendente.

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