“—Recuerdo a los indianos / de mi infancia / […] viejos joviales de adorable prótesis / y desastrosa próstata / la sífilis / no era asunto sencillo en aquel tiempo. / Venían generalmente de La Habana”.
Ángel González
Hace veinticinco años publiqué una antología [1] del poeta asturiano Ángel González, de cuyo natalicio se cumple este 2025 su primer centenario. Figura emblemática del llamado “grupo poético de los 50” o “La generación del medio siglo”, españoles que padecieron como experiencia generacional el desierto de la posguerra, primero la civil y después la mundial, de donde tampoco escaparon, en la ambigüedad del franquismo alineado en el bando de los fascistas, y cortejando a los aliados; esto marca la infancia y la primera juventud de todos ellos. Juan García Hortelano [2] resume el dramático contexto: “A una edad escandalosamente temprana tuvieron noticia de la muerte. Es decir, el único conocimiento irrepetible que el hombre adquiere”, por lo que “la guerra permanece siempre como un tema sujeto a variaciones”. Bajo esa impronta, crean una escritura marcadamente opresiva, como sus vidas, de un escepticismo visceral, dura como la verdad.
El autorretrato de Ángel nos recuerda esa perla que fue el del inglés Charles Lamb, tal vez los largos años como empleado público que tenían en común dieron el caldo de cultivo para que se repitiera esa mordaz síntesis autobiográfica. Ahí se resume el abogado que no fue, el funcionario que no quiso ser, el poeta que lo salvó de la timidez, las heridas de la vida, el desamparo de la guerra, la realidad cotidiana… El poeta compartía su existencia con el funcionario Ángel González. Los versos de Juan Ramón Jiménez, de reminiscencias rimbaudianas, lo acompañan: “yo no soy yo, / Soy éste / que va a mi lado sin yo verlo”.
“El autorretrato de Ángel nos recuerda esa perla que fue el del inglés Charles Lamb (…) Ahí se resume el abogado que no fue, el funcionario que no quiso ser, el poeta que lo salvó de la timidez, las heridas de la vida, el desamparo de la guerra, la realidad cotidiana…”
Los clásicos españoles están presentes en su obra. Parafraseando la conocida cita rubendariana ¿quién que Es no es influido?, el propio poeta reconoce influencias tan diversas como autores tan distintos: Juan Ramón, Gabriel Celaya y César Vallejo. Pero sin lugar a dudas, Juan Ramón y Machado serían las piedras angulares de sus lecturas decisivas. Al primero le llamaría “gran plaza mayor de la poesía española de su tiempo”. Por don Antonio, “al que siempre había leído mal y consciente de eso”, siente una creciente admiración hasta convertirse en “el poeta español que más me interesa”. Así se repite la experiencia de la Generación del 27, que en una etapa inicial privilegia el conocimiento del autor de Rimas y subvalora al creador de Soledades. “Machado fue un gran poeta”, escribiría años después, “al que no supimos ver bien los de nuestra generación hasta última hora”.
Junto a los manes literarios, los familiares, la tierra natal: “En Asturias vi por primera vez todas las maravillas del universo que están a nuestro alcance. Y la lluvia, sobre todo la lluvia”, que recibe al viajero ya sea en otoño o en verano como un anuncio desde los Picos de Europa de que ha llegado a la tierra de Pelayo, con su profundo verde; el mar y la montaña; las iglesias románicas y las minas; el bable hecho para la nostalgia; y una tradición de lucha y sobrevivencia ―en la dura época que le tocó vivir―, y que se remonta a los orígenes, consecuente con la saga popular: “España es Asturias, lo demás territorio reconquistado”. Las mujeres lo acompañan siempre con una presencia decisiva, como la madre y la hermana. “María Muñiz, inolvidable”, escribiría en la dedicatoria de uno de sus libros evocando a la madre muerta en 1969. El padre, desaparecido tempranamente, fue el gran antecedente ideológico del poeta, descreído y anticlerical en una España supra religiosa. “Pedro González Cano, agnóstico declarado y republicano ferviente con ribetes volterianos, influyó decisivamente en el modo de ser y de pensar de sus hijos”. Esa conciencia librepensadora marca a la familia frente a un medio hostil donde se desatan acontecimientos como la revolución de octubre de 1934 en Asturias, la cual vivió con el entusiasmo de la niñez. Y vendrá con la Guerra Civil el asesinato de su hermano Manolo y la infancia trastocada que describe en “Ciudad cero”: “… suspensión de las clases escolares, / Isabelita en bragas en el sótano, / […] y el casi incomprensible / dolor de los adultos”. Pero también la guerra, que obliga al confinamiento y ayuda al hábito de la lectura. El fantasma de los bombarderos que condena a la reclusión involuntaria despierta en el pequeño la búsqueda en los libros de otra realidad, ajena al “… campo / de batalla tal como lo vi, una vez decidida / la suerte de los hombres que lucharan / muchos hasta morir, / otros / hasta seguir viviendo todavía”.

Después de la guerra, enfermo de tuberculosis, acompaña a la hermana maestra al Páramo de Sil donde descubre a Juan Ramón y a los del 27, y comienza su primer libro de título significativo: Áspero mundo. Su coterráneo Carlos Bousoño lo anima en el oficio poético y le presenta a Vicente Aleixandre. En 1955, y gracias a Aleixandre, conoce en Barcelona a Goytisolo, Gil de Biedma, Castellet, Barral, entre otros; se comunicaban en francés, hablaban de política y leían a Sastre; y como presentación en sociedad un proyecto editorial cuyo nombre revelaba los presupuestos del grupo: Colliure. Homenaje a una convocatoria generacional, cuando “el grupo poético de los 50” se cita como peregrinos cumpliendo una promesa en la última estación terrenal de don Antonio Machado.
Cuando el autor de Palabra sobre palabra dice que “poesía y vida no son entidades incomunicables”, piensa que sus vivencias están siempre en la raíz y el origen de su escritura, donde sus versos, incluso aquellos que el lector siente como más íntimos, intenten, creo que con toda intención, ser vasos comunicantes entre lo épico y lo reflexivo, teniendo en su expresión “esa búsqueda de lo mágico, incluso de lo irracional”. La gran dosis de escepticismo que encontramos como un recurso retórico es también una consecuencia natural de la España que le tocó vivir. “Estos poemas dictados por el miedo”, como reconoce el poeta, se mueven entre la nostalgia y la elegía. El yo y lo otro, el deseo y la decepcionante realidad recuerdan a Machado y a Gabriel Celaya. Ahí se manifiesta la solidaridad con todos los humanos frente a la desolación y a la dura sobrevivencia del franquismo. Ahí están los poemas testimoniales del primer libro. Y su poesía autobiográfica: “acusado por los críticos literarios de realista / mis parientes en cambio me atribuyen el defecto contrario”. Una clave principal para abordar la obra del poeta está en lo que su compañera y estudiosa Susana Rivera llama medularmente “su ambición de claridad”, lo cual es una voluntad constante en su trayectoria desde Áspero mundo hasta los últimos poemas.
“En la mejor tradición de quien escribiera Para que yo me llame Ángel González, /para que mi ser pese sobre el suelo, legado que a su vez recibió de Antonio Machado, que a su vez lo heredó de milenios de historia y poesía, el verso desnudo y lineal se fragua en total complicidad con el lector. Él es, pues, quien dice la última palabra”.
El paso del tiempo es una constante en toda su obra, por eso escribiría en su “Mensaje a las estatuas”: “El tiempo es más tenaz. / La tierra espera / por vosotras también”. La nostalgia y el tiempo una vez más se asocian, lo permanente y lo perecedero. Y confiesa: “Este tema del paso del tiempo es tal vez más reiterado en mis versos”: “Meriendo algunas tardes: / no todas tienen pulpa comestible / […] me voy rumiando sombras, / rememorando el tiempo devorado…”
A este hombre, que alguna vez le gustó definirse como noctámbulo y bebedor resistente, y que soñó ser cantautor de boleros sentimentales, le correspondió recibir algunos de los más importantes premios del idioma, como el Príncipe de Asturias de las Letras en 1985, y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1996, año en que fue elegido miembro de la Academia Española. En 2004 se convirtió en el primer ganador del Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca. En 1979 visitaría a Cuba ―Recuerdo a los indianos / de mi infancia (…) / “Venían generalmente de La Habana“―, para integrar el jurado de poesía del Premio Casa de las Américas, ganado en esa ocasión por la uruguaya María Gravina ―escritora tan cercana a Cuba y a sus poetas― con Lázaro vuela rojo.

En la mejor tradición de quien escribiera “Para que yo me llame Ángel González, /para que mi ser pese sobre el suelo”, legado que a su vez recibió de Antonio Machado, que a su vez lo heredó de milenios de historia y poesía, el verso desnudo y lineal se fragua en total complicidad con el lector. Él es, pues, quien dice la última palabra. Como escribiera quien es para mí uno de sus discípulos consecuentes, Luis García Montero [3], sus poemas “nos dan la compañía de un personaje ético que se atreve a imaginar, aunque para sentirse vivo necesite reírse de sí mismo, mirar con ironía las cosas que suceden. Escribir fue negarse a los dogmas y al silencio, a la ingenuidad y al abandono. (…) Nunca quiso dimitir de su derrota porque necesitaba mantener la lealtad a sus convicciones. Se lo merecía la memoria de un hermano fusilado, la memoria de otro hermano en el exilio, la memoria de su madre y su hermana represaliadas por el franquismo. Se lo merecía la memoria de Antonio Machado”.
Notas:
[1] Norberto Codina. Poesía. Ángel González (Selección y prólogo. Editorial Arte y Literatura, 2000).
[2] Juan García Hortelano. El grupo poético de los años cincuenta (Taurus Ediciones, Madrid, 1984), pp. 12-13.
[3] Luís García Montero. “El valor de Ángel González” (infolibre, 5 de abril de 2025.)

