Cuba, gran metáfora en el cine de Humberto Solás
Varios cines de la capital cubana proyectaron este 5 de septiembre, como parte de lo que el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) ha denominado en su programación Día del Cine Cubano, un ciclo homenaje al director, productor y guionista Humberto Solás (La Habana, 1941-2008). Así el cinéfilo pudo acercarse, en las pantallas del Chaplin, el Acapulco, el Multicine Infanta y el Riviera, a cuatro de las películas fundamentales de la filmografía de uno de los realizadores más importantes no solo del cine cubano, sino de la cinematografía iberoamericana y universal: Cecilia (1981), Un hombre de éxito (1986), Miel para Oshún (2001) y Barrio Cuba (2005).

La historia nacional, incluso para analizar el presente, la figura femenina (la relación mujer-Patria en Lucía, 1968, y Cecilia) como protagonista de esa historia y el carácter sincrético de lo cubano (Cecilia, Miel para Oshún) han marcado la obra de uno de nuestros más auténticos creadores. ¿Qué era para Humberto Solás “lo cubano” y qué elementos podrían distinguir la identidad nacional?
Después del estreno de Lucía, respondiendo un cuestionario para la revista Cuba Internacional y ante la pregunta “¿cuál es tu búsqueda de lo cubano?”, Solás, que había dirigido Manuela (1966) y varios cortos entre 1958 y 1964 (La huida, Casablanca, El retrato y El acoso) aseguró: “Lo cubano surge en mis filmes de manera espontánea. No hay fórmula. Es como la sangre que corre por el cuerpo”. Y años más tarde, en 1988, para la revista Revolución y Cultura, ofrece un concepto de identidad, que aflora justamente en su cine: “Poder ser reconocido y comprendido por los demás, pero eso tengo que intentarlo no por caminos fáciles” (A solas con Solás, Letras Cubanas, 1999).
Desde sus inicios el Icaic se planteó potenciar un cine nacional partiendo casi desde cero y transformando el carácter del producto y el sistema de producción y exhibición de las películas tal como operaba en los marcos de la anterior sociedad.
Los cineastas del recién creado Icaic, en su mayoría jóvenes y formados en las aulas romanas de Cineccittá bajo la influencia del neorrealismo, rechazaron en buena medida la llamada “etapa prehistórica” del cine cubano, que es la mayor parte de la producción anterior a 1959, al considerar que su aporte (salvo alguna que otra excepción) se reducía al lenguaje balbuciente, el folclorismo banal y la ingenuidad populista. El Instituto se planteó, entonces, potenciar un cine nacional partiendo casi desde cero y transformando no solo el carácter del producto, sino de todo un proceso, el sistema de producción y exhibición de las películas tal como operaba en los marcos de la anterior sociedad.

Ante la ausencia de esa sólida tradición nacional era necesario tocar todas las puertas y recorrer los diferentes caminos: desde el neorrealismo italiano —a cuya mirada se inclinó el Icaic en un primer momento y por el cual Humberto Solás sentía admiración, aunque comprendía sus limitantes—, la Nueva Ola francesa, el cine independiente norteamericano, la producción soviética… El reto consistía en asimilarlos críticamente, aprovecharlos y crear las condiciones para el surgimiento de un cine de valor artístico y técnico, nacional, inconformista, barato y rentable como quería el Icaic.
A la “fase de exploración” de 1959 a 1965, le seguiría el “despegue” entre 1966 y 1969, que reafirmó —también a nivel de público, crítica y festivales— los logros alcanzados por el joven Instituto. En los años de esta segunda fase se realizaron los primeros largometrajes de Solás, que entró muy joven al Instituto y de acuerdo a su política, trabajó como asistente hasta que realizó sus primeros documentales en coautoría y el corto Minerva traduce al mar (1962) junto a Oscar Valdés.
Solás fue el dueño de un cine “operático y altisonante”, maravilloso en la misma medida que desmesurado (como Lucía, Cecilia y, sobre todo, en esa “apoteosis estética” que es El siglo de las luces, 1992). Esa mirada es, por tanto, en lo abarcador de sus posibilidades, barroca, como las calles de La Habana Vieja, como muchas de las ciudades del Caribe, en una construcción polifónica y desmesurada que encierra lo enigmático y mágico del crisol a juego lento que se forja en estas tierras.

Comprender ese carácter sincrético de lo cubano, en su ámbito regional, en su construcción identitaria, en la complejidad de sus matices, es algo que se propone Solás en su cine, sobre todo en Cecilia y El siglo de las luces, donde lo político se entrecruza con lo cultural y lo religioso en la sociedad colonial y como germen cristaliza en el presente. El ayer da cuerpo al hoy, a lo que somos.
A propósito, el crítico y ensayista Rufo Caballero, en “Humberto Solás o la reinvención de Cuba”, incluido en su libro Nadie es perfecto (Arte y Literatura y Ediciones Icaic, 2010) subraya que el director tenía un especial talento para el despliegue operático de la tragedia; manejaba los movimientos de masa, la cadena de acciones colectivas con una plasticidad, una gracia y una emotividad que no lograba nadie. Le interesaba la recreación estética, la sensualidad de la experiencia visual, la suntuosidad de la cámara, el montaje de la escena como en un cuadro plástico.

Al mismo tiempo, sobre todo con sus últimas películas, en especial en Miel para Oshún y Barrio Cuba, Solás fue un realizador que exploró la decantación y lo minimalista, los valores de contar mucho (o lo suficiente) con poco: la apuesta por un cine —como expresó en el Manifiesto del Festival de Cine Pobre, hoy Festival Internacional de Cine Pobre de Gibara, ideas que vendrían a crecer después de ese abarcador recorrido por la génesis de las revoluciones con sus ecos en el Caribe y sus ciclos que es El siglo de las luces— de pocos recursos, pero de búsquedas y honduras artísticas.
A Solás, como a otros directores de esos años, le interesó el cine histórico. Al director le parecía que como nuestra historia ha sido plasmada desde el “punto de vista burgués”, hemos estado obligados a vivir con terribles deformaciones. “Carecíamos, por tanto, de una apreciación coherente, lúcida y digna de nuestro pasado nacional. Esto explica en gran parte nuestra decisión de abordar temas históricos”, contó en una entrevista recogida en el mencionado libro A solas con Solás.
Pero este cine histórico —pensaba— había surgido de manera espontánea, aunque muchos filmes se estrenaron en aquel 1968 que celebraba los Cien Años de Lucha, como su enorme Lucía, a la cual uno regresa, asombrado, incapaz de creer que haya sido realizada por alguien menor de treinta años.
En ese momento el joven director, en entrevista con la Revista Cine Cubano, celebraba el carácter vanguardista de esta cinematografía, los propósitos de búsquedas estilístico-narrativos, la extraordinaria libertad de los autores y como la libertad, el antidogmatismo y la mutua interacción subrayaban la “no dependencia entre cultura y revolución”. Lucía, por su parte, puso la historia en función del hoy, de su actualidad: los primeros relatos (los de finales del siglo XX y el de los años treinta del siglo XX) tenían la intención de argumentar las razones históricas que daban vida al presente, personificado en la mujer de los años sesenta del siglo XX, la Lucía de Adela Legrá. Esa que, en una sociedad cambiante, insiste en aprender y no dejarse dominar por del hombre y su peso histórico.
Al mismo tiempo que el filme establece un diálogo con el presente, al cuestionar la moral que sobrevive en amplios estratos de la población y que la realidad revolucionaria de esos años impugna (una sociedad en “tránsito”, que siendo declarada socialista mantiene costumbres y construcciones mentales del capitalismo, como explora Eduardo Manet en su largometraje Tránsito, 1963).
Manuela fue esa primera incursión, también con Adela Legrá, en la contemporaneidad y en la historia de la reciente lucha revolucionaria; mientras que con Un día de noviembre abordó la introspección, la duda, en medio de la épica, el hombre común que va a morir, inmerso en la epopeya.
“Humberto Solás fue (lo es, a través de sus películas) uno de los mejores intérpretes del alma nacional, uno de los poetas de la imagen y de nuestros artistas más fieles y sinceros, como autor, a su interpretación del cine y la vida”.
En otros filmes Humberto Solás volvería a cuestionarse la actualidad, desde las profundidades y enseñanzas de la Historia, pues como contó, después de Un día de noviembre, en los albores de la década del setenta, con un estreno que demoró varios años, no intentó cuestionarse la contemporaneidad si no podía contar con el verdadero espacio de la sinceridad para realizar su cine.
Sus filmes le permiten esos regresos históricos con visos de vigencia: Cecilia, en la que ahonda en la mujer-patria y el carácter sincrético de lo cubano, a partir del personaje protagónico de la novela de Cirilo Villaverde, rotundo y transgresor en esta mixtura racial y religiosa que alteró a los más conservadores; Amada (1983) y la “historia doméstica” en las primeras décadas del siglo; Un hombre de éxito y el oportunismo político de los años treinta y la ambición de poder; El siglo de las luces… Para volver, a finales de siglo y comienzos del siguiente, a mirar a Cuba (gran metáfora en su cine) y sus habitantes, a la Patria en su amplitud, como sitio posible para la unidad en lo nacional, para la sanación del ser social y el necesario diálogo en pos del destino del país y su gente.
Para Rufo Caballero, en su citado ensayo:
Si la Cecilia atribulada, enloquecida, que vagaba hacia el final del filme de 1981 por las calles de La Habana —hasta tirarse del campanario— era el destino oscuro de la Cuba colonial, la madre que busca Roberto afanosamente a todo lo largo de la Isla en Miel para Oshún, y que encuentra, no por capricho, en la imagen de aquella tercera Lucía, es de nuevo la Patria, sombra escurridiza, esencia amada, ideal y acción que todo lo invade y lo fecunda.
Humberto Solás fue (lo es, a través de sus películas) uno de los mejores intérpretes del alma nacional, uno de los poetas de la imagen y de nuestros artistas más fieles y sinceros, como autor, a su interpretación del cine y la vida. Sin modas ni búsquedas pueriles, él supo que la esencia de lo cubano, de poder rastrearse, estaría en lo profundo de una compleja mixtura cultural en constante cambio, en los vericuetos de la Historia que dan cuerpo a la identidad, pues para pensar a Cuba hay que intentar interpretar su pasado. Así se abren las puertas al porvenir y al proyecto de país. La existencia del cine —creyó siempre Humberto Solás— “depende de la vida espiritual de la nación”.

