XXXI Salón de Artes Visuales de Holguín. De particularidades y generalidades de los salones en Cuba
El retroceso de los salones de artes visuales en nuestro país no es secreto para artistas, curadores, investigadores, críticos… De una edición a otra, estos escenarios que tradicionalmente han reunido parte de lo mejor de la producción visual de un territorio (a partir de una temática específica, según el interés curatorial, la convocatoria lanzada…) y que tuvieron años de esplendor, de referencia, incluso siendo punta de lanza de un fuerte movimiento creativo, han ido perdiendo calidad y filo, ganando complacencia y/o adecuándose a los tiempos y las dinámicas en la relación artista/institución/sociedad. Es como si entre más nos alejáramos en el tiempo, la regresión fuera mayor. Pero como no se puede añorar lo no vivido —los años de esplendor aun en tiempos difíciles como los de buena parte de la década del noventa o los más fructíferos económicamente a inicios del nuevo siglo—, quedan las ediciones recientes como indicador de un proyecto y sus ecos.
He escrito en varias ocasiones (y otros colegas también) sobre los salones de artes visuales: algún que otro arroyo de tinta se ha vertido sobre ellos y su impronta (pensando impronta más bien como espacio legitimador que marca y distingue). Sin olvidar, por supuesto, que la convocatoria a los salones y cada nueva exhibición posibilita la convergencia de diferentes poéticas con un discurso ideoestético propio —o en busca de este— dentro del quehacer regional y nacional; lo que convierte a la galería en vórtice abierto a posibilidades que terminan confluyendo y mostrando una parte, aunque no sea representativa, aunque no sea la deseada o más interesante, del corpus plástico. ¿Tiene que ser un salón de artes visuales ese corpus representativo y vivo, actuante y/o fluctuante? ¿Hasta qué punto debe mostrar el rostro, el accionar, de la creación en una ciudad o provincia? ¿Hay que exigirle serlo, aunque sabemos que su función/intención no es similar a la de otras muestras que se realizan a lo largo y ancho de un año en una galería?
“Los salones merecen (…) seguir siendo ese sitio añorado (…) donde convergen lo más meritorio de nuestra plástica; ese espacio de confluencias y diálogos en pos de un crecimiento común”.
Estas preguntas afloraron —aunque sobrevuelan el panorama desde hace tiempo— en el reciente XXXI Salón de Artes Visuales de Holguín, realizado del 9 al 13 de septiembre y abierto al público en la Sala Principal del Centro Provincial de Arte. El jurado del Salón —integrado por la curadora Marilyn Sampera Rosado, del Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, en La Habana, y los artistas visuales Juan Luis Maceo Núñez (Granma) y Karell Víctor Maldonado O´Ryan, también profesor de la Academia Regional de Artes Plásticas El Alba de Holguín— subrayó lo anterior en un panel que tuve la oportunidad de moderar, posterior a la inauguración. El Salón holguinero —recordemos que se realiza cada dos años; además en enero se inaugura en la misma institución el Salón de la Ciudad, en los días de la Semana de la Cultura— está “bastante bajo”, señaló el jurado que entregó el Premio de esta edición a Yosvani Rodríguez Batista, grabador de amplia trayectoria y director de El Alba, por su pieza “Fragmentos de realidad”. Esta caída, obviamente, la marcan las piezas incluidas en comparación con años en los que Holguín destacaba nacionalmente en este tipo de espacios por la calidad, novedad y fuerza de sus propuestas.
En el pasado Salón, en 2023, la especialista Bertha Beltrán afirmaba en el catálogo su “gradual retracción, en detrimento de la deseada pero pocas veces alcanzada representatividad de los procesos artísticos locales”, pues “como evento es un sujeto vivo, dúctil, susceptible a cambios y, sobre todo, es un riguroso ejercicio de pensamiento, para no correr el riesgo de quedar obsoleto en el tiempo”. La institución conoce las particularidades (y peculiaridades) de realizar ahora un evento así y ha corrido los riesgos, pues abrir puertas es mejor que cerrarlas, de proteger una tradición expositiva necesaria.
El Centro de Arte busca fórmulas, trata de pensar propuestas atractivas, maneja proyectos curatoriales para intentar romper la monotonía —piezas en una pared o panel— en que muchos espacios así se han convertido. El propio hecho de lanzar la convocatoria con alcance nacional este año trata de dinamizar el Salón, de abrirlo a otras propuestas menos viciadas y motivar, por esto mismo, a los artistas de la provincia no solo a participar sino a presentar lo mejor de su quehacer más reciente. Este trabajo curatorial es el eje de un salón y necesita no impasividad, sino dinamismo; no conformarse con lo que se recibe por convocatoria sino extender las búsquedas, los diálogos, las relaciones con los artistas. Así se reflejó en el conversatorio antes mencionado. ¿Por qué los artistas de mayor reconocimiento —recibido muchas veces, justamente, en estos salones— ya no participan? ¿O vemos piezas suyas pertenecientes a la institución o lo hacen como artistas invitados?

Esto propicia que uno asista a los salones sabiendo que encontrará, cuando menos, una selección —representativa o no— del quehacer actual de un grupo de artistas pertenecientes a un determinado contexto social o geográfico, pero conociendo que esa muestra no tiene que ser necesariamente el “estado del arte” en ese momento (aunque cada vez la imagen que muestran “se parece” más al contexto local). Uno asiste a los salones con la certeza que encontrará piezas que ha visto en otras muestras, personales o colectivas. Uno asiste a ellos aun sabiendo que —y eso no es malo, al contrario— los jóvenes (y también artistas menos conocidos) van ocupando el lugar legitimador que la institución ha creado como catapulta visibilizadora de su trabajo; espacio que debe ir abriéndose desde la calidad de la propuesta artística; porque sí, el Salón legítima, señala, aporta datos al currículo del artista y se ofrece al público como reducto de calidad. Estar allí aporta un valor y es, justamente, ese valor el que hay que resguardar en cada nueva edición.
Aun así uno los visita, insiste en recorrerlos; incluso después de haber leído varios textos donde se subraya el carácter epidérmico, monótono, tradicionalista, rígido, que en los últimos años asolan los salones en varias ciudades del país. Uno insiste, es cierto, aunque acabe comprobando que muchos de los posibles puntos a favor se difuminan como lágrimas en la lluvia y que disímiles factores (desde la progresiva lejanía con la creación de varios artistas reconocidos, la falta de estímulos en un contexto económico difícil o la migración) confluyen en ello; aun cuando desde la institución se realicen acciones para intentar, con los recursos que se disponen y otros estímulos, incluyendo las propuestas de curaduría, revertir una situación que no deja de ser preocupante o al menos, motivadora de preguntas. Uno insiste, es cierto, pues siempre queda la posibilidad de agradecer la sorpresa (esta edición XXXI, por ejemplo, me algo pareció mejor que la anterior, en 2023, y que otros salones de la Ciudad; y lo fue al ofrecer más descubrimientos fecundos).
“En esta edición del Salón holguinero buena parte de las obras evitaron el riesgo, los terrenos movedizos o puntiagudos, la duda…”.
Esta edición del Salón resume las anteriores preocupaciones, que flotan en los espacios de su tipo en el país, tratando de lograr un “equilibrio” entre diferentes propuestas y autores, con obras atractivas, conceptual y formalmente, que integran una especie de corpus que —con sus riesgos— podrían “cartografiar” el arte local. Cuestiones en la museografía y la curaduría fueron señaladas por el jurado, con las que concuerdo: desde la selección de las piezas —demasiadas y muchas sin la calidad necesaria para este Salón— hasta la ubicación de ellas en el amplio espacio de la Sala Principal del Centro de Arte. Una pieza mal ubicada, a pesar de su calidad, pierde “consistencia” y visibilidad, es “tragada” por el espacio y las demás obras con las que dialoga. Queda la institución en la disyuntiva: ¿aceptar las piezas para “llenar” el espacio tradicional? ¿Rechazar muchas y correr el riesgo de no contar con obras que exhibir o con apenas una pequeña cantidad? ¿Fueron abiertas puertas en otros años que deberían entrecerrarse en pos de esa necesaria calidad? Como ser “viviente”, fluctuante, sí es posible. Lo que llevaría a replantearse, desde la organización y la curaduría, varias ideas sobre cómo estructurar un espacio como este (por ejemplo, ahora se dedicó la edición a Instagram como “transformador” de la difusión del arte y se habló de la “familiaridad con el espacio de las redes sociales”, pero la manera para seleccionar el voto del público acudió a una, aunque “interactiva”, todavía “analógica” vía de hacerlo: colocar pegatinas en forma de corazón rojo en los pie de las obras, pies que al menos recordaron una publicación en Instagram con datos de piezas y artistas).
En esta edición del Salón holguinero buena parte de las obras evitaron el riesgo, los terrenos movedizos o puntiagudos, la duda… No le exigimos lo anterior, claro, no hay que uniformar de ninguna manera el trabajo de artistas con inquietudes disímiles, pero se palpa la repetición, la complacencia, los ciclos vitales que se agotan a pesar de las alternativas para extenderlos; obras que se pierden entre una figuración ingenua (que no naif) y un trazo que “roza” lo decorativo (incluso pobre técnica y conceptualmente, etc.), sin que implique que piezas así no posean determinados valores e integren el corpus local.

El Salón de la Ciudad y este constituyen enclaves para pensar cómo se desarrolla, qué caminos recorre y hacia qué sitios enfoca su mirada el arte holguinero, parte de esa estructura mayor que es el arte cubano. Las preguntas que una vez me hice, cada una con disímiles respuestas en dependencia del sendero por el cual se decida el caminante, mantienen cierta vigencia: ¿Cuánto representa un Salón, aunque se desee, la plástica de un determinado sitio? ¿Y aun así, las piezas que encontramos son reflejo del “estado real” del arte local y el quehacer de sus artistas? Si es así, ¿está en “crisis” la creación plástica holguinera, añorando viejos tiempos y flotando en la desidia de la “complejidad epocal”? ¿Las piezas complejas, arriesgadas, críticas que muchos añoran, se han esfumado del contexto? Ante las mismas obras repetidas en una y otra muestra, ¿dejan de crear/creer los artistas? Los incentivos de los salones —de todo tipo: monetarios, promocionales, de estatus en el ámbito provincial— terminan siendo poco estimulantes o ante el gradual detrimento, ¿es preferible alejar sus firmas de los mismos? (aunque este año y el anterior es necesario subrayarlo, las alianzas del Centro de Arte potenciaron nuevos premios). ¿Ante una selección así, circunstancial, no de su nivel, es preferible dejar de realizarlo o no? Son cuestiones que, más allá del encuentro plástico en sí, se enfocan a otras problemáticas, como las facilidades para la creación, la promoción, la comercialización… Mapear una producción y hacerla visible en nuestro contexto se torna cada vez más arduo.
“El Salón (…) no deja de ser un acto de resistencia (y de persistencia) en esta provincia y que lanza al aire (y a oídos atentos) tantas preguntas como piezas expone”.
A falta de los principales creadores, de nombres reconocidos en el ámbito local y nacional, el Salón se ha convertido en esa especie de vitrina/plataforma legitimadora de los jóvenes artistas, principalmente de los estudiantes de la Academia Profesional de Artes Plásticas El Alba (aunque exponen el que sigue siendo el principal escenario visibilizador en la provincia, otros creadores con obra sostenida y que confían en el Salón, como Aníbal de la Torre, Yanely Esquijarosa, José Emilio Leyva, Luis Silva, quien obtuvo Mención por su serie “Meriendas”, instalación que integra elementos naturales dentro de un lenguaje contemporáneo que enriquece y potencia el resultado final y que bien, por su calidad, hubiera podido brillar más desde la curaduría). Entre los jóvenes artistas en formación (donde se incluyen recién graduados) uno puede encontrar varias sorpresas; entre ejercicios de clase o de graduación, apreciamos obras como la de Yojany González Martínez, mención especial con “Chicas color miel rosa pastel”, una de las tres piezas que presentó en las que gravita la mirada expresionista y figurativa del inglés Francis Bacon; Blanca Rodríguez, Isabella Catalá y Katerin Machín Malcolm, quien obtuvo el premio de la santiaguera Fundación Caguayo por “GADU” (grabado en tela).
El Salón, como he apuntado, no deja de ser un acto de resistencia (y de persistencia) en esta provincia y que lanza al aire (y a oídos atentos) tantas preguntas como piezas expone. Por suerte, el mismo espacio institucional propicia el diálogo y el debate. Son artistas que, contra toda adversidad, e incluso desde ella, insisten en crear y exponer. Los salones merecen —aun en el marasmo que puede rodear todo— seguir siendo ese sitio añorado, por momentos lejano, pero también posible en la medida de la calidad y la creación, donde convergen lo más meritorio de nuestra plástica; ese espacio de confluencias y diálogos en pos de un crecimiento común. A eso también se aferró el XXXI Salón de Holguín y el equipo del Centro Provincial de Artes Plásticas; incluso a la necesidad de reconfigurar, desde los cimientos, cada nueva edición, para que el Salón nos permita cartografiar y apreciar las realidades posibles y soñadas en/desde esta parte del país.

