Las tinieblas del arte a la luz de una ventana en Caibarién
La obra de Erick González lleva tiempo resonando en los salones del centro de la isla. Su dedicación a las artes, el nivel de apego a los cánones de la abstracción y a la vez la forma en que los usa para una propuesta diferente; son aspectos que se han transformado en el sello de una aproximación que no busca complacer, sino decir desde la honestidad más llana. Se puede pensar que el arte abstracto está hecho para una élite, que donde se colocan manchas existe incluso una pose de snob que privilegia—por encima de la comunicación con el público— el interés sofisticado del autor. Nada más alejado, sobre todo en el caso de Erick, ya que quien lo conozca podrá apreciar a una persona sencilla que pinta de esa manera para ser más diáfano. La figuración, que también maneja, se le aparece ante sus ojos como algo que no dice lo suficiente, que no suelta todo el aliento poético de su pincel. Es allí donde se justifica la pasión por un arraigo, por una potencia interna que obvia cualquier formalismo.
Huir de la forma implica, ante todo, la creación de un mundo independiente, diferente, propio y alejado de los lugares comunes. La abstracción cubana ha tenido grandes exponentes, pero cuando se mira hacia el interior de Erick resulta imposible no observar grandes influencias internacionales como Jackson Pollock y sus muchas deformaciones que sugieren paisajes, situaciones dramáticas, choques internos y batallas. Lo abstracto es concreto, aunque nos parezca contradictorio. La belleza anida en esos trazos que alguien llamaría descuidados, puestos por doquier o poco meditados; pero que en verdad obedecen a un impulso subconsciente, ese que expresa lo más inconfesable, lo más oscuro y a la vez luminoso, las zonas que permanecen cerradas a la racionalidad y el desmonte de las ideas a partir de un paradigma determinado. También, a veces, vemos la poesía de un Kandinsky aparecer por entre los girones de pintura, las rayas que se hunden en la tela y que se remueven caóticas como una sinfonía o un poema musical, creando en el espectador mil y una formas a partir de lo deforme.
“Huir de la forma implica, ante todo, la creación de un mundo independiente, diferente, propio y alejado de los lugares comunes.”
La contradicción está planteada: Erick quiere llegar a la poesía desde la antipoesía. Hay un camino que, aunque largo y lleno de obstáculos, conduce directamente hacia el corazón del creador. Como una famosa obra de Joseph Conrad, el espectador debe realizar un viaje a través de un río turbulento para hallar, más allá de lo selvático, el secreto de un sujeto lleno de irregularidades, ideas originales, choques de la psiquis y turbulencias encantadoras. Esta alusión a El corazón de las tinieblas es quizás un recurso retórico para abordar una obra que por su complejidad nos ofrece una cierta resistencia e impone un consumo que no es común. No todo puede resultar fácil, digerible, ni se debe seguir privilegiando un arte que diga poco y se venda. Esas son las líneas de Erick, a quien no le interesa si es mal juzgado, ni se conmueve si la crítica lo ignora o lo destruye. Precisamente, la deconstrucción es su arma y lo hace con fuerza cuando realiza composiciones en las cuales no se puede hallar un inicio ni un final, donde además la propuesta discursiva se quiebra cuando pareciera que empieza a tomar forma y todo es un constante debate entre la luz, el color, la deformidad, el caos, las tinieblas, el nacimiento y la muerte.
Quien se detenga delante de estas piezas —que conforman la exposición itinerante Arraigos— verá una muestra de la filosofía de trabajo de Erick González. El autor se coloca delante de la idea, la observa detenidamente y luego, durante el proceso de concreción, la quiebra en pedazos y la lanza al cuadro. El resultado final es lo que vemos, poesía inexplicable, sitios misteriosos que no son de este mundo, rostros que se hunden en máscaras que a su vez se pierden en otras máscaras.
En uno de los cuadros, los colores entre ocre y malva se suceden y forman una serie de tonalidades que subrayan cierto tono sombrío. Pareciera una oda a la tristeza, si no fuese porque de pronto en medio de los trazos saltan los amarillos y los dorados como creando una corriente de pensamiento distinta. En términos de contrapunto, la obra de Erick es modernista, no puede decirse que la melodía sea reconocible, sino que suena como una improvisación. Es más una pieza de jazz que una sinfonía o un concierto y suena de una forma, a pesar de todo, continua, como si el recinto de la exposición estuviera animado por las notas y partituras y a la luz se uniera el espectáculo de un grupo musical.

En otras obras, pareciera que la tela se raja y que va a salirle el alma por las costuras que se superponen formando un mensaje encriptado en el cual viajan las notas musicales que hasta hace unos segundos llenaban el aposento. No hay que olvidarse de que Erick tiene, desde su ciudad de Caibarién, el reto de no ejercer de manera paralela el paisajismo de marinas, sino de contradecirlo, de hallar su propio camino. No obstante, el uso persistente del azul en diferentes tonos nos habla de que el pintor no teme la inmersión cultural y la referencia y que también —allí en la abstracción— pudiera haber un guiño a Romañach con toda la distancia que existe entre la figuración académica exquisita del autor de las marinas y este otro fabulador inconforme de hoy. Erick es un maestro en su arte y conoce a profundidad las tendencias, las vanguardias. Él lee y se documenta; pero no quiere pintar desde el aparato categorial ni lo cognoscitivo, huye del intelectualismo y aspira a una paleta libre que posee cierta tendencia performática hacia lo naif sin serlo, hacia lo popular sin serlo y hacia lo grotesco sin serlo.
¿Existe una línea desde Goya hasta Erick? Esa recurrencia por lo negro, por las imágenes deformes, por las pesadillas; nos habla de una inquietud que también desveló al genio español. Cuando avanzamos hacia el interior de estas piezas vemos que el arraigo del cual se habla no es una nota folclórica, ni un apéndice de estudios de índole grupal o familiar; se trata de acercamientos internos a desgarraduras del alma. Como si el autor tomara una cámara e hiciera fotografías de las caídas de la vida, de los levantamientos, de la falta de aliento o del exceso ingenuo de esperanzas. Todo lo que refiere dolor en el sentido de búsqueda de un asidero ha sido representado en estas obras, las cuales no requieren de la figuración en sí, ni aspiran a un arte de academia que las premie. Al contrario, se respira aquí la irreverencia, pero a la vez un equilibrio en la composición, el color y el uso de la luz que no puede ser más elocuente. ¿Esa línea que se sospecha con Goya pudiera ser un puente entre dos mundos? La vocación de prestidigitador del artista resulta indiscutible y como amante del arte abstracto todo es posible, se trata del reino de la probabilidad en el cual hasta el disparate nos aporta una nota de belleza, interés y sentimiento.
“En términos de contrapunto, la obra de Erick es modernista, no puede decirse que la melodía sea reconocible, sino que suena como una improvisación”.
Volviendo a El corazón de las tinieblas, cuya anécdota es el viaje del marinero Charlie Marlow a través del río Congo para buscar al agente colonial Kurtz, quien se ha convertido por exceso de poder en un sinónimo del mal y la decadencia —una especie de Lucifer moderno en medio de una tierra perdida—; hay que tener en cuenta que como metáfora nos sirve para entender la exposición Arraigos. El viaje a través de las corrientes tormentosas, que son como efluvios sin forma, abstracciones, nos conduce al corazón del sentido del mundo. Un recorrido en el cual no estamos exentos de dolores, de roturas en la piel (representada por las telas desgajadas) o remolinos de colores, que terminan casi siempre representando criaturas o personas marcadas por la deformidad. Este Averno, repleto de emociones contrapuestas, encierra la belleza del caos, pero más que eso, como la novela, su interés es revelar las zonas del subconsciente. Allí, en esa región del ello freudiano en el cual se manifiestan las criaturas, Erick coloca en buena medida lo encriptado de su obra. No le interesa si llegan o no hasta ese núcleo duro del sentido, pero nos invita con cada una de las piezas a la travesía. Arraigos nos desarraiga —valga la contradicción— y refunda una orilla otra más allá del lugar común. Es, por eso, una manera de viajar, pero no en torno a distancias físicas, sino en la metafísica que consume la propia realidad representada por la obra de arte.
En este mismo tono, la música que emana de las obras de Erick posee una sombra de base, una especie de contrapunteo barroco; lo cual les otorga un peso visual, corporal, sonoro. Hay una inconformidad con lo que atañe a la forma que hace que el autor nos brinde —desde diversas aristas de las artes— otros caminos, otras variaciones. El arraigo está en la permanencia del pincel sobre el lienzo, en la apuesta persistente; el desarraigo es temporal y acontece durante el viaje al corazón de las tinieblas que es todo el conjunto de la exposición. Quizás, Kurtz es un sustituto retórico del propio autor, quien posee como todo ser humano un basamento oculto, un subconsciente que nos habla en claves y que en su rebelión no ha tenido contemplaciones. Ha quebrado la forma, ha hecho añicos las figuras, deconstruyó totalmente cualquier acercamiento convencional y lo que nos queda son los retazos del sentido.

Las piezas, una sucesión de deconstrucciones, quizás apuestan por lo caleidoscópico, por la conformación deforme de figuras y el azar retocado mediante fenómenos ópticos. Existe un impulso que se mueve en las aguas de lo dadaísta en tanto lo lógico se niega una y otra vez, sin embargo hay allí una melancolía por la forma, un anhelo por el retrato y el paisaje y un aliento que nos recuerda que detrás de las abstracciones pervive una mente humana, capaz de pensarnos y de juzgar el mundo. Caibarién, con su peso azul, sus aguas, con ese sentimiento líquido que es a la vez apego y desapego; hace una irrupción en el trasfondo de las manchas. Quien haya caminado en horas de la mañana muy temprano por las calles de dicha ciudad o en la noche, podrá ver como se definen los tonos, la lobreguez de la cotidianidad, lo ocre de las ventanas encendidas con lo que los vecinos puedan, los tejados apoltronados con muletas, las fachadas que son rompecabezas de varias épocas desde el republicanismo hasta lo indefinible posmoderno. Ahí está la marca de Erick González, en ese mundo que aparenta decadencia, pero que encierra una brillantez, un secreto, la arcana posibilidad de la belleza.
Las tinieblas son entonces —más que un recurso— la vía para expresar ese paisaje concéntrico que nos conduce a lo indefinible, a la abstracción total, a lo concreto que está sustentando la obra de arte. En muchas ocasiones se cree que la carencia de figuraciones es equivalente a la ausencia de formas o a la cero apuesta por la representación y nada hay más desacertado. La imagen, con toda su potencia, nos habla desde un universo polifónico de maneras. Cuando el autor se marcha hacia sus símbolos y nos propone un hermetismo, cuando creemos que en ese gesto hay quizás una pizca de orgullo y del egoísmo del artista; en realidad estamos cayendo en la trampa del mercado. Nada hay más rico en el sentido plástico que esa sensación de que se navega en un mar de posibilidad o en el río misterioso de la novela de Conrad.
“Arraigos nos desarraiga —valga la contradicción— y refunda una orilla otra más allá del lugar común”.
Kurtz no ha sido hallado, nos toca hacer una especie de ruta para no perdernos y a la vez ayudar a otros en el viaje, pero cuando llegamos al final de Arraigos —que es como el origen del río Congo— sentimos la inquietud de lo incompleto, el misterio de lo desasido. Esta jornada alrededor de piezas que son poesía, que no se conforman con un sitio en la pared, sino que parecen salirse y que poseen líneas o vectores de sentido que apuntan al infinito; nos enseña que las tinieblas no son del todo representables y que tiene que haber en nosotros como público una conformidad. El consumo es un reto cuando la obra de arte posee un alto vuelo deconstructivo.
Entonces, ¿cómo asumir esta sucesión de mundos deformes?, ¿son claves, acercamientos, alucinaciones? Cualquier basamento lógico conduce a la herejía y de ahí al encierro. Nada pervive cuando le aplicamos el verbo en el sentido del encierro. La conceptualización se debe a la vida y no viceversa. Quizás en ello vaya una gran parte de la cuestión que subyace al debate del arte abstracto, que no es lo mismo que arte sin formas o carente de sentido o de juego con la imaginación y las emociones. Así, el análisis de la obra de Erick posee los ingredientes existenciales que conforman la propia propuesta, una apuesta por la referencialidad que no termina, por el discurso que se prolonga más allá de la obra y que envuelve con sus vectores la ocurrencia del fenómeno del consumo. El demiurgo con su arte ha querido hablarnos en una tonalidad mística, que no se parece a otros colores. Su viaje a través del río de la conciencia, hacia el corazón de las tinieblas, no siempre es el mismo. Con fuego heraclitano, se sabe de la ocurrencia de otros tantos baños en la corriente diversa de los sentidos.
El mundo de las manchas es mucho más que eso, se trata de dibujar la emoción y darle el lugar que con justicia merece. La abstracción es concreta, tanto como los ladrillos y tejas de las casas de Caibarién que con precisión milimétrica quedan suspendidos en el aire con un gesto de grandilocuencia existencial. La pintura, remedo de la realidad, la ha deconstruido. Y con ello no quiero decir que queda todo dicho o que Erick es un artista que está listo para el silencio. Nada más ajeno a su naturaleza. Arraigos propicia que las raíces se hundan en lo más exacto del ser, que nos afiancemos en nosotros mismos y que de ahí salga el fruto perfecto. La referencialidad a lo propio nos trasmite su vocación figurativa a pesar de lo abstracto, también, su mensaje preclaro a pesar del uso de las manchas y de los juegos con la perspectiva.
“La abstracción es concreta, tanto como los ladrillos y tejas de las casas de Caibarién que con precisión milimétrica quedan suspendidos en el aire con un gesto de grandilocuencia existencial”.
Erick González es un artista maduro. La juventud que ha vivido en un pueblo de provincias le sirvió para medir cada trazo y saber dónde colocarlo. Ha crecido entre la lucha contra las estructuras desiguales de promoción y el anhelo de la trascendencia que acompaña a todo artista. Cuando se habla con él lo primero que ocurre es una iluminación del carácter. El autor es tranquilo, hay sosiego en la pasión creativa. La obra es diferente, un fuego que se agita en los bordes de la referencialidad. Desde lo oscuro de Goya hasta la poesía de Kandinsky pasando por la potencia de Pollock. En este mundo se necesitan muchos que expongan ese yo irracional y onírico, a medio camino entre lo cuerdo y lo loco. En todo caso, Arraigos no es tal cosa, sino una apuesta por la lucidez a través del caos, un acercamiento al análisis introspectivo a partir de la destrucción de la forma y el deseo de un mundo nuevo.
Yendo hacia la obra de Conrad, hay que decir que en el sentido del viaje pervive también una conciencia de lo estático y que Erick —además de la traslación y lo cinético— apuesta por un arraigo hacia lo interno, de manera que el hogar se lleva con uno mismo. Se puede atravesar el río para llegar hasta el corazón de las tinieblas, pero también es válida la estación en la cual nos detenemos para ver mejor la corriente. La obra posee el peso suficiente para ambas travesías.

