El volumen cuarto de la revista Opus Habana, correspondiente a julio-diciembre de 1997, fue un número mágico. Se iniciaba, como siempre, con un breve texto de su director, el inolvidable Historiador de la Ciudad Eusebio Leal Spengler, titulado “En el pan de los hidalgos”.

Era un homenaje sincero de Leal y de la Oficina al comandante Ernesto Guevara, cuyos restos mortales habían regresado a su segunda patria aquel año, y en la portada, realizada expresamente para ese número, había una obra del joven pintor Ernesto Rancaño, donde se veía una imagen del Che, disímil a todas las que habíamos visto hasta entonces.

“Su materia artizada no era otra que, como él mismo confesó,
pintar la desmesura y el asombro del universo”.
Imagen: Tomada de Juventud Rebelde

A diferencia de la tradicional iconografía épica del guerrillero, aquel era un Che tierno, con cara de adolescente conmovido, que emergía de una floresta multicolor y ceñía a una doncella de ojos soñadores, labios sensuales de mestiza y ataviada con la bandera. Aquella muchacha era Cuba.

Era una imagen que nos recordaba la del formidable cuadro titulado La Izada, donde el legendario luchador aparece acompañado por José Martí, también representado de una manera diferente, pues se encuentra dormido y se apoya con delicadeza sobre la joven, al extremo que uno de los mejores críticos de arte cubanos, el Dr. Jorge Bermúdez, afirmó que dicho cuadro: “marca un antes y un después en la visualidad de vanguardia relacionada con el tema martiano”. Martí fue siempre para Rancaño aquel eterno novio, enamorado de una nación misteriosa, representada siempre en sus cuadros desde la triple condición de mujer-patria-bandera.

Así anduvo también entre nosotros, como un ángel humano, aquel joven de rostro honrado y ademán virtuoso, sosegado, tímido y un poco triste que se llamó Ernesto Rancaño. Con aquella nostalgia perenne de la infancia perdida, encontrada nuevamente en la ciudad etérea de utopías y ensueños, que pintaba con colores alegres y ademán inquieto. 

“Rancaño pintaba, dibujaba y cincelaba con una emoción silvestre, sus lienzos eran como canciones de amor, como las palmas movidas por el viento…”.

Aquel gran veedor en el alma de los hombres que fue Eusebio Leal, lo acogió como a un hijo, y más que un mecenas fue un protector y animador constante de su talento. Rancaño le reciprocó aquel afecto con cuadros entrañables, con traviesos colibríes, retratos grandiosos del Apóstol, como el que se conserva en su oficina donde aparece sobre su rostro un tocororo, ave nacional, y murales tremendos, como ese Devotario de los enormes que preside el ábside del Aula Magna del Colegio Universitario, donde otra vez Cuba aparece acompañada por los manes tutelares de la pasión pedagógica y patriótica: Varela, Luz, Mendive y Martí, cada uno trayendo en sus manos una idea, un libro, una llama, la pluma, el tocororo y la espada.

Otro símbolo contemporáneo de Cuba es Fidel, y Rancaño lo pintó de múltiples formas, ya fuera como transfiguración de otros héroes, o como un anciano venerable que medita frente a un colibrí, o como ese mismo colibrí que acaricia con su pico larguísimo la estrella del Comandante en Jefe. 

Rancaño pintaba, dibujaba y cincelaba con una emoción silvestre, sus lienzos eran como canciones de amor, como las palmas movidas por el viento o las olas que chocan contra el muro del malecón. Su materia artizada no era otra que, como él mismo confesó, pintar la desmesura y el asombro del universo.

“Martí fue siempre para Rancaño aquel eterno novio, enamorado de una nación misteriosa”. Obra: …De luces
y soledades. Acrílico sobre lienzo, 2003. Imagen: Tomada del blog Segunda Cita

Su tránsito por el plano terrenal fue relativamente breve, pero la huella de su arte y la trascendencia de su obra lo redimen de esa injusticia transitoria. Era un alma de una sensibilidad exquisita, bienhechora, que colocaba en su terraza tazones de agua azucarada, donde los colibríes llegaban para libar el néctar dulce de la vida.

El colibrí era, en las cosmogonías prehispánicas, el heraldo del más allá, el protector de los guerreros y mensajero de los dioses.  Entre los aztecas era un hijo de la Coatlicue, la diosa de la fertilidad, y fue quien guio a aquel pueblo guerrero hasta la ciudad sobre el lago; y entre los mayas eran los portadores de los buenos pensamientos de otros hombres, únicas criaturas que no morían nunca y podían entrar y salir sin peligro del inframundo.

En existencias como la de Ernesto Rancaño, como dijo Eusebio una vez del Che, “habita la misteriosa promesa de la esperanza”. Ahora estarán juntos otra vez, y dialogarán dormidos, callados y risueños, y hablarán de Martí y Fidel; y desde luego los visitarán colibríes, aves del lado izquierdo, pájaros del corazón, siempre en movimiento, resplandecientes como gotas de lluvia atravesadas por un torrente de luz.

2