Quien haya transitado por los dramáticos años que van de 2018 a 2023 podrá volver la vista hacia el camino leyendo el libro Los monstruos más lúcidos.
Se necesitan demasiadas armas para retratar seriamente una época no solo de tránsito, como todas, sino aún en plena ebullición: mucho más apacible resulta la tarea de investigar sobre un pasado ya muerto, sobre unos héroes ya enterrados.
Por eso estamos ante una obra tan viva en su diversa unicidad. Aquí el artículo de fondo se aproxima al ensayo, para salud de la literatura; como también el ensayo se aproxima al artículo, para salud de los valores cívicos. Y así las finas piezas, que nacieron como ejercicios sueltos de un periodista constante, se compactan magnéticamente en torno a un centro luminoso: ese que marcan la coherencia reflexiva y una honesta identificación, más ética que dogmática, con las banderas esenciales de la izquierda.
Mauricio Escuela es aquí mucho más que periodista. Tiene algo de historiador, de poeta, de filósofo y de ese personaje medieval que ojalá nunca se extinga: el sabio de la aldea. Claro, como la suya es una aldea “global”, se ha dado el lujo de regalarnos un libro que, a su modo, logra contarnos la historia humana más difícil, la más peligrosa, la más atrevida: la de ayer mismo.

Contradictorio como su época, Escuela puede demoler a un personaje como Bad Bunny y, al mismo tiempo, hacerle el desmesurado homenaje de dedicarle tres textos. Sangrante como su época, el autor sufre frente al espectáculo de una vida robotizada, idiotizada, donde se naturalizan las falacias conspiranoicas, los mecanismos transnacionales de una in-cultura de la cancelación: el activismo deviene farándula, mientras se masifica la banalización del mal.
Pero él escribe. Lo observan desde su altura Allen —a quien considera un “fuera de época”—, Arendt, Bradbury, Ítalo Calvino, Chaplin, Freud, Galeano, Goya, Goethe, Heidegger, Hemingway, Joyce, Neruda, Nietzche, Van Gogh, Sartre: cualquiera de ellos saltará a la página para ser releído con mirada de hoy.
En tanto, el escritor se dice: “pienso, luego estoy en peligro de dejar de existir”. Y permite que el carnaval siga cruzando ante sus ojos: el archivo de García Márquez va a dar a Texas; Salman Rushdie sufre un atentado; Bad Bunny y el secretario de la OTAN son postulados al Premio Nobel; los lobos sueltos de Wall Street y Davos son más ricos después de la pandemia. Tekashi filma un videoclip en Cuba; unos jóvenes holguineros celebran Halloween con disfraces del Ku Klux Klan… Ya él desearía un anecdotario mejor para la era que nos describe. Y, por si fuera poco, la ruptura entre Shakira y Piqué se roba titulares no de la aldea sino del “barrio” global, chancleta al aire.
“El fin de la filosofía (…) creará más necesidad de filosofía, lo malo de este asunto es que se corre el riesgo de que suceda como en la Biblioteca de Alejandría: la humanidad tendrá que redescubrirse”.
“El fin de la filosofía —concluye el autor— creará más necesidad de filosofía, lo malo de este asunto es que se corre el riesgo de que suceda como en la Biblioteca de Alejandría: la humanidad tendrá que redescubrirse”. Estas páginas son un voto a favor del pensamiento: único modo de que el ser humano no se convierta para siempre en personaje secundario de la civilización que él mismo construyó. Aquí se aboga por un poco menos de cinismo, un poco menos de posverdad.
Mauricio Escuela jamás se cree derrotado por Fukuyama o Trump, ni por los herederos de Huntington o Kissinger. Ha escuchado una época, cuya banda sonora está hecha de un reguetón, un rap y un trap poco neutrales, mezclados con feas palabras del inglés: fake, woke, Supreme, time is money.
En realidad se siente inspirado por autores como Ramonet, Leroy, Triers y Zizek, cuando nos habla de libros, de plástica, de cine; cuando defiende una cultura que no se quede atrapada en el signo, que mire a lo inasible, y un arte que no se asfixie acorralado “entre la venta y el amor”. Se enfrenta a creadores brillantes como Vargas Llosa y Marina Abramovic, a quienes acusa de haber sufrido una evolución involutiva: no les tocará a ellos el perdón respetuoso que guarda para Borges. Y, al mismo tiempo (¡pobres Cuarón, Dominik, McCay, Myers, Scorcese!), brilla en sus crónicas de cine, que no son tan severas con los filmes como con cierta crítica interesadamente muy ligera.
Un escritor con tanta hambre de mundo proviene, sin embargo, de una villita antigua a la que llaman Remedios, de una nación pequeña a la que llaman Cuba. Y ha decidido amar a su país en la pintura criolla y epicúrea de Zaida del Río, en la escultura conquistada para la imaginación por Silvia Rodríguez, en una novela humanísima de Reynaldo González.
Los monstruos más lúcidos es una obra madura que no abandona ni por un instante la coherencia moral, la efervescente inteligencia, la limpia galanura de la prosa.
Desde su Isla, al final de estas páginas, el autor vuelve su vista a la atalaya desde donde lo han mirado Bradbury, Chaplin, Goya, Heidegger… Entonces asegura que “un buen texto clásico puede llevarse a una isla desierta porque ya trae el olor de muchos naufragios, pasó la prueba del tiempo”; aún más: “Todo existir es naufragio, caída hacia los clásicos, asumirlos o no de forma auténtica solo depende de la tempestad, de lo que hagamos con lo que otros han hecho de nosotros”.
Y así nos deja con la boca abierta, felices de haber hecho un alto en el camino para leer esta suma de dolorosas respuestas, de inquietantes preguntas. Libro impactante que no habla de lo que solían hablar los clásicos. Obra madura que no abandona ni por un instante la coherencia moral, la efervescente inteligencia, la limpia galanura de la prosa.

