Con pimienta, aptas para menores
5/11/2019
En varias entregas anteriores he celebrado la capacidad de los decimistas populares para eludir aludiendo, sobre todo al abordar uno de los tópicos con más posibilidades polisémicas en la poesía popular: el sexo.
Dados a los retos que imponen los pies forzados, entre ellos las décimas de calcetín, que se improvisan sobre la base de cuatro pies forzados y se pueden leer al derecho y al revés, estos artistas que hoy elogio nos regalan algunos de los ejercicios de ingenio más sobresalientes en el arte de la creación poética.
Sobre esta variante del repentismo, abundo un poco: en su Teoría de la improvisación Alexis Díaz Pimienta analiza profusamente la práctica de la décima de calcetín, a la que no le atribuye más valores que a una improvisada sencillamente sobre la base de un único pie forzado. Con numerosos ejemplos deja constancia de que el éxito de esta modalidad en los espectáculos de improvisación poética se da, más que en la perfección —dadas las modificaciones que muchas veces introducen los poetas al voltear la décima— en el espejismo con que el reto cautiva al receptor.[1]
No discrepo de Alexis, pero creo haber sido testigo de un caso emblemático de improvisación de décimas de este corte. Data de mis años de niño guajiro, a inicios de los años sesenta. La escuché en una controversia efectuada en un pueblito llamado La Luz, cercano al Central Carmita. El poeta que la compuso (usaba como seudónimo El Tomeguín de Corona) no alcanzó la fama, pero la que engarzó aquel día se me prendió en la memoria por una de esas extrañas jugarretas que la mente nos depara. El tema era la gula de Petra (que no estaba presente).[2] Marcaré en cursivas cada verso que fuera pie forzado y reclamo del lector, además del ejercicio de leerla también de abajo hacia arriba, prestar atención a una discreta alusión erótica, que en el sentido inverso se acentúa:
Le chupó la chambelona
a Juan, moviendo la lengua;
como su hambre no mengua
Petra come, y no perdona;
de fricasé de lechona
despachó un cubo repleto;
se comió hasta el esqueleto
de un guanajo que matamos,
y cuando nos descuidamos
se le tiró a un perro prieto.
Lo eufemístico y lo alusivo constituyen, como se conoce, recursos para burlar el mal decir, los tabúes, lo grosero o sicalíptico, y también algunas puyas políticas o burlescas algo conflictivas. No es una práctica nueva, y tiene mucho que ver con nuestra identidad, desde los tiempos de la colonia.
El quehacer poético estructurado con estos escamoteos, bien se trate de improvisación o escritura, da origen a una sinonimia infinita que, en el caso de las semejanzas eróticas, se sustenta en una proximidad morfológica de inagotables variantes. Lo relacionado con lo fálico o vaginal —en otras ocasiones lo he señalado— [3] tiene representaciones en cualquier objeto, vianda, fruta, dulce, ademán… La cabilla, la mandarria, el mandao, la yuca, el hierro, la papaya, la panocha, la chancleta, el pastel, el pepino, el pirulí… cobran cualidades anatómicas. De la misma manera, lo referido a la cópula se sustituye por numerosos verbos, entre los cuales sobresalen “meter”, “mandar”, “templar”, “pisar”, o por acciones intraducibles como “el fuiki-fuiki”, “el quimbe” o “el pirabo”.
La reciente aparición del volumen Decimerón, compilado por Yamil Díaz Gómez, por primera vez dio la nota editorial de esos temas con la asunción descarnada de lo que llamamos palabrotas. La popularidad del libro, más allá de algunas reacciones puristas de rechazo, certifica una madurez cultural en nuestro pueblo que hace posible que un proyecto como este se convierta en hecho público, e incluso, tras obtener el llamado Premio del Lector, se reedite de inmediato.
No obstante, también en ese desacralizador recorrido, el antólogo rindió tributo al método del “no decir”. Veamos si no este ejemplo:
En una fiesta en el Congo
conocí a una negra conga
que se mandaba una tonga
de gusto en el borondongo.
Enseguida le propongo
salir a bailar pachanga;
le enseñé la burundanga;
empezó a bailar la rumba;
¡y al poco rato Lumumba
estaba entrando en Katanga![4]
¡Cuánta polisemia y picardía! ¡Cuántos sobrentendidos!: “borondongo”, “burundanga”, “Lumumba” y “Katanga” no son lo que son, pues en alas de la malicia concretan un encuentro sexual de gracioso pintoresquismo. Incluso los dos últimos términos adquieren otra connotación, con origen en la Historia si recordamos que Katanga fue la provincia donde se generó la secesión que dio al traste con el gobierno y la vida del prócer Patricio Lumumba, quien nunca pudo entrar a ese territorio. No hay una sola mala palabra, todo son insinuaciones, subtextos, realidades paralelas.
Sorprende que esas joyas del ingenio sean producto de la imaginación popular. El costumbrismo hace lo suyo, sobre todo en las composiciones cuyo escenario es el campo, aunque en los últimos tiempos se hayan desplazado hacia las periferias citadinas y, cada vez más, hasta los centros urbanos.
En aquellos ámbitos rurales, la zoofilia jugaba también su papel, sobre todo para la iniciación sexual de los adolescentes. No es raro entonces que a una joven de admirables proporciones la piropearan con joyas como: “Quién te pusiera la herradura, potranca, para sentir tu patada”. Lo grueso del chascarrillo desentona un tanto con la fineza de los poetas que vengo elogiando, expertos en sortear lo chocante. Un buen ejemplo de esto último podemos hallarlo en la antología de la décima humorística cubana Yo he visto un cangrejo arando:
“La mula del poeta”
En estos tiempos de agua
que se han presentado aquí,
quien tenga una mula así
no tiene que coger guagua.
Con un poco de faragua
ya está el asunto arreglado,
y en este sitio intrincado
ni un intelectual calcula
lo que resuelve una mula
a un poeta divorciado.[5]
Un ejemplo que ilustra también cuánto se han trasladado a las ciudades los códigos rurales lo presencié en la ciudad donde vivo, donde una persona pregonaba en la feria agropecuaria, insistentemente y a viva voz: “¡Vaya, yerba pal caballo!”. Su oferta, por supuesto, no era yerba sino Viagra. Como en Santa Clara vivimos aún, del período especial a esta fecha, la era del carretón, el hombre tenía su coartada para salir del paso si acaso algún policía o inspector lo interceptaba: los vendedores de yerba realmente existen, y reportan utilidad social.
No son los nuestros los coches de Bayamo, Cárdenas o La Habana Vieja: son los bastos carretones que, mal o bien, han paliado las carencias del transporte urbano y que, en los momentos actuales de restricciones que nos impone el bloqueo, reviven su agosto. Ante el duro trato que los carretoneros les dan a sus bestias, con azotes y gritos, un amigo humorista me pasó una definición de “carretón”, tan ingeniosa que la reproduzco: “vehículo de tracción y conducción animal, incluso seminteligente siempre que demos por descontado al conductor”. Buenas décimas se han escrito también sobre el asunto, pero de momento me abstengo de ejemplificar.
El ingenio popular, bien sea en verso o en prosa, siempre nos sorprende y nos da lecciones. La galería de décimas que incluyo más adelante ilustra las ideas que expresé sobre esa elegante técnica de sustituir una palabra por los más inesperados sinónimos en pos de una lectura cómplice, llena de dobles sentidos.
Galería de Décimas[6]
“La máquina de coser”
1
Fui a visitar a una isleña,
muy vieja y amiga mía,
a una casa que tenía
de tablas, pero hecha leña.
La sala era muy pequeña,
solo un cuarto desahogado
y un catre desbaratado,
propiedad de su marido
antes de haber fallecido
por un gripe mal cuidado
2
La vieja tuvo renombre;
yo desde joven sabía
que era modista y hacía
ropa de mujer y hombre.
Y me dijo: “no se asombre
que hoy quiero un favor, pepillo”;
pero no era tan sencillo:
era empujar y meter
la máquina de coser
al cuarto, por un pasillo.
3
El pasillo estaba estrecho,
oscuro; no se veía:
era largo; y ya tenía
que darle al asunto el pecho.
Yo me puse más derecho
que una vela en realidad;
me dijo: “ten voluntad,
empuja con decisión”,
y en el primer empujón
la metí hasta la mitad.
4
Singer y sin engrasar;
era de hierro una bola;
está claro que ella sola
no la podía empujar.
Meterla en aquel lugar
era un sacrificio hondo,
pero otra vez correspondo
con fuerza y con decisión
y en el segundo empujón
casi la meto hasta el fondo.
5
Yo por irme estaba loco,
pero ella no renunciaba
al pedazo que faltaba
aunque ya faltaba poco.
Nuevamente me coloco
al lado de la gaveta;
ella me dijo: “la meta
es meterla en el rincón”,
y en el tercer empujón
sí se la metí completa.
6
Bueno, acabé sin resuello
y agotado de empujar;
no me quisiera acordar
ni un momento más de aquello.
Casi que fue un atropello
tanto empujar y meter,
pero ustedes van a ver
que en esta vida compleja
yo no le empujo a otra vieja
la máquina de coser.
Héctor Peláez, Camagüey.
“La carnicería”
1
Llegué a la carnicería
y el atento carnicero
iba a atender con esmero
la inquieta marchantería.
Entre tanta algarabía
trabajaba, no sé cómo,
y al fin dijo con aplomo:
“los huevos no pueden ser;
hoy solo vengo a vender
lengua, rabo, y sobre lomo”.
2
”De ayer me quedó costilla;
también me queda un chorizo
que la fábrica lo hizo
que parece una morcilla”.
Dos viejas y una pepilla
quisieron comprar primero;
la más vieja al carnicero
pidió: “no te pongas bravo
a mí me das lengua y rabo
que yo costilla no quiero”.
3
Ahora viene lo mejor:
una joven fuerte y quieta
puso dinero y libreta
encima del mostrador.
“Carnicero, por favor,
la cosa debe ser justa
así nadie se disgusta;
yo no te hago compromiso,
pero enséñame el chorizo
primero, a ver si me gusta”.
4
El carnicero sacó
al chorizo del lugar
donde lo suelen guardar
Y entero se lo enseñó.
Ella lo vio, lo tocó
y, cerrando el compromiso,
le dijo: “es mío el chorizo”;
se vistió muy elegante,
pero de ahí en adelante
sí yo no sé lo que hizo.
5
Lo que yo sé es que en la cola
fue tremenda la protesta
por una vieja indispuesta
que de humo era una bola.
“No te diste cuenta, Lola,
que esto aquí es un despilfarro;
ni que uno fuera un cacharro;
igual que siempre lo hizo
ese hombre le da el chorizo
a la que está mejor carro”.
6
“Cállate, por Dios, Tomasa,
que tú, cuando joven fuiste,
los chorizos que cogiste
no caben en esta casa.
Y ahora que el tiempo se pasa
sin que nadie lo detenga
cuando ese infeliz no tenga
ni chorizo ni costilla:
tíratele a la morcilla
que hay que coger lo que venga”.
Neno Fernández, Camagüey.
“El pollo de Dulce María”
1
Hay poco Dulce María
veinte pesos me pidió
a la vez que me mostró
un pollito que tenía.
Y aunque el pollo todavía
no estaba en su desarrollo
ella me dijo: “Don Goyo,
yo, para el mes venidero
le devuelvo su dinero
o le pago con el pollo”.
2
Pasaba el tiempo, pasaba,
y yo al ver que no venía,
visité a Dulce María
para ver si me pagaba.
Por cierto, al llegar, estaba
bañándose en un arroyo,
y al verme dijo: “Don Goyo,
no he podido resolver,
así que voy a tener
que pagarle con el pollo”.
3
Añadió “está bien plumado,
tiene una bonita cresta,
y yo como sé que apesta
lo mantengo perfumado.
Muchas veces lo he bañado
aquí en este mismo arroyo,
y aunque me buscara un rollo
tremendo con mi marido,
ya lo tengo decidido:
le pagaré con el pollo”.
4
De allí fuimos a su hogar
y cuando me lo mostró
asombrado dije: “¡Ñoooo,
qué bello está el ejemplar!”
“Pues no hay nada más que hablar;
el pollo es suyo, Don Goyo,
y aunque caiga en un atollo
para complacer su asedio,
no me queda más remedio
que pagarle con el pollo”.
Vicente Martín, Villa Clara.
Qué manera de reírme hermano. Cuánta gracia y sabiduría. Abrazo grande.
Gracias hermanos cubanos por esta semblanza de una práctica poética que tiene una gloriosa tradición en toda Nuestra América.
Y bravo por La Jiribilla!
Su hermano peruano, desde Francia.