La exposición El gran jardín, de la fotógrafa Lizette Solórzano, inaugurada en la Galería Villa Manuela de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, Uneac, tiene una primera intención: demostrarnos, al margen de toda literatura histórica, que la evolución de la fotografía desde su creación como primera imagen técnica hasta nuestros días, ha sido también portadora de aquellas experiencias estético-comunicativas que ha compartido con otras manifestaciones de las artes visuales. A la medida del desarrollo científico-técnico de cada época, la mejor imagen fotográfica no ha pasado por alto las posibilidades expresivas propias de las artes plásticas, sin dejar por ello de dar testimonio fidedigno de la realidad.

En El gran jardín, nuestra artista da fe de ello, si tenemos presente su dominio de las diferentes técnicas y manejos de la imagen en ese laboratorio a oscuras donde, paradójicamente, se plasma la escritura de la luz.

Sin pasar por alto los apremios de una sensibilidad que la llevará por diferentes etapas creativas, desde un enfoque inteligente de la realidad social circundante, hasta aquellos detalles más íntimos, en apariencia triviales, insignificantes para el que no sabe ver, que hacen del color de una flor o el engarce de una rama en la floresta la razón de un sentimiento inequívoco de vida plena.

La exposición de Lizette Solórzano puede disfrutarse en la Galería Villa Manuela, de la Uneac.

A esta concepción ha llegado la Solórzano a partir de su experiencia personal con aquellos padecimientos físicos, existenciales y sociales por los que ha transitado —y aún transita— nuestra especie, como pandemias y períodos socioeconómicos de agónica continuidad, cuál de ellos más difícil para una patria cuya aspiración martiana no solo la manifiesta como humanidad, sino también como cultura.

Los atajos de estas imágenes son disímiles; pero todos concluyen en un mismo desvarío de belleza, un entresijo comedido donde el color se aviene con la poesía de San Juan de la Cruz, Dulce María Loynaz y Bob Dylan.

Más allá de la línea, del límite, la Solórzano se explica por sí sola en sus obras, en razón de un acto de fe, de vida, que ha recorrido etapas de encuentros y desencuentros, aunque sin dejar por ello de transitar por ese espacio insospechado de posibilidades, que la ha llevados en unos años del cuarto oscuro al gran jardín.