El epitafio de Colliure
Colliure, Francia, 1959. Homenaje a Antonio Machado en su última morada, donde hasta el día de hoy ha reposado como “polvo enamorado”, al decir de su admirado Francisco Quevedo. En plena era del franquismo, una foto generacional que evoca una influencia generacional: junto a Blas de Otero, poeta de la posguerra, José Agustín Goytisolo, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald, Ángel González, y un desconocido, como en todo retrato de familia que se respete.
Sumando las ausencias de Francisco Brines, José María Valverde y Claudio Rodríguez, en esta imagen histórica aparecen mezcladas tendencias, singularidades, afinidades y diferencias, el aura de lo que ha quedado en la literatura española como “El grupo poético de los 50” o “La generación del medio siglo”. La experiencia común de estos poetas fue el desierto de la posguerra, primero la civil y después la mundial, de donde tampoco escaparon, pese a la ambigüedad del franquismo alineado en el bando de los fascistas, y cortejando al final de la guerra a los aliados; esto marca la infancia y la primera juventud de todos ellos.
Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez eran sus influencias tutelares, con el antecedente inmediato de una poesía que se debate entre la temática religiosa, donde trascendería uno de sus coetáneos más respetado, José María Valverde, una poesía agónica como es la de Blas Otero, y la llamada poesía social de Gabriel Celaya, quien debe su cuota al existencialismo.
“Ya don Antonio estaba herido de muerte, caminaba ayudado por su familia, enfermo del asma y el corazón, pero sobre todo del alma, pues como él mismo reconociera, tempranamente envejecido para sus poco más de sesenta, que ‘son muchos años para un español’”.
El pasado 26 de julio se conmemoraron ciento cincuenta años del natalicio de don Antonio Machado y el próximo febrero de 2026 se cumplirán ochenta y siete de su muerte en aquel pequeño pueblo francés, a donde llegó -abrumado por las realidades históricas nacionales y universales, y las angustias personales- unos días antes refugiado con su familia tras la caída de la república española. Después de atravesar la frontera en circunstancias ingratas, rotos los sueños y las esperanzas, y sufriendo la hostilidad del invierno, la naturaleza y de las autoridades del país vecino —cómplice de los franquistas en su engañosa neutralidad─, recalaron en un hotelito en dirección al mar, en un lugar todavía hoy gratamente paradisíaco y lejos por esos días de los horrores de la guerra. Machado le comentaría con sinceridad dolorosa, a propósito de tan agotador trayecto, a un amigo que lo visitara en Colliure: “Materialmente, no hubiéramos podido llegar más lejos” [1].
Ya don Antonio estaba herido de muerte, caminaba ayudado por su familia, enfermo del asma y el corazón, pero sobre todo del alma, pues como él mismo reconociera, tempranamente envejecido para sus poco más de sesenta, que “son muchos años para un español”, y cuando sus “vísceras” se habían “puesto de acuerdo para no cumplir su función”. Estudios posteriores, basados en datos “clínico-literarios” dados a conocer en la actualidad, revelaron el padecer de una hipertensión pulmonar que generó en una insuficiencia cardíaca ─conocida en aquellos tiempos como “asma”─, y su fallecimiento fue a consecuencia de “una bronconeumonía panlobar bilateral de tipo bacteriano y con un marcado enfisema por su tabaquismo, según la autopsia virtual realizada por el patólogo, Juan Manuel Ruiz Liso, director de la Fundación Científica Caja Rural” [2].

“Machado apenas sobrevivió unas pocas semanas en su efímero exilio”. El autor en la sepultura de Antonio Machado. Fotos: Cortesía del autor
Cerca de medio millón de refugiados cruzaron desesperadamente los Pirineos en unas pocas semanas escapando de las huestes de Franco y sus aliados fascistas, en lo que todavía hoy se reconoce en Francia por su nombre español: La Retirada. El poeta Tomás Segovia, con el que compartí unos días en Londres en 1997 durante un festival de poetas latinos, hacía años convertido en un respetable autor que allí representaba a su patria de adopción, México, y no a su país natal (alguna vez escribió: “no pertenezco ni a un país ni a otro…creo que fue así mi destino”), me habló con su estilo lacónico sobre estos sucesos cuando fue un niño, pues no había cumplido los doce años al padecer aquel exilio que describió en sus memorias de la diáspora como un evento doloroso, que tuvo como escenario principal esos aparentes “campos de refugiados” que no eran más que de “concentración”, creados por la administración francesa y donde fueron confinados los hasta ayer defensores de un gobierno legítimo.
Machado apenas sobrevivió unas pocas semanas en su efímero exilio. “Los cuatro últimos días del poeta fueron interminables con disnea, desorientación temporo-espacial, delirios y una marcada opresión torácica como consecuencia de su insuficiencia cardiaca hasta entrar en coma” [3], y fallecer unos instantes después. Una señora francesa que los había acogido en la mercería que atendía fue la que cosió la bandera que cubrió al poeta el día de su muerte —“el único conocimiento irrepetible que el hombre adquiere”—. Fue a las tres y media de la tarde del 22 de febrero de 1939, Miércoles de Ceniza, y como recuerda un cronista de estos tiempos “horas antes de que llegase la carta de la Universidad de Cambridge ofreciéndole el puesto de lector”. Invitación que le había anticipado su amigo el diplomático español Luis Álvarez Santullano. Como ha investigado en el presente Mercedes de Lecea, sobrina nieta del poeta, “él nunca llegó a recibir la información oficial por parte de la Universidad, pero Santullano en su última carta comunicó que le iba a llegar la propuesta (…) En aquellos días su preocupación esencial, el motivo esencial de sus pensamientos era su futuro, esa incertidumbre por su familia, de la que se sentía responsable, es la que ocupa su cabeza” [4]. Pero ya su destino estaba definitivamente marcado junto a su pueblo y en el sitial más alto de la literatura de la lengua, inmortal como en la vigorosa metáfora que escribiera de que “ayer es nunca jamás”.
“… él cumplió como poeta y como ciudadano con la sentencia que pusiera en la voz de Juan de Mairena, ’por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre’”.
En diciembre de 2001 visité la tumba del poeta en el cementerio de la localidad, modesta necrópolis que recuerda los versos de Thomas Gray en su “Elegía en un cementerio de aldea”, cuando describe la belleza desamparada e íntima del camposanto como los breves y sencillos anales de los pobres. Allí estaban depositados, más bien dispersos, varios ramos de flores ya fueran envueltas con el papel de la tienda donde se compraron o simples flores silvestres dejadas con la veneración del visitante anónimo; algunos poemas como cartas —versos suyos y ajenos—; pequeñas acuarelas y algunas inscripciones en madera o piedra que le rendían tributo. Hoy se mantiene esa tradición de las flores, los versos, las pinturas, las más vario pintas inscripciones y ofrendas. Su tumba es la primera que se ve al entrar al recinto mortuorio, y la que sigue convocando a numerosos peregrinos.

No siempre estuvo ahí. Hasta julio de 1958, según se testimonia, “sus restos ocuparon un nicho cercano (…) el poeta fue trasladado al lugar definitivo después de que el Ayuntamiento de Colliure regalara el terreno y un comité (…) promoviera una colecta a la que contribuyeron, entre muchos otros, Albert Camus, René Char, André Malraux y Pau Casals. El músico (…) estaba por entonces en Prades, a una hora de aquí, y se ofreció a tocar en el segundo sepelio: ‘Como la familia no quería actos públicos, Casals vino a las pocas semanas y tocó el violonchelo con el cementerio vacío’”. Otra fantasmagórica metáfora machadiana.
Meses después, en el invierno de 1959, coincidiendo con el veinte aniversario de la muerte de Machado, se realiza esa foto que menciono al principio, reproducida en cualquier historia de los intelectuales de la generación de los 50. Y junto a esos y otros nombres ilustres están las fotos y los recuerdos de las decenas de miles de visitantes anónimos, que como yo junto a Miguel, la hija de Aurelio y por “el azar concurrente” mi buena amiga Leonor, justo el nombre de quien fuera el eterno amor del poeta, contemplamos aquella tarde del siete de diciembre de 2001 la sepultura, donde aún se pueden evocar las notas de Casals en el silencio del recinto, que hace realidad el verso machadiano que “no todo se lo ha tragado la tierra”. Porque él cumplió como poeta y como ciudadano con la sentencia que pusiera en la voz de Juan de Mairena, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”. De ahí que esa tumba sea para sucesivas generaciones un símbolo puro del dolor del exilio republicano y la España profunda que reivindica hasta el presente su gran obra, obra que trasciende signada por la sabiduría popular y el compromiso humano. Consecuente con lo que reza en su epitafio: “Y cuando llegue el día del último viaje, /y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, /me encontraréis a bordo ligero de equipaje, /casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Notas:
[1] Eva Saiz. “El destino final de Machado era un exilio en Cambridge” (El País, 28 de febrero de 2022).
[2] “Antonio Machado falleció por una bronconeumonía bilateral”. (Agencia EFE, 17 de febrero de 2022).
[3] Antonio Machado falleció por una bronconeumonía bilateral”. Ob. Cit.
[4] Eva Saiz. “El destino final de Machado era un exilio en Cambridge”. Ob. Cit.

