Su destino final: /oscuros trazos clavados en una página /los cuales quizás despierten el punto de maravilla /en una persona /haciendo en ese minuto cualquier cosa: /un acto de amor, tomando una taza de té /(o acaso sin existir)
Domingo Alfonso (“La espiral eterna”)
Soy testigo en primera línea de la amistad y la admiración mutua que existió entre Roberto Fernández Retamar y Domingo Alfonso. Alguna vez Roberto especuló cordialmente con el título de la conocida novela de Chesterton, El hombre que fue jueves, para declarar su afecto a “el hombre que es Domingo”. Retamar en otra ocasión, contestando a una misiva en la cual se criticaba duramente un libro del autor que era de sus simpatías daba, entre otros, los siguientes argumentos para debatir sus diferencias: “Los gustos son millonarios. No sé, por otra parte, si son ustedes o no lectores habituales de poesía. El arte como el deporte, requiere entrenamiento. Nadie puede jugar ajedrez o apreciar debidamente la pelota sin un entrenamiento más bien largo. No es extraño que lo mismo le ocurra a la pintura o a la poesía”. Por cierto, el beisbol sería otra afición que compartieron, como los sueños de arquitectura en uno, que sería profesión en el otro.
En los primeros versos de “Danza de los oficios”, Alfonso, que comienza con una cita de José Lezama Lima ―“En la noche, disfrazado de peluquero, nadie me reconocía”―, recrea, tal vez inconscientemente, la imagen del “pelotero bizantino” lezamiano, como reminiscencia de lo carnavalesco que Lezama plasma en poemas clásicos como “Muerte de Narciso” (“El espejo se olvida del sonido y de la noche/ Y su puerta al cambiante pontífice entreabre”). Divierte al poeta la siguiente asociación: “El primero es el Obispo; pero esta vez, para mi sorpresa/en vez de la mitra viste gorra de pelotero /Su camisa de púrpura lleva bordada una cruz de plata /y en sus ojos se descubre al anciano bondadoso…”
Hace años publicamos en La Gaceta de Cuba,[1] una antológica crónica beisbolera del hijo de las llanuras matanceras, tierra de peloteros. Crónica que reproduje con su complicidad en mi libro sobre esa temática, y de la que cito en extenso los primeros párrafos, como ejemplo de esa simiente de su aprendizaje sentimental ―“En mi vida, desde niño siempre he sido aficionado y amante del beisbol”―:
Al mirar un juego de base-ball (la pelota), algunas veces la memoria me conduce hacia un pasado lejano, allá por 1942 o 1944, a mis siete o nueve años, en el patio trasero de aquella casa en Jovellanos, donde nací.
Casi debajo de los elevados, era un solar de forma triangular, donde mi abuelo sembraba maíz dos veces al año, limitado en uno de sus costados por el terraplén de la línea de ferrocarril de Jovellanos a Navajas, mis amigos y yo jugábamos sorteando las irregularidades de los surcos, con pelotas de goma; pero soñando con tener algún día las verdaderas, tal y como se usaban en la “Liga de Pedro Betancourt”, donde Jovellanos tenía, (como principal novena) al “Deportivo Gravi” (nombre de la fábrica local de jabones, pasta dental y artículos de tocador). De esta liga, antes famosa y hoy entre sombras, salieron verdaderas estrellas.
En una de sus dedicatorias, “con mucho afecto”, me recordó que éramos “coincidentes en muchas cosas: la poesía, el base-ball and mothers”, en alusión también a nuestra conspiración en celebrar si de damas se trataba. Pues nos acompañaba la divisa martiana de: “Yo quiero vivir, /yo quiero, / ver a una mujer hermosa”.
“Ahora queda la memoria del hombre y el amigo bueno que fue Domingo”.
Sus primeros libros, Poemas del hombre común e Historia de una persona, fueron una lectura entusiasta y formativa de mi promoción, o por lo menos de aquellos bisoños escribientes que nos reuníamos cada sábado a principios de los setenta en la casona de H y 17. Esos poemarios tributaron de forma singular al coloquialismo que signó a la llamada “Generación de los año 50”, pero en su caso, el diapasón creativo fue mucho más amplio y heterodoxo, provocador en sus claves más desenfadas del erotismo, del humor o de lo cotidianidad más auténtica.
Así lo corroboran títulos como Libro de buen humor, Vida que es angustia, Antología casi final & En la ciudad dorada, El libro principal & Un transeúnte cualquiera, a los que se podrían agregar otros, según el parecer de cada lector. Enriquito Saínz,[2] uno de nuestros buenos y queridos amigos comunes, escribió en su excelente prólogo a El libro principal…, al comentar cómo en su poesía el diálogo pleno entre la realidad y la ficción, alcanza a ser “expresado como una plenitud que el poeta había alcanzado en su diálogo con la realidad (…) que las palabras pueden testimoniar, no transformar: la pérdida del placer, emergente siempre con la presencia de la devastación, la conciencia de la muerte que vemos aparecer una y otra vez en sus poemas más intensos”.
Y en otro momento nos recuerda en ese texto: “Su concepción radicalmente inmanentista de la existencia, con sus caminos luminosos y oscuros, los senderos claros o sombríos, lo convierten en un representante de lo que pudiéramos llamar la microvida (…) cuyas figuraciones esenciales quedan en la zona del misterio, en un más allá indescifrable”. Lectura transversal y a la vez de auténtico calado de sus demonios, angustias y la conciencia de lo eterno y perecedero, que incluye el paisaje doméstico, el código callejero o la más trascendente de las cavilaciones líricas.

Su poesía, que podía ser existencial y desenfada, y sorprendernos como una herejía en lo erótico y el día a día del hombre común, nunca renunció en su hechura de lírico irreverente, al magisterio de un romántico por excelencia como fue su admirado José Ángel Buesa, al que tuvo la oportunidad de tratar ―“Buesa me habló de buscar ‘la esencia de la Poesía’”―.
Domingo fue muy cercano a mi familia. Arquitecto como mi esposa, siempre debatían ―café mediante―, sobre ese tema en sus frecuentes y cálidas visitas a mi casa, aprovechando sus escalas regulares a la vecina, para nombrarla con toda su prosopopeya, Unión Nacional de Arquitectos e Ingenieros de la Construcción de Cuba, radicada en Humboldt esquina a Infanta.
Se fraguó entre nosotros un afecto natural que se resume, como recuerda mi hija, cuando en otra generosa dedicatoria menciona a mi familia y me enorgullece al reconocerme como “uno de mis buenos amigos en esta vida”. Correspondencia que me motivaría a reproducir como pórtico en una antología de mis textos ―publicada hace casi un cuarto de siglo[3]―, estos versos que me dedicara, y que tituló como una provocación que quise subrayar para un hipotético lector, “Para esa alma, que leerá estos renglones”: “Sus ojos /recorriendo las letras dispuestas /suyas, unas después de las otras /a fin de que se descubra /Aquello que he buscado /toda una vida en vano”.
“Su poesía, que podía ser existencial y desenfada, y sorprendernos como una herejía en lo erótico y el día a día del hombre común”.
El trato delicado y respetuoso que siempre le caracterizó ―como una lección permanente de decencia―, no lo llevaba a escamotear los avatares más prosaicos y sensibles del “corrosivo cotidiano”, como diría una amiga académica. Consecuente, autor y obra se integraban en un todo orgánico. Por su naturaleza tenía a mí entender un componente que era consustancial a su escritura, de ser a la vez pesimista y entusiasta de la vida, enamorado y escéptico, con la inteligencia, la angustia y la ternura propia del hombre de bien. Por eso tal vez con sabiduría diría en una entrevista cuando cumplió 85 años: “El poema, como la muerte, nos puede sorprender en cualquier momento”.[4]
La última vez que nos vimos fue el pasado diciembre de 2024, en un encuentro de poetas cubanos y españoles. Conversamos un buen rato, con el afecto que siempre nos profesamos. El pasado 20 de septiembre, a unos días de haber cumplido los 90, lo llamé a su casa, pues hacía meses no tenía noticias directas suyas. Me sorprendió no me saliera nadie al teléfono, y le pregunté a un cercano de ambos, pero este nunca me pudo dar noticias. Aunque soy un ateo convencido, quiero pensar que mi interés en comunicarme con él respondió a un extraño presentimiento.
Ahora queda la memoria del hombre y el amigo bueno que fue Domingo. Y el poeta que seguirá siendo, más allá del instante efímero que es nuestro tránsito terrenal, al sobrevivir como en una espiral eterna entre los que lo conocimos hoy y los que lo leerán mañana.
Notas:
[1] Domingo Alfonso. “Al mirar un juego de beisbol”: La Gaceta de Cuba, no. 3 mayo-junio 2015, pp. 6-7.
[2] Enrique Saínz. “Domingo Alfonso. La palabra y la memoria”. Prólogo en El libro principal & Un transeúnte cualquiera. Editorial Letras Cubanas, 2008. P. 8.
[3] Norberto Codina. Cuaderno de travesía. Antología. Ediciones Unión, 2003.
[4] Madeleine Sautié. “Junto a nosotros estará su poesía”. Granma, 13 de octubre de 2025.


Magnífico poeta y persona decente y amable. Fue muy generoso conmigo al comentar alguno de mis textos. Mereció más reconocimiento por la calidad de su universo poético