“El poco tiempo […] para todo lo que amamos”
He leído En el año del conejo como quien puede leer los signos de otro modo, en su universo, en su relación internamente textual y a la vez advirtiendo —o en ciertos casos incluso adivinando— su correspondencia con personas, cosas, realidades concretas y, en virtud de la amistad, conocidas. Algo de ese conocimiento, el del poeta mismo y el de algunos de los seres que ama, el de sus pasiones y sus libros, me entrega rostros y formas precisas: una terraza, por ejemplo, desde la cual se ve el “atlas” de la ciudad, “las calles que despiertan”. No me aturde sin embargo el discreto privilegio, como para no distinguir que algo de esa familiar cercanía brota también de la transparencia de las propias palabras, de su registro de gestos y episodios cotidianos, de la sencillez del coloquio y de la forma en que se trenzan el lenguaje y la vida.
“Algún día seremos solo palabras”, dice la voz poética, y uno intuye en la declaración el compromiso, la adelantada tarea de salvar cuanto está destinado a perderse. Para Jorge Boccanera, cabría colocar en este y los anteriores poemarios del autor el subtítulo de álbum, “ese libro blanco [apunta] donde solemos guardar anotaciones, fotografías, postales, estampillas, cartas, hojas secas de arce con tonos del ocre al borravino y programas de funciones de cine o alguna tenida deportiva; vale decir, todo aquello que nos conmovió alguna vez y dejó huella en nuestro asombro”; pero antes que de un repertorio misceláneo de recuerdos, creo que se trata más bien aquí de un ámbito animado de escenas y secuencias, de un espacio de proyección donde la imagen continúa sucediendo y donde la madre separa aún las capas de cebolla.
“‘Algún día seremos solo palabras’, dice la voz poética, y uno intuye en la declaración el compromiso, la adelantada tarea de salvar cuanto está destinado a perderse”.
Textos antológicos como el aludido (“Una cáscara de cebolla puede ser”) o como “Un poema de amor, según datos demográficos” o “Mi madre nació junto a Ingrid Bergman”, con otros de escritura más reciente, denotan en conjunto el recuento, la revisión crítica de un corpus poético que ahora se ofrece como síntesis acaso decisiva. El tono general, por encima de una u otra humorada —la del epígrafe del “gallo tuerto” que es Norberto o la de “Vida, pasión y muerte del epigrama”–, resulta reflexivamente grave, atravesado en ocasiones tanto por la desoladora certidumbre del fin, como por la tozudez, a lo Edna St. Vincent Millay, de no resignarse. “La consciencia de las pérdidas”, “Salmo y demonio”, “Mi amigo el relojero”, “El leve viaje de la sangre” dan testimonio. La fe del ateo es la fe más tenaz: afirma —con la cita de Faulkner— que “El pasado nunca está muerto”, que “Ni siquiera es pasado”; cree “en nuestra profunda condición terrenal, / tan perecedera como una gota de mercurio / y menos que un guijarro, dócil figura sometida al mar”; se resiste a sabiendas de que “Es el fragmento de un crepúsculo lo que somos”.
En varios poemas la gravedad se manifiesta igualmente como “ensombre”, ese término del atormentado Raúl Hernández Novás que reaparece en “Cálamo”. Una dinámica de luz y de sombras articula la percepción: “La ‘línea de plata’ que hay entre la oscuridad y mi cuerpo, / el ojo que todo explora y nada ve y el otro / quebradizo / donde se deposita la penumbra ligera de mis sentidos” (“Silver lining”) o el avance “por las paredes como la niebla / donde se cruzan representaciones / luminosas y ausentes como la corona boreal” (“La conciencia de las pérdidas”) o “la sombra de un niño que se alarga / tanteando, como quien roza apenas / las paredes y el aire / de esa casa fantasmal en sus luces” informan un drama íntimo que el sujeto enfrenta —y he aquí las fuerzas positivas de su fe— con las potencias perdurables de la memoria y del amor.
“De los poemas de amor que en estas páginas remiten sobre todo al nombre de Gisela, me detengo en particular en la estremecedora y desnuda confesión de ‘La tarde queda al sur, estamos solos’”.
De los poemas de amor que en estas páginas remiten sobre todo al nombre de Gisela, me detengo en particular en la estremecedora y desnuda confesión de “La tarde queda al sur, estamos solos”. Versos de experiencia, sin falsía retórica, en los que, como en “Pandémica y celeste”, de Jaime Gil de Biedma, el suave, melancólico temblor que añade el tiempo está fundido a la presencia y el cuerpo queridos:
Justo cuando la ciudad se disuelve en la memoria,
sobre la alta techumbre de los edificios
y los campanarios,
ha vuelto el recuerdo persistente de aquella noche
íntima y vastísima en que nos conocimos,
noche que crece en sus cavilaciones y comienza
a henchir los veneros del alma
que dudan con su nocturna servidumbre
de nostalgia,
cada soñolienta tarde de domingo.
Cada habitación que nos vio envejecer
y renovarnos,
cada amigo, cada existencia querida que perdimos,
cada Elsa y cada Pedro, cada barrio,
cada hija errante y presente, eterna aura,
(Cuando salió de la Habana, válgame Dios…),
cada bebida que vimos correr,
sintiendo que la felicidad es este intervalo,
este fugaz roce mientras actuamos con el favor
de la soledad,
como la voz herida, la voz de gente
que reclama no puedo ser feliz no te puedo olvidar…
en nuestros largos domingos vacíos.
Ciclos de maduración y experiencia, de los que emerge, asimismo, a ratos, una suerte de franca sabiduría que nos descubre que “La costumbre y el sexo / a veces se confunden” (“Se alarga en la sombra de la lámpara encendida”), que la conversación con los amigos es “un acto de resistencia contra el tiempo” (“Mi amigo el relojero”), que “También en el estiércol el hombre se interroga” (“El leve viaje de la sangre”) y que también nosotros cargamos en los hombros “una pobre isla que pretende ser un continente” (“Tenemos la edad de los peloteros que hemos visto jugar…”).
El tejido de la existencia, por el cual misteriosamente se conectan la madre e Ingrid Berman y Rosa Parks, Mariano Brull, Matthew Arnold y el primer artista (“El dibujo más antiguo”) o el fanático del beisbol y aquellos colosales jugadores desaparecidos, es en última instancia lo que importa: el increíble, intenso, amado e incesante flujo del vivir que jalonan años de plenitud como el año del conejo.

