Aunque no tuve el gusto de conocer personalmente a Almudena Grandes, fui tocada por la gracia de cumplir la petición que me hiciera la directora de la Editorial Arte y Literatura hace doce años, al presentar, en un Sábado del Libro, su novela El corazón helado, editada por el Instituto Cubano del Libro. Era perfecta la ocasión para que tan brillante escritora nos visitara, y contar con su presencia, de modo que constatara una vez más cuántos seguidores y seguidoras tiene en esta Isla, pero no lo quiso así el destino, como dicen los boleros, y nos quedamos prestos para otra oportunidad, que lamentablemente ya no ocurrirá.  

La Calle de Madera, nombre que recibe la hermosa entrada al Palacio de los Capitanes Generales (donde vivían, como su nombre indica, los jefes Peninsulares que La Corona designaba como mandatarios en Cuba), y sitio de los lanzamientos sabatinos, estuvo repleta de lectores y lectoras el día 14 de julio de este año 2012, algunos de los cuales eran descendientes de españoles, como es frecuente en Cuba. Muchos preguntaron por la novela suya que antes publicó la misma editorial (Malena es un nombre de tango), pero en su momento fue tan bien acogida entre nosotros, que ni en la más recóndita librería queda un ejemplar disponible.

“Reseñaré esta fabulosa novela, El corazón helado, en aras de que el público no deje de buscarla. Curiosamente, la narradora reserva el uso de la primera persona para la voz de un hombre: el más digno de la familia Carrión Otero, contrario a lo que se espera cuando es una mujer quien escribe”.

A manera de homenaje, debo decir que celebro su probada destreza para enlazar una historia con la siguiente sin dejar ninguna arista fuera de lugar, sin que nada parezca forzado en la urdimbre donde se debaten sentimientos contradictorios. Reseñaré esta fabulosa novela, El corazón helado, en aras de que el público no deje de buscarla. Curiosamente, la narradora reserva el uso de la primera persona para la voz de un hombre: el más digno de la familia Carrión Otero, contrario a lo que se espera cuando es una mujer quien escribe. Me parece osado, y muy bien resuelto. Es absolutamente verosímil el trazado psicológico de Álvaro Carrión, así como su deslumbramiento ante Raquel, la misteriosa dama que cambia el rumbo de muchas personas.

La figura de la mujer aparece en varias modalidades desde el punto de vista de la construcción de los personajes que la representan: la madre Angélica, subyugada y al cabo cómplice de las truculencias de su marido, la simpática Mae, desplazada a pesar de su carisma, las abuelas Anita (deliciosa en su papel de mediadora) y, sobre todo, Teresa González Puerto, quien, al estilo de la Rebeca de Daphne Du Murier es un espectro viviente e imprescindible en todo el transcurso de la novela. A medida que avanzamos en la lectura, los hombres (el fraudulento Julio Carrión, el pasional Ignacio Fernández, los hermanos Julio y Rafa Carrión Otero) languidecen, para dejar paso al protagonismo rotundo de Raquel  Fernández Perea y de la desaparecida pero fundamental Teresa, quien es dibujada con un inconformismo a ultranza, quizás resumido en este excelente párrafo, que la describe  en breves palabras: “por mucho que se supiera de memoria la lección de los indeseables vestigios del tradicionalismo reaccionario y clerical que anidan en el subconsciente femenino como pájaros traidores a los que hay que eliminar a toda costa, se sentía más cómoda fuera de casa que dentro”.

La excepción es el rebelde y atípico Álvaro, el  único de la familia que votaba a la izquierda, el único que no trabajaba en la empresa paterna, y el único que no era rubio blanquísimo, quien se deja guiar por sus sentimientos amorosos (ya le dijo El Che Guevara a Carlos Quijano, director del periódico uruguayo Marcha: Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor),  el encargado de descorrer los velos tras los cuales se ocultaban las miserias morales que permitieron la construcción del imperio financiero de su familia.

A pesar de su inequívoca identificación sexual como masculino, este hombre adopta ciertas actitudes que remedan la conducta femenina, lo cual, lejos de hacernos dudar de su impecable perfil como personaje, incrementa la complejidad de su conducta. Intentaré explicarme: su curiosidad (endilgada tradicionalmente a la mujer), le impide pasar por alto la visión casi fantasmal que presenció en el entierro de su padre. Solo eso lo condujo a la urgencia de llegar al fondo de un asunto, que nadie podía sospechar cuán alcance tendría. En esos momentos, su matrimonio funcionaba sin ningún obstáculo, así que no podemos atribuir infelicidad u otros requerimientos a la búsqueda que entabla.  

“…agradezco profundamente a la inolvidable Almudena no solo el placer de la lectura de esta novela cuyos méritos ya he señalado, sino el hecho de permitirnos una visión más íntegra de su España, que es también nuestra”.

Por otra parte, el lazo afectivo que lo ata a su hijo tiene visos femeninos, maternales según el canon histórico. No tiene una hija, lo cual explicaría una relación freudiana, sino un hijo varón, a quien describe a la manera de una madre: nos cuenta de la piel del niño, del olor, de la suavidad de su cuerpo, de la ternura de su mirada, tal como haría (y hacemos) las mujeres con nuestros niños. Aunque este detalle pueda resultar insignificante, a mí me llamó mucho la atención, tal vez porque escribo desde la perspectiva de una madre de hijos varones, acostumbrada a los vínculos establecidos desde siempre entre padres e hijas, madre e hijos, los roles paternos y los roles maternos. Insisto en que se trata de una observación posiblemente carente de importancia, pero que aumentó mi empatía hacia este personaje, porque de cierta forma, sentí identificación con él.

Raquel Fernández Perea, inicialmente portadora de una comprensible sed de venganza, nos recuerda el pensamiento de la escritora norteamericana Bárbara Kingsolver. “Hay un amplio y movedizo terreno entre lo que es justo y la justicia”, decidida a llevar a cabo una estrategia que compartimos gustosamente a medida que vamos conociendo sus ardides. Como lectores y lectoras nos convertimos en sus aliados y aliadas, hasta que sucede el mismo percance que trueca el destino de Álvaro. No quiero contar la novela, en aras de que el público sienta motivación por la lectura, pero es tal mi entusiasmo, que temo haber adelantado ya demasiados detalles.

Para despedirme, solo me queda señalar que le agradezco profundamente a la inolvidable Almudena no solo el placer de la lectura de esta novela cuyos méritos ya he señalado, sino el hecho de permitirnos una visión más íntegra de su España, que es también nuestra. Sin adornos, sin falsos retratos, con dureza y hasta con cierta amargura, nos muestra un auténtico país, que sentimos tan cercano como el idioma que, una vez impuesto, nos pertenece. Se necesita mucho valor para hacer público el oscuro pasado de nuestras historias, para contar qué puede helarnos el corazón, para denunciar abiertamente las malignidades que yacen insepultas en los pantanos de ayer, pero es ese el único camino para intentar la construcción de un mañana mejor. Por todas sus virtudes, por su fecundísima vida, tal como demuestran sus numerosos libros (Las edades de Lulú; Los pacientes del doctor García; La madre de Frankenstein; El lector de Julio Verne, entre otros títulos), el público cubano le debe muchísimo.