La crítica de arte en ocasiones se aferra a categorías que buscan un origen, una genética que le otorgue cierto pedigrí a la obra del presente; sin embargo, existen visualidades que se pueden desprender de cualquier intento por situarlas en un esquema. En esa cuerda pervive —en medio del clima de las artes en el interior de Cuba— la propuesta de Yoandy Roche. Cuando hablo de una atmósfera casi desértica no me refiero a los esfuerzos de los tantos creadores ni a las muchas exposiciones que, con todo el estado de precariedad, realizan las instituciones, sino —faltara más— al poco eco que la ruptura y el arte de vanguardia poseen en un panorama visual que pareciera detenido en un stand by, quizás recordando lo antiguo, la gloria que ya pasó.

Roche no ha querido esperar a que las artes se dinamicen. Ha hecho su obra a contrapelo de no ser el favorito y que no lo premien lo suficiente, incluso que no lo llamen a exponer tantas veces como merece. Más allá de los reconocimientos, el creador encauza su cotidianidad hacia un acto centrado en la iluminación de zonas oscuras y a estas alturas resulta obvio que no va a detenerse. Graduado de la Academia y de la calle de los pueblos cubanos del interior, con el alma puesta en varios oficios, el artista saca el tiempo para pintar a sus seres queridos, los rescata de esa extrema familiaridad que es también una forma de enajenación. Él desearía eternizarlos en sitiales donde se les resignifique. No los ve como siempre, no los coloca en ese exceso de cariño que los deforma, sino que los disfraza, les recrea otra vida, una realidad en la cual la lógica quede trastocada. Roche es deudor de un expresionismo que no cae en lo abstracto, sino que hace de lo figurativo su estornudo de protesta y para eso no le importa incomodar. En sus obras, hay la intención por hacer del mundo consabido un mundo que nadie pueda reconocer, una mueca que en su esencia grotesca nos resulte elocuente, diáfana, disruptiva. No le interesa encajar, sino que las pinturas expresen ese Roche oculto, interno. El arte ha liberado una porción que de otra manera quedaba en el esbozo. A la vez, hay una relectura de los espacios de la familia, los amigos, incluso de aquellos elementos cruciales en los cuales se da el aprendizaje de la personalidad.

“El payaso —arquetipo cercano al carnaval, el circo, lo festivo— funciona como una inversión del mundo”.

Desde la teoría del psicoanálisis, la obra de Roche deviene una exploración de lo que subyace, de ese subconsciente que mueve lo real y rara vez se manifiesta descarnado, libre de disfraces y oropel. En el uso del maquillaje, de las prendas impropias, está esa propuesta del artista que nos conduce a repensar tantas cosas que parecen obvias. El payaso —arquetipo cercano al carnaval, el circo, lo festivo— funciona como una inversión del mundo. Se pone de cabeza el sistema de la familia, se expulsa el estereotipo y persiste en esas acciones una búsqueda que queda expresada en propuestas originales, llenas de color, en las cuales también hay una marca hiperrealista.

La huella que la realidad deja en cada una de las representaciones es solo eso, en cambio se utiliza la verdad tangible para darnos otra cosa. El subproducto que tenemos en las manos se deriva de meses de cavilaciones en los cuales Roche ha observado su entorno, obteniendo visiones de corte sociológico, personal, emotivo. Las máscaras, los labios pintados, el polvo en los cachetes parecieran recursos que provienen del kitsch y de la cultura popular mal entendida; sin embargo, puesto todo ello en la coordenada interesante, obtenemos una crisis, una hermosa contradicción.

Por eso su más reciente exposición itinerante por la provincia de Villa Clara se llama Laboratorio, precisamente en la cuerda de experimentar con lo cercano, quebrándolo en pedazos de sentido, haciendo saltar por los aires las convenciones. Familia, amigos, trabajo; todo se torna un universo autorreferencial que el autor usa para deconstruirlo y darnos algo nuevo, algo que se sale del canon. Y aquí me detengo. La originalidad no solo es aquello que nace casi virgen de influencias, ese elemento de la realidad prácticamente ficticio que reclama un primer hito. Al contrario, se puede abarcar categorialmente lo original desde la relectura, desde el llover sobre lo mojado, porque el agua al final nunca será la misma, porque el río fluye y muta para mostrarnos un ser diferente, pleno de irreverencia.

“Roche no ha querido esperar a que las artes se dinamicen. Ha hecho su obra a contrapelo de no ser el favorito y que no lo premien lo suficiente (…)”.

Si nos detenemos en las dos piezas que le dan nombre a la exposición, habrá que notar que “Laboratorio 1” es una relectura del propio autor, en la cual aparece un autorretrato usando una máscara antigás como las que eran famosas en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En el respiradero de dicho dispositivo, sin embargo, vemos que brota una rosa. Aquí hay varios quiebres de sentido. Por una parte, la máscara separa al sujeto del mundo, lo protege, le da la posibilidad de sobrevivir a una toxina invisible que se intuye como parte de la atmósfera de la obra. No solo existe autorreferencialidad, sino referencias claras a un borde externo, un abismo que expresa peligro, acechanza, que se mueve en lo inestable. “Laboratorio 1” trata sobre la vida frágil, acoplada a dispositivos sin los cuales se perece al instante. Es como el paciente que se halla en coma y que posee apenas un aliento, una flor de esperanza que se asoma en medio de la angustia. En “Laboratorio 2”, una mujer —que es como un arquetipo de la esposa, la novia, la madre y la amiga— no muestra su cara, sino que se exhibe con la misma máscara antigás.

El tubo que conduce el aire limpio se hunde en las vísceras del personaje, que poseen una visualidad vegetal, floreciente, llena de vida. La mujer, dadora de existencia, puerta entre los dos mundos, se retroalimenta de ella misma y es capaz de distanciarse y protegerse de esa toxicidad que vuelve a hacerse notoria, invisible, pero amenazante. Ambos cuadros están construidos en forma de abismo, en el centro está la figura llena de referencias, pero hacia lo externo todo se diluye y cae en un vacío que provoca vértigo. La sensación es precisamente la de perder el equilibrio, la del miedo. La marca visual de las máscaras antigás conecta con el ambiente de la guerra europea de 1914-1918 en la cual no solo se dio una de las matanzas más crueles, sino que el viejo mundo de la civilización occidental sufrió el devastador golpe. Como parteaguas, el suceso histórico se potencia para lograr un discurso visual poderoso que lo actualiza y resitúa. ¿Vivimos en trincheras invisibles?, ¿nos acechan armas químicas enemigas?, ¿tenemos que redescubrir en lo interno, incluso en las vísceras, el antídoto?

“‘Laboratorio 1’ trata sobre la vida frágil, acoplada a dispositivos sin los cuales se perece al instante”.

Quizás las respuestas son más complejas que aquello que puede enmarcarse en una pintura y por ende Roche construye sus obras como explosiones o también a la manera de mecanismos centrípetos que estallan hacia afuera y riegan sus instrumentales de sentido. En todo caso, se hace necesario que en el análisis haya una reconexión entre vectores reiterados: las máscaras, el rostro sin forma, lo oculto. “Esto no es color de rosa” constituye una pieza interesante que sigue el camino de las anteriores. Un personaje andrógino esconde su cara detrás de una rosa.

Por la forma de la mano, los hombros apenas visibles, intuimos que se trata de un varón, pero luego vemos la delicadeza de los rizos, la caída del cabello y la atmósfera emotiva y llegamos a creer que prevalece lo femenino. En todo caso, la flor resignifica la escena. A la par, el título del cuadro —que niega el color rosa— actúa como un oxímoron. Lo contradictorio, lo que posee en sí mismo su propia negación, lo confuso, pero a la vez luminoso; todo eso queda plasmado con sencillez, a partir de una idea que exulta coherencia. Roche no quiere la originalidad de las academias, ni el juicio complaciente de la crítica, es obvio que se siente bien creando estos mundos en los cuales se expresa su vivencia, ese entorno lleno de misteriosos choques. Antes, la guerra, la toxicidad, el horror y la autorreferencia como salvación. Ahora, la flor que acciona como abismo y nos avisa de un peligro, de una muerte cotidiana. Se nos dice simplemente que esto no es color de rosa.

“No hay aquí una filosofía compleja, sino pura vida, llevada de la mano de un artista con talento y sensibilidad que aprendió entre los moldes y lo deforme, entre lo que aprisiona y aquello que libera”.

La ruptura se da de forma abrupta. Como parte de la serie expositiva se suceden una cantidad de rostros sin máscaras, pero también irreconocibles. Roche retrató a una muchacha maquillada como payasa, en un gesto hostil, con ojos tristes. Los rasgos de la mujer aparecen cansados, como si soportara una carga. Los fragmentos de pintura y polvo de su cara se caen y dejan ver una piel que sobrevive, que no respira lo suficiente y que quizás conoce demasiado las consecuencias de un mundo no muy feliz. Este abordaje se comienza a reiterar en otras piezas como parte de la serie Despayasitado, una especie de acercamiento al ser desde la máscara (el no ser).

En otra pieza, el rostro femenino surge ya con todo el maquillaje desecho, mostrándonos su verdad. El cabello forma una maraña y los ojos se esconden detrás de las greñas. Hay un miedo, un ocultamiento, pervive allí una conciencia del peligro del mundo. Es como si, ni aún con la verdad delante, pudiéramos desentrañar a esa mujer. El término Despayasitado alude a dos visiones unidas en un mismo neologismo: desparasitar y payaso. De manera que estamos desenmascarando algo que en su esencia está enfermo, podrido, lleno de parásitos.

Se revela en ese sentido un anhelo por la autenticidad. Lo parasitario es aquello que nos habita, pero no nos pertenece. Peor aún, en su avance, la podredumbre se adueña del cuerpo, lo coloniza, lo muele y lo transforma en otra cosa. Un payaso es algo que se superpone al humano, que lo parasita, que lo niega, que lo obliga a tomar determinadas decisiones. Aquí la inversión de valores conductuales se mueve entre contrapuntos y extremos.

En la misma cuestión de la máscara antigás, Roche ha retratado a su hijo. El muchacho mira hacia el cielo con todo el rostro cubierto por un andamiaje grotesco. El distanciamiento nos está hablando de una búsqueda en lo alto, más allá de este plano. Hay como una maquinaria de sentido que evade el aquí y que desea estar en el allá. La metafísica queda irresuelta y una vez más debemos señalar la estructura en abismo de la obra. Cuando la pintura comienza a ser elocuente, el consumidor debe dar ese salto y co-crear, ser de alguna manera autor y parte de la instrumentalización. Esta pieza, llamada “¿Qué (…) pasa allá arriba?”, no se detiene en su título —que pudiera parecer quizás fuerte, corrosivo, audaz— sino que va hacia el sentimiento de pérdida, de desasosiego y de aspereza de una realidad hostil. El mundo en el cual el niño se autodescubre es insólito, nuevo, chocante; por ende, se impone esa pregunta, se oye con horror y claridad ese grito que no indaga, sino que cuestiona, rompe y se rebela. Roche no es un ser ajeno a cómo se manifiestan las formas cotidianas del lenguaje y aspira a revestir de esa savia toda la poesía de la obra.

“Roche es deudor de un expresionismo que no cae en lo abstracto, sino que hace de lo figurativo su estornudo de protesta y para eso no le importa incomodar”.

En las antípodas de un arte fácil, el autor juega con otros símbolos mayores. Pareciera una especie de resonancia con respecto a la realidad.  Existe una superposición con la bandera que se reitera en varios de los retratos. La búsqueda de la ambivalencia a exprofeso hace de ese contrapunto algo que cae en el absurdo. Pareciera que el autor nos dice acerca de los símbolos que no importa cómo o cuando se usen siempre que perviva una esencia. La pérdida de contenido, en cambio, no se soluciona con lo simbólico ni lo discursivo, sino que está más allá, en los bolsones que quedaron al margen, en lo socialmente preterido. Roche respeta los símbolos, pero cree en quienes lo usan, no ve la tela solitaria, sino al que levanta la bandera, no mira los colores, sino a quien los viste. Ese momento profundamente humano, en el cual se funde el pecado con la lucidez, hace de las piezas procesos complejos que unen lo nacional con lo lúdico, lo global con lo irónico. Por encima de todo, el autor quiere que nos salgamos de las zonas de confort en la interpretación y que vayamos a establecer pautas mayores. La iniciación de un ritual en el cual pervive la eterna caída hacia el otro mundo, donde se comparte el color de los seres reales, de esos que no requieren de símbolos, porque gracias a ellos existe lo simbólico. Lo humano antecede a los discursos y lo sobrevive.

Saliendo de esa floresta de símbolos y banderas, nos encontramos con referencias al pecado, la culpa, el perdón y la redención. Hay una vitalidad que se tensiona entre los extremos de la vida y que se extiende más allá de los bordes complejos de las propias piezas como entidades de significación. Si antes estaban las máscaras, ahora tenemos la sensualidad, el desnudo.

Donde había un artefacto, contamos con los ojos tristes, decepcionados, de una muchacha que viste el traje ritual de un sacerdote y cuyos senos saltan en medio de una escena plena de surrealismo. Es este el extraño perdón del arte, ese que pasa por encima de todo y que, como dijera el filósofo Nietzsche, está por encima del bien y del mal. Allí es donde Roche establece su marca mayor en ese recorrido por el discurso de su obra y la sitúa en el margen de lo entrañable. Si la enajenación era el recurso, ahora lo descarnado salta a la luz y se apropia de los primeros instantes visuales, marcando a fuego la memoria del espectador.

“Roche ha levantado el manto que establecía otro pacto, un sentido diferente; pero gracias a eso hemos comprendido mejor el tiempo y el espacio reales. No hay enajenación en la obra que enuncia la enajenación”.

De la familia a los amigos, del espacio privado a lo público, de lo que está enmascarado a lo que se expone. Todos esos vectores marchan al unísono en la brillantez de un artista que, sin que caiga en profundidades abstractas, logra captar la construcción del ser en una modernidad líquida que se niega al molde, que no posee voluntad para adaptarse y que transcurre de una crisis en otra. ¿Expresa el autor su propia inconformidad, sus anhelos, frustraciones y sueños en estas pesadillas alucinadas? Sin dudas sí. El mundo de Roche es una máscara que no posee utilidad, porque expone lo que está dentro. La cuestión es usarla para evidenciar el carácter performático de la vida y hallar, aunque de forma fragmentaria e incompleta, un sentido auténtico y transitorio.

No hay aquí una filosofía compleja, sino pura vida, llevada de la mano de un artista con talento y sensibilidad que aprendió entre los moldes y lo deforme, entre lo que aprisiona y aquello que libera. Se trata del resultado de una tensión irresuelta, gracias a la cual se puede y debe seguir produciendo arte. En tiempos duros, cuando pareciera que asistir a una galería es un acto casi absurdo, Roche nos dice que exponer nos relaciona con lo interno, que exteriorizar nos catapulta hacia la libertad. Y es ese el resultado de todo el esfuerzo, la línea de mensaje que resume la aproximación mayor. El hallazgo de un punto libre, aunque precario, inestable, efímero.

El tinglado no nos va a separar de la realidad, sino que funciona como ese teatro catártico. Cuando asistimos, vemos más allá de las figuraciones. La chica vestida o desvestida se levanta de su lugar, camina hacia la calle y se incorpora a la vida cotidiana con sus escaseces y contradicciones. La familia que usa máscaras, sale de la trinchera y toma conciencia de que no están en 1914, sino en el tercer milenio. Aun así, al traspasar el umbral de la puerta, más allá de la galería, los seres asumen un ropaje parecido al de la guerra y tienen en cuenta que las toxinas invisibles persisten.

Roche ha levantado el manto que establecía otro pacto, un sentido diferente; pero gracias a eso hemos comprendido mejor el tiempo y el espacio reales. No hay enajenación en la obra que enuncia la enajenación. Ese perdón, quizás no tan sacro como necesario, funciona como una máquina de sentidos. El artista también se quita su máscara. Camina hacia la puerta de la galería, deja las obras expuestas y siente que ha cumplido. Yoandy Roche no es tan aclamado, no lo llaman a exponer y los premios que posee —muy justos, por cierto— fueron siempre a contrapelo de convenientes silencios. Ahora ya hemos entendido, ahora ya podemos irnos en paz.

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