Definitivamente, nada existe en el mundo del arte sin que subyazca una concepción filosófica. Decirlo así pareciera absoluto, pero resulta imposible imaginar una obra cuyo impacto no se deba a los grandes temas a debate que han desvelado a la humanidad. Con independencia de la calidad estética indudable, el filme Frankenstein de Guillermo del Toro ha sido la propuesta audiovisual que en el año 2025 alcanzó los ribetes en materia de pensamiento crítico y hondura conceptual. Si bien —para una parte del público— las cuestiones de identidad se dicen cerradas y casi no queda margen para otras aproximaciones desde puntos divergentes; el cineasta ha sabido volver a tocar la misma puerta, pero con un tono que merece la pena.

Frankenstein es una joya de la literatura, ya de por sí la obra de Mary Shelley funciona como una crónica indirecta —desde la metáfora y la ficción— de la modernidad rampante que rompió con los moldes del viejo régimen. Muchas veces olvidamos que su nombre completo hace alusión al mito de Prometeo, el cual a lo largo de la historia tuvo un papel inspirador y refractario a las concepciones de índole acartonada, petrificada y solo fiel a los poderes circunstanciales. El héroe —con su dualidad moral entre la libertad y el exceso— es explotado en el filme de Del Toro para llevarlo hacia un arco dramático en el cual pasa del personaje al arquetipo. Sin quitarle vida, el director sabe que tiene que construir un sujeto que encarne la capacidad humana de solucionar problemas creando otros problemas. Esa contradicción evidencia la esencia de la dialéctica de la historia como concepción dentro de la obra. Un punto que requiere de la hondura del pensamiento crítico y que no se resuelve solo con un análisis técnico o estilístico de la película.

Hablamos de la dialéctica que no se dirime en el mero movimiento dramático o de la acción, sino que se ejerce desde el pulso conceptual que subyace a la trama. En todo momento, el autor nos hace ver que esta pieza es un pretexto para acercarse a nosotros no desde la actualidad, sino desde la eterna pregunta por la condición humana. Hacerlo sin parecer pesado, denso, academicista; vendría siendo el logro de un trabajo que no podemos dejar por alto. Del Toro no es un filósofo, pero sabe que sin la filosofía no se puede construir la imagen. En el sentido más amplio, lo que se representa posee un asidero en el devenir y ello le otorga un peso al debate que se desata a partir del movimiento de cada concepto. Se es dialéctico en la medida en que se entiende la realidad —en este caso la realidad vista desde la ficción— como un resultado en curso y no como un algo que se cosifica y que no va más allá del hallazgo de la belleza o de levantar en los públicos un efecto emocional.

“En todo momento, el autor nos hace ver que esta pieza es un pretexto para acercarse a nosotros no desde la actualidad, sino desde la eterna pregunta por la condición humana”.

Pudiera decirse que los debates de la modernidad en torno a lo que somos como humanos quedaron cerrados por las reformas constitucionales y los códigos burgueses de leyes que se establecían en el siglo XIX. Nada más alejado de la verdad, ya que la apertura hacia una confrontación conceptual no puede dirimirse solo en el plano de lo legal o de lo que se decreta desde el poder político. Hay movimientos internos en el ser que no pueden captarse desde esos análisis macro y que solo el arte expresa. La novela de Shelley es —en gran medida— el grito de la modernidad genuina del ser humano que se siente oprimida por las contradicciones y normas de un tiempo en el cual —a la par que se hacen adelantos— se pretende mantener un código social. Hay una contestación a la jerarquía y la subordinación de grupos sociales que se expresa en el diseño del monstruo.

“Con independencia de la calidad estética indudable, el filme Frankenstein de Guillermo del Toro ha sido la propuesta audiovisual que en el año 2025 alcanzó los ribetes en materia de pensamiento crítico y hondura conceptual”.

Por una parte, existe en la bestia una inconsciencia inicial del mundo que se traduce en un movimiento de esa entidad hacia el conocimiento de sí misma y del mundo. La variación gnoseológica solo pudo darse en las condiciones del debate del momento de la novela. Hay un contrapunteo entre lo oscuro y la luz, entre la cultura enciclopedista y la fe; por lo cual no se puede decir que en la conformación del monstruo estén ausentes las categorías de la filosofía clásica alemana. El río de la conciencia se expresa a partir del tema de la libertad entendida no como lo cinético, sino como lo dialéctico. La hoja que desaparece en una corriente de agua no solo se mueve, sino que deja de estar físicamente, pero permanece en la conciencia metamorfoseada en concepto. Ahí es donde la película —sin ser densa— se adentra en cuestiones relativas a la teoría del conocimiento y los límites éticos de la ciencia. Lo que no está visible, incluso lo que se desmaterializa delante de la vista, sigue teniendo una existencia concreta y material, solo que visto desde el movimiento de lo real en la historia. Esa totalización del objeto, que también implica una destotalización, se mueve no a partir de una variabilidad en el espacio, sino en la comprensión crítica de la realidad. Y aquí estamos en el famoso puente de Kant a Hegel, en el cual las categorías se desprenden de su existencia a priori y se vinculan al objeto como esencia indisoluble que solo se comprende a partir del movimiento, de la variabilidad y de la propia crítica.

La película posee varias capas de sentido y —en la más epidérmica— es una historia de tipo fantástico, en la cual un monstruo se rebela y evidencia más humanidad que el propio creador. Esa es la fábula que —para un público adaptado al cinismo de los tiempos que corren— pareciera risible. Pero el tema del humanismo no carece de complejidad, al contrario. Para comprender la modernidad hay que hundirse en este debate que nace a partir del declive de estructura fundada en el dogma religioso. Un reposicionamiento del hombre en torno a sí mismo —una postura antropocéntrica— es validada a partir de la crisis de valores vinculados a la fe. Si podemos crear vida con nuestras manos o modificar la vida que ya existe, ¿eso nos otorga el derecho moral que le dimos durante siglos a Dios? Nietzsche con su pensamiento irreverente flota sobre estas tesis de Del Toro. Esa muerte de la deidad judeocristiana —que no del derecho a la libertad de culto como ley consagrada en los códigos modernos— modifica el entendimiento de la crisis y conduce a Occidente hacia un rincón de sí mismo del cual ni siquiera hoy ha salido.

“No hay que ver esta película como un acercamiento meramente a la obra original, sino como una reinterpretación del mito de Prometeo a partir de las preguntas eternas”. Ilustración de Sam Whitney. Foto: Tomada de The New York Times

La muerte de Dios —que no del Dios entendido como bien moral y sentimiento de misterio auténtico— es la soledad del hombre que tiene que reconstituirse. Cuando el monstruo percibe que no es Adán, sino que proviene de un manojo de cadáveres y de un invento fallido, entra en conocimiento de su crisis existencial. Hay un sentimiento de arrojo al mundo parecido al del dasein de Heidegger, término que da paso al cuestionamiento, a la desintegración del mito y la entrada de la crítica a la razón en la historia humana. Se puede decir que existe en esos momentos de progresión dramática una cinética del concepto. Hay que añadir que, en el caso de este director, prevalece la voluntad consciente de hacer un cine en el cual no solo se hable desde el lenguaje del audiovisual, sino que se tienda hacia al ensayo, la poesía, el teatro, la pintura, el pensamiento filosófico. La cuestión es que la obra total solo puede deconstruirse a partir de las referencias y eso coloca ese acto de consumo, esa recepción, como momentos decisorios en el sentido final. Si existe una referencia heideggeriana en el subtexto no está colocada ahí por gusto. El monstruo no es Adán, sino el hombre, ese que ve que es fruto de sí mismo y que en ese vacío no hallará otra respuesta que la que sea capaz de darse. Hay un traspaso desde la legendarización de la historia hacia la deslegendarización; si entendemos este proceso como lo que ha sucedido con la realidad, que salió de la creencia hacia la ciencia y de ahí al escepticismo.

No hay que ver esta película como un acercamiento meramente a la obra original, sino como una reinterpretación del mito de Prometeo a partir de las preguntas eternas. Si no se analiza cuidadosamente el hilo que une las tesis con ese magma primario de la tradición clásica, se corre el riesgo de no tocar la fibra universal de la pieza. No es una sucesión de hechos en una cinta fantástica, sino una reflexión filosófica sobre la condición humana bajo el prisma del pensamiento crítico. Por ende, el monstruo no es otra cosa que un dibujo del paso de lo ente al ser en el sentido de que la conciencia del mundo es lo que nos humaniza. Somos la única especie que sabe que se muere. En ese contrapunto entre el ser y el tiempo surge el carácter trágico existencial que nos marca. El pensamiento nace de la conciencia de la muerte y por eso intenta existir de manera inmortal, trazar más allá de la tumba una huella. En varias escenas del filme vemos esto. Cuando la madre del niño Víctor Frankenstein fallece, se hace palpable el sentimiento de indefensión que da paso al cambio radical en el personaje, lo cual lo lleva a las peripecias del futuro y a caer en un exceso por el cual tiene que pagar.

Insertar chapeaux: “(…) en la cinta se dibuja la teoría del conocimiento del platonismo con una claridad meridiana”.

A lo largo de la obra se ve un choque constante entre el idealismo y el materialismo, una pelea en la cual las ideas se enfrentan a la realidad concreta de la materia con todas las contradicciones que de ello emanan. Allí está el científico soñador que cree en lo que hace, pero que resulta frenado por la moral de su tiempo. Se le censura en una conferencia en la cual da a conocer sus investigaciones. La sociedad —que aunque sea un ente supra y múltiple, posee una voz palpable y unívoca— lo aparta como un paria, negándole el reconocimiento. El avance de la muerte, que pareciera inexorable, es la gran negación de las aspiraciones de Víctor. En esta tesis hay una lección aún mayor: morir no solo es perder el aliento, porque hay otras implicaciones de índole moral, filosófica y de esencia. Así, aunque el monstruo es la prueba de que se vence el umbral entre uno y otro estadio, hay construcciones morales y éticas que se resisten y que pulsan en contra del descubrimiento.

“El ser piensa porque se muere, pero si logra vencer la barrera del abismo seguirá enfrascado en las mismas preguntas existenciales”.

Por momentos existe en la obra un tono que nos recuerda las obras de William Blake. El estilo luciferino de cada acercamiento visual a lo gótico no nos permite ver con claridad qué hay del otro lado. Así, esa oscuridad no solo nos deja en el misterio hasta que sale el sol de la última escena, sino que funciona como un símbolo constante del viaje humano desde el desconocimiento hacia la sabiduría. Imposible que dejemos de notar la referencia al mito de la caverna de Platón. Las ideas poseen una existencia real —se nos dice aquí— y son capaces de cambiar el mundo, empezando por uno mismo. Si la película comienza con la persecución de un hombre desvalido por un monstruo que aparece como una silueta terrible; poco a poco la humanización de este drama nos ilumina y recordamos lo que se nos dice en la filosofía clásica acerca de la adquisición de sabiduría como un renacimiento hacia la verdad. Por ende, en la cinta se dibuja la teoría del conocimiento del platonismo con una claridad meridiana. Esta herramienta filosófica surge con elementos teológicos de base en los cuales se enuncia el perdón como horizonte moral para subsanar los errores, incluso aquellos que han creado una desestructuración en el universo.

Sin dudas el platonismo del final, con esa llegada de la luz a través de las tinieblas, es el contrapunto para el aristotelismo que vimos a lo largo de la pieza. Si el científico buscaba una terrenalidad de lo inmortal trayendo el aliento desde su abismo en la tumba, los resultados lo llevaron hacia el exceso y la caída. Para el avance desmesurado del ego y la destrucción producto de las ambiciones humanas existe una corrección eterna que restablece el equilibrio. La voluntad podrá querer muchas cosas, pero el orden universal la trasciende con sus leyes. Este arco dramático de la caída nos recuerda la arrogancia de Víctor de los inicios y cómo hacia los últimos momentos acepta que es pequeño e insignificante. Sin embargo, para el monstruo —que carece del origen natural del resto de los mortales— el científico creador es Dios.

Del Toro ha tomado una obra clásica como pretexto para debatir sobre temas de ahora. En la creación del monstruo está el debate ético en torno al transhumanismo, la edición genética de seres vivos y el posthumanismo (búsqueda de la inmortalidad). Esta realidad científica —a la cual se mantiene ajena una parte de la gente producto del manejo interesado de la información— está redefiniendo la condición humana a partir del uso del biopoder y la modificación de los cuerpos con las llamadas tecnologías de la convergencia. Es un proceso de transición que aspira a barrer —con el pretexto de perfeccionar— a la especie tal y como existe. En ese debate no solo hay zonas éticas, sino políticas. El dominio de la técnica —una de las líneas de Heidegger— sobre el ser ha moldeado el contorno existencial del humano y la naturaleza. Pero tal cosa es una expresión del poder político constituido.

“El filme, una marca de genio en medio de la cotidianidad y de las horas comunes, supo moverse entre la filosofía y la crítica, entre los conceptos y las emociones”.

En la agenda trans y post humanista hay además una corriente interna de pensamiento ultraliberal llamado largoplacismo. Se trata de perfeccionar la especie eliminando aquellos fragmentos que —a juicio de la élite— son desechables por defectuosos. Hablamos aquí de casi toda la humanidad vista como lastre por un conjunto de tecnócratas que a través de la biopolítica aspiran a un planeta en el cual solo existan seres mejorados mediante la tecnología y con pleno acceso a más recursos. El largoplacismo propone que —si bien en un inicio desaparezcan millones— la humanidad llegue a un estadio superior y por ende se beneficie como parte de una sumatoria global.

Si bien la película dibuja ese debate a partir de los códigos del tema gótico, nos trae hasta una reflexión que no posee temporalidad. El ser piensa porque se muere, pero si logra vencer la barrera del abismo seguirá enfrascado en las mismas preguntas existenciales. La condición humana —con su aparente fragilidad— es lo que persiste más allá de los músculos arrancados a las tumbas y de los ligamentos puestos a funcionar con electricidad.

El largoplacismo es la ideología de la transformación científica hacia lo post humano, pero ¿quiere decir ello que ese tránsito se vivirá como una negación? Del Toro nos habla con claridad sobre la permanencia del concepto de Dios —más allá del dogma— y del perdón. La divinidad vista como un reflejo invertido de la humanidad. Del Toro ha querido enderezar estas visiones desde el arte. Nos queda la belleza, como siempre, que cual bálsamo nos lanza hacia una interrogante final cuya sombra se extiende sobre el hielo ahora iluminado por los rayos del sol. El filme, una marca de genio en medio de la cotidianidad y de las horas comunes, supo moverse entre la filosofía y la crítica, entre los conceptos y las emociones. Esa indagación concreta del alma humana nos crea el marco perfecto para irnos hacia otras regiones del pensamiento. Sin dudas, hay que acercarse al arte de esta manera, con las herramientas que permiten la deconstrucción y el asombro que es —según dijo Heidegger— el estado primario de los filósofos y los niños que nos permite viajar sin tener que movernos de sitio.